sábado, 20 de junio de 2015

EL INFANTE QUE QUISO SER CAPITÁN

Nuestro regio personaje nació en El Escorial y fue el tercer hijo de Felipe III y Margarita de Austria. 
Fernando le bautizaron igual que su primo el futuro emperador del Sacro Germánico.
Desde muy pequeño demostró poseer un carácter extremadamente inteligente, valiente y despierto. Bien pronto le atrajeron 
las armas con las que adquirió mucha destreza y buena mano además de prendarse, hasta el tuétano de los huesos, de la vida en milicia. 

Sin embargo su padre quería, por encima de todas las cosas, que su tercer vástago luciese el púrpura cardenalicio, por eso, en cuanto Fernando cumplió los diez años, que era la edad mínima requerida por el clero, le nombró Arzobispo de Toledo y poco después: Cardenal.

Y el Papa, que era el único que tenía la potestad y el privilegio de nombrar a los cardenales de la iglesia católica, no se atrevió a decir ni pío, no fuese que el tercer Austria hiciese lo mismo que había hecho su antepasado Carlitos y le montase, otra vez, la pajarraca en Roma.
Fernando de Austria no sería nunca ordenado sacerdote, ni siquiera monaguillo, tampoco juró los votos ni tenía ningún interés en hacerlo.

Su vida transcurría entre cirios, capillas y rezos obligados, todo bien trufado con sonadas escapadas a los corrales de comedias, a los tugurios de mala muerte y a las casas de mala nota. 

Como buen Austria dejaba bien alto el pabellón, que lo cortés no quitaba lo valiente y, al fin y al cabo, lo del cargo eclesiástico no era más que un capricho de Papá…

Pasaba así plácidamente sus días nuestro personaje, adquiriendo el Cardenal de Toledo fama bien ganada de mujeriego, espadachín, mejor camarada, avispado y lúcido conocedor de la historia militar y el arte de la guerra.

Entonces las cosas se pusieron muy calientes en Europa cuando el continente se metió de cabeza en aquel túnel largo, sangriento y oscuro que se llamaría: Guerra de los Treinta Años.
Un periodo negrísimo para los españoles que saldríamos, no podía ser de otra manera, escaldados, arruinados y con el país envuelto en revueltas separatistas que nos costaron Portugal... Y gracias.

Al poderoso Valido del rey no se le ocurrió otra cosa que otorgar, el espinoso y complicado cargo de Gobernador de los Países Bajos españoles o lo que era lo mismo, el embarrado Flandes de toda la vida, al Infante Fernando de Austria o sea, al Cardenal de la hermosa ciudad de Toledo.


Pensaba el astuto Olivares que así mataría dos pájaros de un tiro: primero se quitaba de en medio al inteligente, perspicaz y tocapelotas de Fernandito, que en nada se parecía a los inútiles de sus hermanos, muy al contrario era muy consciente de los problemas de su nación, y segundo, como guinda del pastel, al carecer el joven Austria de experiencia política ni militar, Olivares podría manejarlo a su antojo desde la Corte de Madrid.

O al menos aquello era lo que creía el Conde-Duque.

Porque Fernando demostraría muy pronto su valía y que Olivares se había equivocado. El Infante iba camino de convertirse en uno de nuestros más grandes Generales.

La ruta marítima que llevaba hasta Flandes estaba cortada por los ingleses y holandeses que, como buitres, esperaban el paso de nuestros convoyes para abalanzarse sobre ellos.

El Camino Español también había saltado por los aires al ocupar los franceses la región de Lorena que era de paso obligado en la ruta hacia Bruselas
Sin embargo el joven Cardenal-Infante, como le había bautizado algún avispado camarada, no se arrugaría ante la enorme tarea que se le presentaba.

Llegó al frente de sus tropas a la ciudad de Génova en el año 1633, desde allí marcharon a Milán para luego atravesar el Tirol, Suabia, los Alpes y el Rin.
Fue una marcha al infierno ya que 
desde el principio los españoles tuvieron que atravesar territorio hostil combatiendo en terribles y sangrientas escaramuzas contra cientos de enemigos.
Pero también Europa entera temblaba al ver pasar, por el Camino Español, a la vieja y buena Cruz de Borgoña ondeando al viento. 

Fernando pretendía ayudar a su primo y tocayo, el futuro emperador del Sacro Imperio, que estaba siendo vapuleado, una y otra vez, por los protestantes y los muy disciplinados y eficaces suecos. 
Al lado del germano combatían las aguerridas tropas del Duque de Feria, metidos hasta el cuello en una durísima campaña de desgaste en la que los españoles se estaban deshaciendo como un azucarillo, pero que, al mismo tiempo, les estaban haciendo pagar muy caro cada victoria a sus contrarios. 
Aquellos barbudos impasibles sabían morir como lo que eran y los temibles suecos solamente estaban empezando a aprenderlo.

