jueves, 16 de julio de 2015

JUNTOS Y REVUELTOS

Las Navas de Tolosa. 16 de julio de 1212…


Entre la inmensa y densa polvareda, con la cara desencajada, sin mirar atrás y cubiertos de sangre asomaron los primeros soldados cristianos que huían despavoridos. Los gritos de cien mil voces retumbaban por todo el llano de las Navas con quejidos de rabia y de espanto, de dolor y de muerte alaridos terroríficos que helaban la sangre en la venas.
El centro cristiano se estaba derrumbando…

Sobre una loma tres jinetes contemplaban la espeluznante escena, consternados, la pinza almohade se cerraba inexorable sobre el centro cristiano en el que, De Haro y los Caballeros de las Órdenes Militares, combatían a la desesperada y por su propio pellejo.

Uno de los hombres, hablando el castellano con marcado acento catalán, le dice a otro, que es rubito, guapote y que miraba desolado el campo de batalla:

- ¡Mira Alfons, está pasando igual que en Alarcos…!
- ¡No me toques los cojones, haz el favor, Pedro…!

El tercer jinete había llegado a última hora y agobiado por su propia conciencia que le había impulsado y empujado a apoyar a los castellanos, a pesar de que no le gustase la alianza, algo por dentro le había retorcido las tripas a Sancho de Navarra al pensar en que podría no haber estado allí aquel día, como no estaba el Rey de León...

- Dejaros de pamplinas -dice Sancho- ¡Habrá que hacer algo…!
- ¿Y qué hacemos…? -le interroga Alfonso.
- ¡Cargar…! -el navarro permanece impávido.
- ¿Cargar…?... ¡Mare de Deu!- contesta Pedro de Aragón mientras se persigna.
- ¡Que Ella nos ayude...!- musita Alfonso de Castilla.
- ¡Lo hará, pardiez, que lo hará!, por algo somos todos hermanos… O lo seremos...

Los otros dos hombres miran entonces al Rey de Navarra como si se hubiese vuelto loco de repente pero en el fondo de sus almas saben que el montañés tiene más razón que un Santo.

Mientras tanto sobre el llano siguen volando miles las flechas sarracenas y continúa la Caballería almohade ensartando cristianos a pares, la carnicería y la matanza no se habían detenido en ningún momento.
Los fanáticos almohades habían barrido toda resistencia a su paso y regresado a la más férrea ortodoxia islámica, gritaban enardecidos y seguros de que la victoria estaba, una vez más, al alcance de su mano.
Su primer envite les había llevado hasta las fronteras del Tajo y casi a conquistar la capital cristiana, Toledo. Su plan, cuando destrozasen a los cristianos de la Península, era seguir hacia el Norte, más allá de los Pirineos y como Aníbal llegar hasta la misma Roma donde Al Nasir, que era el líder almohade, pretendía clavar la bandera blanca y verde del islam y que su caballo abrevase sobre las destrozadas pilas bautismales de la Basílica de San Pedro.

Y estaban los sarracenos a un paso de conseguirlo, porque si vencían en Las Navas ya nadie sería capaz de detenerlos. 

Solamente se interponían en su camino aquellos españoles que, igual que las taifas musulmanas, resultaban avariciosos y envidiosos y entre ellos se daban de puñaladas traperas traicionándose a la menor ocasión.
A pesar de que habían acudido casi todos a lo que habían nombrado como Cruzada, Al Nasir, estaba seguro de que nada podrían lograr frente al poder fanático de los almohades que combatían todos unidos bajo un mismo ideal.
Los intereses mezquinos de los cristianos no podrían vencer a la unidad inquebrantable de los que rezaban al Profeta.

Los tres jinetes de la loma continuaban su conversación mientras la segunda línea de infantería cristiana acudía a toda prisa para reforzar el centro e intentar detener la apisonadora almohade, que destrozaba las Milicias.

- ¿Quién es el Abanderado de Castilla, Alfonso…?
- López de Haro…
-¡Vaya par de cojones…!
- Vascongado ya se sabe, ¡estos montañeses, pero qué te voy a contar que tu no sepas, Sancho…!
- Tus almogávares no dejan detrás más que desolación y muerte, Pedro…
-Ya ves… Si es que son unos bestias…
- ¿Bestias...? Para salvajes y valerosos los leoneses, asturianos y gallegos que han venido “de estrangis”, sin que su rey se entere…
- Al final voy a tener que darte la razón, Alfonso… Esto de juntarse para degollar moros te hace sentir dentro cosas. Cosas extrañas-
 Pedro de Aragón miraba el centro cristiano que se deshacía como un azucarillo:
- Claro... ¡España...!- a Alfonso de Castilla le brillaban los ojos.
- ¿Quién…?- el navarro se hacía el despistado…
- ¡Joder, Sancho…!

-¡Estos navarros...!

Y una carcajada sincera, franca, amistosa sale de las gargantas de los tres hombres que, por un instante, logra acallar los terribles sonidos de la batalla. 
La risa de los tres hombres sube hasta el cielo y el sol hace brillar castillos y leones con reflejos rojos y amarillos mientras las nubes forman unas cadenas y en el corazón de los tres hombres germina una certeza.

