lunes, 12 de octubre de 2015

SELVA INFINITA


Había peleado contra los gabachos, los otomanos, los herejes y hasta contra los piratas ingleses, había peleado casi desde que tenía recuerdos y en los lugares más dispares de aquel imperio gigantesco, rico y peligroso que les regalaba muchos trabajos y muy pocas recompensas.

Aunque siendo soldado y español no podía esperar otra cosa, ¡pardiez!, y cada momento de paz o alegría sabía que debía pagarlo, antes o después, con largos periodos de miseria y peligro.
Sabía casi desde la cuna que, para poder escapar de su condición, no tenía más herramientas que sus brazos y su cabeza.

Con ellas se había labrado la fama y la honra que ahora atesoraba su apellido. Pagadas con su sangre en los campos de batalla de todo el imperio.

Con aquellas mismas herramientas decidió embarcarse hacia las nuevas tierras que se abrían más allá del horizonte, al otro lado del Océano Tenebroso que, ya no lo era tanto desde que lo habían cruzado, por vez primera, el almirante Colón y sus hombres.

Era un siglo nuevo y eran unas tierras nuevas.

Sin embargo en España nada era nuevo y sus esperanzas de futuro pasaban por jugársela en más batallas y más guerras hasta que, en alguna de ellas, se quedase para siempre lejos de casa, muerto y enterrado en fosa común de camaradas.


Del Cipango se contaba que el oro rebosaba de los árboles. Él lo dudaba mucho ya que era un hombre lúcido que creía lo justo en prodigios y fantasías, pero de lo que no dudaba era de que allí, al otro lado del mundo, se había abierto una puerta que solamente los muy valientes y los muy decididos se atreverían a cruzar, y que se abría ante dos posibles caminos: la muerte o la riqueza.

Pensó que, puestos a morir por el rey, lo mismo le daba la reseca Berbería que aquellas tierras nuevas y fabulosas.


La travesía del Tenebroso ya era, de por sí, toda una aventura.

Encerrados en un cascarón de madera que crujía y rechinaba como dispuesto a partirse en mil astillas en cualquier momento, los hombres rezaban mucho, vomitaban más y se agarraban a dónde podían mientras los tripulantes de la embarcación se afanaban en mantener a flote aquel conglomerado de madera, lona y cáñamo que era la única separación entre ellos y el abismo.

Se tardaba como mínimo un mes en atravesar aquella impresionante masa de agua que separaba los dos mundos.

Un mes de agónicas calmas en las que parecía que el Tiempo y el Espacio se habían detenido para siempre. 

O peor. 
Tormentas jamás antes vistas con vientos que gemían aterradores y violentos entre olas gigantescas que zarandeaban el barco como una pluma en el aire.

Luego se llegaba, por fin, a la isla de La Española.

Allí la ciudad de Santo Domingo intentaba crecer entre las márgenes de un hermoso río...

Había peleado contra todo y contra todos, ¡pardiez!, si alguna cosa se sentía era soldado y español, por eso, desechando los recuerdos que habían asaltado su mente, que ahora necesitaba lúcida y serena, si quería salir de allí con vida, apretó con más fuerza el pomo de su ropera, respiró hondo aquel aire sobrecargado de humedad y colmado de mil aromas distintos para mirar alrededor con ojos de veterano.

La selva se extendía infinita a su alrededor.

La luz se pintaba de un tono verdoso tan denso que lo cubría todo de irrealidad, como si se contemplase el mundo a través de un cristal opaco, la luz del sol apenas podía atravesar las primeras ramas de los altísimos árboles que crecían hasta alcanzar cotas monstruosas, así que el suelo permanecía oscuro y frío, cubierto por un manto de hojas podridas que servían de hogar a miles de insectos de aspecto terrorífico y a peligrosísmas serpientes.

Las sombras ocupaban casi toda la extensión que abarcaba su vista y no distinguía movimiento alguno, ni siquiera un soplo de aire osaba mover la más pequeña de las hojas. 

Los gritos estridentes de los monos y las aves habían cesado casi por completo, rompiéndose el denso silencio solamente por el crujido de alguna rama partida y el silbido agudo de un pájaro al que, en pocos segundos, siempre contestaba otro.

Señal convenida -se dijo- y ya no albergó ninguna duda sobre el destino que le aguardaba:

-¡No me cogerán vivo esos hideputas!

Respiró profundamente y se esforzó por encontrar alguna señal del enemigo.

¡Nada! ¡Allí no había nada...!

Solamente una selva infinita, impenetrable, una selva verde y oscura que se tragaría sus huesos y su recuerdo.

Hacía mucho tiempo que no rezaba, al menos que no lo hacía con verdadera fe, pero cuando agarró con su mano izquierda la crucecita de oro que le colgaba al pecho y pronunció las palabras - Ave María...- lo hizo con toda la convicción y la sinceridad que pudo reunir dentro de su corazón.

¡Ayúdame...! -pidió.


Lo único que le aterrorizaba, a pesar de saber que ya no podría sentir nada, pues ya estaría muerto, era la idea de que devorasen su cuerpo. 

Aquello se le hacía insoportable.


De repente a su izquierda algo crujió. 

Luego el irritante silbido rompió la quietud y fue contestado, casi de inmediato, por otro silbido que nació a su derecha.

¡Le estaban cercando como a un pardillo!

Aunque lo mejor era no moverse y esperar allí, con la espalda cubierta por aquel enorme árbol de raíces retorcidas.
No quería acabar como el pobre Pedro de Antequera, al que habían atravesado una decena de flechas mientras corría en pos de la playa. 

Como un acerico le habían dejado, al pobre.

Él quería terminar de pie y espada en mano.