Tras vencer mil y una dificultades, apretando los dientes y peleando a muerte por cada palmo de terreno, los Tercios Viejos, al mando de su nuevo, valiente y atrevido General, que era muy respetado y muy querido por sus soldados a los que había demostrado su valor personal 
y su experto conocimiento del arte de la guerra, lograron alcanzar la región de Baviera y allí se reunieron con lo que quedaba de las tropas del Duque de Feria.
Era el año mil seiscientos treinta y cuatro y los españoles habían realizado una proeza que dejaría sin aliento, y bien acojonados, a sus enemigos:

- ¡Ya están aquí estos Erik…!

- ¡Qué pequeñajos son pero qué cara de mala leche tienen…!

El ejercito protestante intentó desesperadamente que los dos primos no se encontrasen pero no lo consiguieron.
Se quedaron los suecos y la amalgama de herejes a un lado y los ejércitos del Rey Católico al otro.
En medio había una colina que se llamaba Albuch muy cerca de un pueblo que se llamaba Nordlingen.

Resumiré contando que en la colina Albuch y en los alrededores no quedaron ni suecos o herejes con vida, al menos los que no corrieron como galgos y sin mirar atrás hasta la Península de Jutlandia.
El
 Tercio de Idiáquez y el napolitano de Torralbo aguantaron como jabatos quince cargas consecutivas de la caballería acorazada para luego pasarse por la piedra a los afamados, y hasta aquel momento invencibles Regimientos suecos, después, de postre, no dejaron de perseguir soldados en fuga hasta que la luna se puso roja de sangre y los enemigos de España aprendieron, una vez más, que aquel siglo y pico de imperio no había sido de casualidad.

Fernando de Austria tras haber acabado de un mazazo con el poderío sueco en Europa, continó su viaje, ahora mucho más tranquilo, para tomar posesión de su cargo.
En Bruselas fue recibido como un héroe con las calles llenas de gente extasiada que daban la bienvenida a su nuevo, flamante y victorioso Gobernador.
En muy poco tiempo y gracias a su gran habilidad como diplomático logra enfriar la olla a presión que era Flandes. 

Tan persuasivo era que hasta conseguió el apoyo flamenco para la campaña contra los franceses, porque las tropas de Richelieu habían invadido el Flandes Español y avanzaban imparables.

Fernando de Austria, al frente de sus soldados, conseguiría detener el avance gabacho tomando al asalto las ciudades de Diest y Limburgo, de esta manera el poder y presencia españolas se aseguraba en la importante y leal provincia de Luxemburgo.

Tras un asedio largo y durísimo caería en manos holandesas la famosa ciudad de Breda en el año mil seiscientos treinta y siete. 
Esta vez no habría cuadro de Velázquez.
Pero como contrapartida el Cardenal-Infante tomaría la populosa y rica Amberes.
Fernando de Austria le plantaba cara a su homólogo gabacho y a su puñetero rey.

Pero, como tantas veces en nuestra Historia, las malas lenguas, las habladurías malintencionadas, los chascarrillos con muy mala leche, las confidencias falsas y los consejos impregnados de propio y mezquino interés vertidos en los oídos poderosos, empezaron a minar la buena fama de Fernando, empañando las victorias con sucias y falaces acusaciones, y lo que era todavía peor, socavando la confianza que le tenía su hermano.


Los deslenguados envidiosos propagaron la falacia de que el plan de Fernando era el de independizar Flandes de La Corona, proclamarse gobernante, desligarse de España y hasta de querer convertirse al calvinismo lo acusaban.
También de hacer planes con los franceses para casarse con la maciza hija del Duque de Orleans y repartirse luego Flandes como buenos hermanos o primos.

Todo, por supuesto, era mentira…

Pero el joven corazón de Fernando, noble y luchador, recibió un golpe devastador. 

Su hermano, el Rey, se creía a pie juntillas todo lo que le contaba el de Olivares.
Y el Conde-Duque no podía ver a Fernando ni en pintura. Aunque lo pintase el mismísimo Rubens.

Aquel mismo mismo año, el funesto mil seiscientos cuarenta, Fernando de Austria enfermaría misteriosamente. 
Al año siguiente, tras resultar herido durante una escaramuza contra los franceses, su cuerpo no resistiría más y moriría en Bruselas con treinta y un años de edad.
Sus restos mortales tardarían cuatro años en poder regresar a su patria.

Se cuenta que Fernando de Austria murió envenenado poquito a poco, tacita a tacita.
Y siendo esto España y Fernando querido, admirado, inteligente, culto, valiente, hidalgo y noble caballero, a mí, ¡pardiez!, no me extrañaría lo más mínimo.



A. Villegas Glez 2012


Imagen: Fernando de Austria en Nordlingen. Rubens.
















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