Si vencen, si consiguen doblegar a su enemigo, aquello será un final y un principio. 
El final de la ansiada meta que había marcado Don Pelayo y el principio de algo mucho más grande y más hermoso, de algo inexplicable y que les convertía a todos en hermanos de la misma madre.

Los Reyes se miraron. 
Las monturas estaban nerviosas igual que los caballeros que tenían tras ellos, hombres que, desde hacía mucho rato, observaban a sus reyes y afilaban sus espadas.

Sancho iba a hacer el gesto de alzar el Estandarte y ordenar la carga, pero se detiene y mira al Rey de Castilla, que era el principal Reino cristiano y el que más tropas y dineros había puesto para la empresa, y por tanto, debía ser su Rey y no otro, el que diese la orden de ataque. 


Al paso se despliegan los caballeros de Castilla, de Aragón y de Navarra con sus tres Reyes al frente, en rápida sucesión pasan al trote y luego al galope. El llano de Las Navas retumba bajo los cascos de la Caballería cristiana que se lanza imparable a la carga, resuenan las trompetas y se llena el aire con las voces enardecidas de los jinetes mezcladas con los bufidos de las bestias.

La masa almohade los ve venir y los soldados de la infantería cristiana, que huían, los ven venir y el tiempo y el espacio se funden durante un instante con todos los ojos fijos en las tres figuras que cabalgan hombro contra hombro, espuela contra espuela y con las lanzas apuntando hacia el enemigo

Luego llega el estruendo indescriptible cuando la cuña, encabezada por los tres hombres, se incrusta como un estilete en el centro de la infantería almohade. Los cristianos acuchillan como salvajes y el miedo se torna en temeridad.

Las cartas cambian de golpe de manos y son ahora los soldados sarracenos los que huyen espantados, pues todo el cristiano que había podido agarrar una espada, lanza o hacha, había seguido enardecido y valiente a sus tres Reyes.
Sancho de Navarra y sus guerreros exterminan a la temida guardia negra del Sultán, obligando a Miramamolín a tener que correr hasta Jaén dándose patadas en el culo. 
Pedro de Aragón alcanza su posición, llega el aragonés cubierto de sangre y jaleado por sus almogávares.
Pedro le pregunta a Sancho si no se va a llevar algún recuerdo de la victoria:
 
- Una cadena de esas de los negros estaría bien para tu Escudo, Sancho.
- ¡Cierto es…!- Sancho miraba las cadenas ensangrentadas con las que los guardias negros se ataban al suelo para morir defendiendo al Sultán. Y lo habían hecho. No había quedado ni uno vivo.

Cuando Alfonso de Castilla se une a ellos los tres hombres se funden en un apretado abrazo, luego desmontan para clavar las espadas y las rodillas en la tierra y darle gracias a Dios por haberles concedido la victoria.
A su alrededor el peligro almohade se había desintegrado y miles de muertos tapizaban el llano de Las Navas de Tolosa:

- ¡No sé ni cómo hemos podido lograrlo…! ¡Cien mil sarracenos…!- Alfonso contemplaba el campo de batalla.
- ¡Yo sí lo sé…!
- ¿Tú, Sancho?... El último que ha llegado…
- ¿Que tiene que ver?… Vine, ¿no?, pues eso… ¡No me toques los huevos, Pedrito…!
- ¡Calma…! No empecemos… A ver Sancho, cuéntanos…

Sancho miraba atravesado a Pedro de Aragón, sus tierras eran fronteras y habían tenido más de un encontronazo los soldados navarros y los aragoneses. 
Sin embargo el sentimiento de hermandad era demasiado fuerte todavía. 
Mañana, Dios diría:

- Hemos ganado porque hemos permanecido unidos- dice Sancho.
- Otras veces nos hemos aliado contra el infiel- le contesta Alfonso.
- Pero no como ésta, Alfonso, no como ésta…
- ¿Y qué tiene esta vez de distinta…?- replica Pedro de Aragón.

La luna estaba casi sobre el campo que olía a muerte y en el que miles de cadáveres se descomponían desnudos tras haber pasado sobre ellos la rapiña y el saqueo. 
Mañana serían los buitres los que llegasen y se abatiesen sobre todos los muertos. 
También sobre la frágil unidad que los cristianos habían conseguido.
Pero aquella noche no.

Aquella noche del dieciséis de julio de mil doscientos y doce, dentro de los corazones de cada uno de los miles de hombres que habían combatido juntos sobre aquel polvoriento llano de Jaén, una llamita les hacía sentir que lo habían hecho por algo mucho más grande y mucho más especial, algo que quizás ninguno de ellos alcanzara a entender, pero que ahí estaba, brillando dentro de cada uno de sus corazones.

Sancho de Navarra seguía mirando impasible al aragonés, luego se rasca el cogote sorprendido de sí mismo y de su propio pensamiento, ¡y mira que le fastidiaba reconocerlo, pardiez!, a él que era un montañés de Navarra pero así eran las cosas, luego, impávido, mira a sus camaradas y les dice:

- Hemos ganado la batalla a los moros porque los españoles de cada una de las cuatro esquinas hemos peleado juntos y revueltos…

Fin

© A. Villegas Glez. Del Libro: "Ni un Pedazo de Tierra sin una Tumba Española". Glyphos Publicaciones. 2015

Imagen: Tapiz de las Navas de Tolosa. 









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