martes, 31 de marzo de 2015

El Edén en el Infierno

El humo se disipaba arrastrado por el viento permitiendo que se viesen los trozos de muralla volatilizados durante el bombardeo. Huecos en la piedra que chorreaban sangre y vísceras. 
Los adarves acribillados permanecían, sin embargo, cuajados de defensores y tras ellos estaban todos los habitantes de la ciudad rezando con fervor para que no les venciesen, pues ninguno quería verse sometido al saqueo de los herejes y mucho menos al de sus despiadados aliados ingleses.

El humo se disipaba sobre la tierra cuajada de muertos que había frente a las murallas y el soldado observaba impasible a los heridos que se arrastraban como podían hasta sus líneas y a los muertos que habían sido saqueados hasta la desnudez. 
Los cuervos empezaban a revolotear por el campo de batalla dispuestos a darse su diario festín de ojos frescos y tripas humeantes, los graznidos lúgubres componían la sinfonía que acompañaba el paisaje desolado, quemado y sembrado de hombres y caballos muertos en distintos grados de putrefacción. 
El hombre, asqueado, escupió un gargajo de hastío que fue a impactar sobre el peto agujereado de un jinete holandés muerto que ahora estaría en su cielo hereje comprobando si tanto rezar le había servido para algo. 
Un día más en el infierno.

El soldado hacía mucho tiempo que no rezaba, o que no rezaba con la contrición y el arrepentimiento exigidos, porque en cada asalto seguía nombrando a Dios y a su Santa Madre en infinidad de ocasiones, y lo hacía como todos, para lo bueno y para lo malo, tanto para encomendarse a su piedad como para blasfemar hasta rozar la herejía. 
Sin embargo él era de los que prefería una porción de alegría y felicidad diarias y mundanas que no la promesa incierta de un paraíso al que, para poder acceder, había antes que sufrir tropecientas mil calamidades.
En su tiempo, en su mundo, en mitad de aquel asedio del que ninguno saldría con vida el único consuelo, la única luz, el único refugio al que le concedía valor era el tiempo que pasaba junto a ella.

El humo se disipaba sobre la ciudad asediada y el soldado, libre de servicio aquella noche, descendió del adarve con aire cansino, enfiló la callejuela calándose el chapeo sobre los ojos que tenían el color del barro de Flandes, a los que el sol -o ella- arrancaban destellos verdosos. 
Los brazos le pesaban más que el plomo que llevaba en la bolsa de cuero y las piernas le martirizaban con cada paso, había sido un largo día, largo y lleno de atroces asaltos holandeses, de bombardeo indiscriminado y de escalas, corazas, espadazos, sangre y sudor de la mañana al atardecer.

Cuando empujó la puerta desvencijada lo primero que sintió fue el golpe de calor del buen fuego que crepitaba bajo una olla de hierro renegrido, de entre las brasas asomaban unas patatas también negras como carbones y desde una pequeña sartén, más negra y vieja que todo lo demás junto, surgía un humillo blanco que llenaba la casa de olor a gloria bendita. Las tripas del hombre rugieron hambrientas ante el aroma inconfundible de la panceta convertida en torreznos.

Luego sintió las manos cálidas que le despojaban de la bandolera con los doce apóstoles, le desabrochaban el grueso cinto de cuero y lo depositaban delicadamente en el suelo de tierra apisonada, la daga y la toledana al rozarse hicieron: “cling”, al tiempo que la cara del hombre perdía tensión y arrugas y se rejuvenecía con una sonrisa casi de niño. 
Las manos cálidas, suaves, lentas y amorosas seguían desnudándole, la camisa sucia y manchada de sangre, el jubón, las calzas, las botas…
Las manos acariciaron despacio y de arriba a abajo la cicatriz de su pecho, la que le recorría desde la clavícula derecha hasta casi el pezón de ese lado, provocando que el hombre gimiese y sus manos atrajesen contra sí la cintura de la mujer.

Las manos sujetaron las suyas mientras unos ojos del color del oro líquido le recorrían despacio las entrañas, las manos descendieron hasta su cintura. 
Ella sonreía.

Fue hacia el fuego, retiró la olla en la que hervía agua para luego volcarla sobre un pequeño barreño de estaño que contenía agua fría hasta que estuvo satisfecha con la mezcla, metió los dedos para comprobar la temperatura y luego hundió un trapo limpio en el agua tibia. 
El hombre la miraba hechizado.

Las manos lentas, suaves, amorosas recorrieron el torso del hombre desde los hombros hacia abajo. 
El agua tibia arrancaba la mugre y la sangre reseca de la piel del soldado y descubría pequeñas heridas y rasguños que hacían que ella arrugase el entrecejo. 
Una vez y otra y otra pasaron las manos por el cuerpo del hombre, enjuagando el trapo en el agua hasta que esta se puso negra. Entonces ella volvió a rellenar el barreño y a mojar el trapo y a recorrer su cuerpo arriba y abajo, abajo y arriba. 
El agua se puso negra tres veces.

Las manos terminaron sobre su rostro curtido, pasando suavemente por la frente y los ojos cerrados para, al abrirlos, encontrar los de ella muy cerca y muy clavados:

¡Qué hermosa era!

Las manos abrazaron su cintura y ahora sí dejaron que sus brazos rodeasen a la mujer. Fuera ululaba el viento flamenco, frío y solitario como la muerte en los adarves pero el soldado no sentía ni pizca de frío, al contrario, el fuego irradiaba desde su vientre mezclándose con las llamas que salían de los ojos de ella, ahora eran como dos ardientes soles de verano.
En dos pasos la llevó hasta el jergón despojándola por el corto camino del áspero jubón de gruesa lana ansioso por acariciar la piel que sabía suave y acogedora.

El soldado y la mujer se enredaron entre suspiros y susurros. Para ninguno de los dos existía ningún otro paraíso más que los brazos del otro. 
Fuera el humo se disipaba sobre los adarves acribillados. 
Otra noche más en el Edén antes de amanecer, de nuevo, en la boca del averno.

Para todas vosotras…

© A Villegas Glez. 2015




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