La primera piedra golpeó la dura madera del árbol levantando astillas. La segunda le acertó por debajo de la rodilla izquierda lo que le hizo soltar la daga de aquella mano y un alarido de sorpresa, dolor y rabia.
La tercera golpeó el morrión de acero haciendo estallar el mundo con una explosión metálica.

Trastabilló aturdido, con la mano que sujetaba la espada temblando y un reguerillo de sangre que bajaba desde su cabeza y le empapaba el rostro.
Más piedras golpearon contra la madera a su alrededor pero él apenas podía oírlas, intentaba desesperado mantenerse de pie, pese a que las rodillas se negaban a hacerlo y la sangre que caía por su cara le inundaba los ojos y cambiaba el tono verde del mundo por el rojo.

Así, rojizas entre la bruma que le engullía, pudo ver unas sombras amenazantes que se le acercaban.

El brazo que sostenía la espada pesaba como el plomo y apenas se sentía con fuerzas para poder alzarlo. 

Con toda nitidez y claridad en su cabeza se proyectó la imagen de aquel mismo brazo asándose a fuego lento mientras aquellos fantasmas verdes se relamían con el aroma de su carne chamuscada.

Aquella imagen aterradora le dio las fuerzas que necesitaba:

¡Redios que no me cenaréis como a un cerdo! - gritó con toda la fuerza de sus cansados pulmones.


Las sombras rojizas parecieron dudar, todo parecía irreal como si estuviese en mitad de una pesadilla de la que no podía escapar.

Alzó el brazo para bajarlo brutal y preciso sobre el más cercano de sus oponentes. El chorro de sangre caliente que le dio en plena cara no sirvió para cegarlo si no para enardecerlo.
La selva a su alrededor se estremeció en una orgía de rojos y de verdes, de gritos espeluznantes de animales acorralados que se mezclaban con los gritos agónicos de los hombres a los que alcanzaba, eficaz como la hoz, la hoja de la toledana.

La sangre le empapaba y el sudor hacía que manase un río de lágrimas ácidas que le quemaban los ojos, el cuerpo le dolía como si le hubiesen pasado diez caballos por encima y el brazo que manejaba la espada hacía rato que no le pertenecía, habiendo pasado a convertirse en un ser autónomo que funcionaba como por arte de algún extraño y mágico poder que él no alcanzaba comprender.

En el otro brazo su mano sostenía una maza indígena.
No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, pero allí estaba, roja de sangre y pringosa de sesos y de huesos astillados.


A su alrededor la selva seguía silenciosa como si toda la flora, la fauna y aun el viento se hubiesen detenido para estar pendientes de la batalla.
Solo escuchaba su propia respiración ahogada y los gemidos de uno de los cuerpos de los muchos que había tirado a sus pies.

De repente, como un relámpago, el siseo de una flecha rompía aquella quietud espesa y verde.
Un campanazo, como los que tocaban los marinos en el mar, repicó dentro de sus entrañas y una dulce voz de mujer le advirtió: 


¡Agáchate...!

Lo hizo justo a tiempo para evitar la saeta.

La larga flecha le rozó el morrión para después empotrarse, entre mil balanceos y vibraciones que la hacían silbar, contra el árbol:


- ¡Hideputas- se dijo- quieren ensartarme como a un espetón...!


Buscó entre el verde lujurioso de la selva el rostro de algún enemigo, alguna figura agachada o el más mínimo rastro de aquellos que pretendían matarlo.

¡Solamente selva infinita!

Un trueno horroroso atronó entre la frondosidad verde provocando el espanto de un millón de monos que chillaron al unísono enloquecidos, al tiempo que cientos de miles de aves emprendían el vuelo entre graznidos espantados.

Al poco,resonaron más deflagraciones muy seguidas las unas de las otras.

El soldado había reconocido  aquel sonido al instante. Arcabuces. 

Al menos cinco o seis bocas de fuego que disparaban alegremente.
Será pólvora del rey... -pensó mientras una sonrisa casi infantil iluminaba el rostro manchado de sudor y cuajarones de sangre.

A su alrededor la selva no había cambiado más, dentro de las tripas algo se relajó y el hombre suspiró para sus adentros y le dio gracias a Dios por seguir vivo.

Al menos de momento.

Unos sudorosos compatriotas llegaron hasta los pies de aquel árbol de raíces retorcidas que se había convertido en su bastión:

- ¡Voto a Dios camarada que se ha despachado a gusto vuestra merced! - dijo uno de los soldados admirado por el número de enemigos abatidos.

- Querían devorarme... Son caníbales...

- ¡Pardiez...!

- Lo que hay que hacer por un puñado de oro y de gloria...- dijo otro de los hombres.


Entonces el soldado cubierto de sangre dejó caer la maza, metió su espada en el tahalí, recogió la daga que estaba caída entre dos cuerpos y miró muy fijo al que había hablado:


- ¡No pensaría vuestra merced que el oro o la gloria nos iban a salir gratis...!


Seguía vivo, entero y en mitad de un nuevo, maravilloso, embriagador y peligroso continente del que faltaba todo por descubrir.

Y él estaba dispuesto a conquistar el mundo entero.


A. Villegas Glez. 


Imagen: Hernán Cortés. Augusto Ferrer Dalmau






























1 comentario:

  1. La gran gesta del Occidente cristiano. A la que luego se unirían portugueses, ingleses, franceses, y otros colonos de todo el continente. POR MUCHO QUE SUELTEN CHORRADAS ya hasta el paco1 jesuitas usurpante apóstata.

    Los tarados progres del postmarxismo no saben si no enmerdar, para ellos venir luego de santos salvadores de no se qué verdad y movida politica protagonista.

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