sábado, 23 de abril de 2016

EN UN LUGAR DE... "LA MARQUESA"

7 de octubre de 1571...

El mar mecía la galera entre los borreguillos de las olas y hacía que el estómago se le encogiese todavía más. Ya no le quedaba dentro nada que vomitar, no tenía en las tripas más que el aire salado y el vacío inmenso que provocaba la disentería. La fiebre hacía que sufriese temblores tan intensos que sentía que se le partiesen todos los huesos. El sudor rezumaba desde cada poro de su cuerpo empapando el jubón y condensándose en gotas heladas bajo el metal del peto. Las piernas apenas podían sostenerle, temblorosas y débiles se habían convertido en dos palitos inútiles. Los brazos le pesaban como si se los hubiesen envuelto en plomo y la cabeza, que necesitaba más lúcida y despierta que nunca, le daba mil y una enloquecidas vueltas.

¡Pardiez que ya era mala suerte...!

Al amanecer la poderosa flota turca se había desplegado en media luna frente a la no menos potente flota de la Santa Liga. 
La armada otomana era un muro, un impresionante y bien organizado conglomerado de madera, hierro, carne y tela que se abatía valerosamente contra las galeras cristianas.

... Y él allí, tirado como un perro...

El vaivén de la embarcación se le seguía clavando como puñales fríos en la barriga y la fiebre provocaba que viese el mundo tras un velo que ardía en llamaradas sobre su frente, apenas se sentía con fuerzas para empuñar la espada o la daga y pensar en manejar el arcabuz causaba que las náuseas se multiplicasen por un ciento. 
Notaba el pelo húmedo pegado a su cabeza y se sabía pálido, la barba sucia, maloliente y enfermo. Un cadáver andante...

Se levantó... Casi se volvió a caer de culo sobre las duras tablas cuando todo su cuerpo se vio sacudido por el mareo, intenso como una puñalada, que le obligó a apoyar la espalda contra la madera de popa. 
¿Qué hacía él allí...?- se preguntó desconcertado, sin saber por un momento dónde estaba.

Un trompetazo agudo y largo le despertó. Sobresaltado miró en derredor y comprobó que la embarcación reverberaba de actividad.
Los hombres ocupaban las bandas y se apiñaban en proa, relucían las moharras afiladas como cuchillas y humeaban las cuerdas de los mosquetes y arcabuces que los soldados sostenían contra el pecho.

De repente sintió que los músculos se le enervaban y el corazón comenzaba a galopar desbocado en el pecho bajo el peto de acero español que lo protegía.
El primer paso el pie y la pierna pesaban como el granito, el segundo arrastró los pies sobre la madera haciéndola chirriar, el tercero y los siguientes apenas la tocaron.

Los ojos del soldado hervían pero ya no de fiebre. O era fiebre pero de otro tipo, de otra especie.
Así lo vio llegar su Capitán con los ojos chispeantes exigiendo estar en el espolón de la galera.

- Se estaba muriendo vuestra merced hace un rato...- dijo el Oficial sorprendido de ver allí al que creía derrengado y roto contra el mamparo de popa.

- Prestos a morir, Señor Capitán, no ha mejor lugar que la proa de mi nave...- respondió con sencillez.

Allí fue. Dispuesto a morir junto a sus camaradas y a su hermano que, al verlo aparecer, le abrazó muy fuerte:

- ¿Estás mejor, hermano...? - preguntó.

- Dispuesto a matar a todos esos turcos...

- Madre estará orgullosa...

-¡Ten por seguro que sí...!

La proa de: "La Marquesa" se había convertido en un matadero. La sangre lo empapaba todo, la madera, los cabos, los hombres y hasta el aire estaba rojizo y espeso de hemoglobina vaporizada.
El espolón seguía aferrado al costado de la galera enemiga que habían abordado. "La Marquesa" estaba quieta sobre el mar, trabada por un costado por otra nave turca y rodeada al tiempo de otras galeras que, como ella, combatían a muerte unas contra otras enredadas en un mortal abrazo de mosquetazos y horripilantes tajos de espadas y moharras.

El soldado peleaba como un jabato sobre las tablas rotas y acribilladas a saetazos. Estaba hecho un Ecce-Homo...
Mantenía el codo izquierdo flexionado y pegado al cuerpo, la mano siniestra retorcida, hinchada y sangrando era apenas reconocible, también sangraba bajo el peto abollado por varios arcabuzazos y mil refilones de espada, moharra y saeta turca.
A su alrededor los gritos agónicos se mezclaban con alaridos terroríficos y el continuo entrechocar de los aceros se combinaba con los arcabuzazos. 
Manejaba su toledana con mortal eficacia y mantenía a los hombres que quedaban con vida de su Escuadra en buen orden. 
A pesar de que su galera estaba siendo aniquilada al espolón no había turco que se arrimase porque allí estaban ellos, los soldados anónimos como él, los que, con su valor y su sacrificio hacían de su nación la más grande del Mundo.

Al frente, empapado en sangre enemiga y propia, enfermo de calenturas y herido gravemente, peleaba el soldado Miguel de Cervantes y Saavedra...

En mitad del combate, en un instante que pudo tomar aliento, miró hacia el cielo que, ajeno a la horrible batalla que se desarrollaba a sus pies, lucía esplendoroso, tan limpio que parecía transparente.

Miguel de Cervantes parpadeó sorprendido...
¡No podía ser...!

Se rió de sí mismo, bajó la cabeza negando lo que acababa de ver, sonrió como cuando era niño y su madre le pillaba mintiendo y volvió a mirar hacia el cielo.
Allí estaba...
Como si una mano invisible lo hubiese dibujado contra el azul celeste con un trazo algo más grueso que se difuminaba con cada soplo del viento.

Aquel viejo y escuálido caballero tenía sobre la cabeza una bacía de barbero, cabalgaba un rocín flaco, llevaba la lanza en astillero y, a su lado, montando un borrico, un hombre rechoncho le llevaba la adarga antigua...

El caballero desde el cielo le miraba, orgulloso...

Fin

Con todos los respetos y admiración para el más grande Maestro que parieron -y parirán- los siglos...

A. Villegas Glez. 2016


Imagen: Don Miguel de Cervantes y Saavedra.
















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