miércoles, 4 de marzo de 2020

CARNAVALES EN LA MAHOMETA

Costa de Berbería. Verano de 1602

Amanecía... Y como cada vez, a pesar de los muchos años que llevaba contemplando el nacimiento de un nuevo día, el niño que aún conservaba en mi cuerpo de hombre se estremecía ante la paleta de colores que Nuestro Señor desplegaba sobre el mundo.
Las primeras luces que rompían el gris sucio, los tímidos rayos de sol que te obligaban a entrecerrar los ojos y que empezaban a calentar los huesos doloridos tras la travesía, siempre conseguían envolver mi ánima con una sensación de paz y sosiego que, bien sabía, duraría poco.

Llevaba navegando por el Mediterráneo desde que tenía recuerdos, embarcado en las galeras del Rey desde que lucía bozo y peleado contra herejes, berberiscos, ingleses y demás enemigos de España, a la que le salían enemigos más que chinches habitan en el jergón de un arriero, desde que había tenido fuerzas para sostener la espada.

Así que sabía que aquella sensación de tranquilidad que me asaltaba cada amanecer, no duraba demasiado, lo justo para que mi mente siquiera cuerda y no como la de otros muchos que, con amaneceres hermosos o sin ellos, acababan desquiciados, con la mirada vidriosa, esperando su oportunidad para arrojarse por la borda o descerrajarse un pistoletazo.

Es dura la vida del soldado y más recia todavía si te embarcas y tu vida transcurre entre rociones salados, tempestades terroríficas y cuatro tablas medio podridas que son lo único que te separa del abismo.
Más, allí estaba de nuevo, extasiado ante el amanecer y esperando la vorágine y el combate, ante la peligrosa costa de Berbería y a pique de darles un rebato a los moros.

El puerto de la Mahometa era un nido de piratas. Una base de operaciones de los berberiscos que, cada dos por tres, enviaban expediciones contra las costas españolas, que están a tiro de piedra, en las que asolaban pueblos enteros, capturaban prisioneros y se llevaban todo el botín que podían. 
Hombres, mujeres y niños eran esclavizados de por vida y sus razías contra nuestras costas causaban espanto de una punta a la otra de las costas españolas.

Pero en la guerra donde las dan, las toman.
Y por eso estábamos allí, vestidos de moros y tocando chirimías y tambores como si fuésemos todos hijos del Gran Sultán y mahometanos de toda la vida.
En verdad que, renegridos de sal y sol, solamente las banderas y vestimentas nos diferenciaban de cualquier marinero o habitante de Berbería.

La idea había sido del Capitán, y al principio, nos había sentado a los soldados viejos como una patada entre las piernas:

-Pardiez... ¿Disfrazados de moros y tocando música turquesca?

Pero, en la guerra como en el amor, todo vale, o eso dicen.
Así que nos pusimos turbantes, algún gorro sarraceno, zaragüelles y chilabas y empezamos a dar voces y berridos quebrados a modo de jenízaros mientras nuestras cinco falúas, aparejadas también al modo otomano se acercaban poco a poco a la bocana del puerto.

Podíamos ver como, desde la ciudad, bajaba hasta el embarcadero una nube inmensa de gente, hombres mujeres y niños que acudían a dar la bienvenida a los que pensaban aliados y amigos.

- Arcabuces listos... Gritó el Capitán.

A aquella distancia ya el artificio se había descubierto y en algunas caras pude ver, a pique de saltar a tierra, el terror y el desconcierto en las caras de aquellas gentes.
Algunos empezaron a correr hacia la ciudad gritando:

- Son los rumíes... Los españoles...

Pero ya era demasiado tarde. Para ellos, claro.

Con la primera descarga de arcabucería se despejaron todas las dudas, y si, a alguno le quedaba alguna, se despejó del todo cuando en el puerto de Mahometa, costa de Berbería, atronó el viejo grito de nuestros antepasados:

- ¡¡¡CIERRA!!! ¡¡¡SANTIAGO!!! ¡¡¡ESPAÑA!!!

Los habitantes espantados corrían a refugiarse tras las murallas arrollando a los pocos defensores que nos hacían frente mientras nosotros avanzábamos sin piedad, arrasándolo todo, matando todo cuanto se nos ponía por delante, dispuestos a tomar la Mahoma, Berbería y hasta la corte del Gran Turco.
De todo el Mediterráneo es sabido que la infantería española ni pide cuartel ni lo concede.
Por eso, aquella mañana, no hubo piedad ni con el apuntador.
Avanzamos tintos en la sangre de aquellos desgraciados que empapaba las tablas de los muelles, la arena de las playas y el filo de nuestras picas y espadas hasta que entramos en la ciudad y le metimos fuego.

Todo eran gritos y llantos. Una locura de espadazos y saqueo. Toda la ciudad gemía estremecida mientras nos desparramábamos por dentro buscando botín para las enflaquecidas faltriqueras, sin dejar de matar y de morir, aunque en verdad, tras la sorpresa, a los mahometanos apenas les habían quedado ganas de pelear y sí de correr como alma que llevaba el diablo.

Sentado sobre la arena repasaba lo conseguido: una buena gumia que le quité a un sarraceno muerto, de los pocos que nos había plantado cara y unas monedas de oro con el careto del Turco.

A mi espalda la ciudad ardía mientras los nuestros comenzaban a reembarcar entre risas, pardieces y votos a tales. Como niños felices a los que, el gordo colorado de los herejes, les hubiese dejado ambrosías y regalos en Natividad.

Por el horizonte se acercaba una enorme fuerza enemiga. Jinetes que venían a todo galope para socorrer la ciudad más, ya era tarde para la Mahometa...
Allí no quedaban más que los muertos y la advertencia, ya de sobras conocida, de que España, a pesar de la debilidad, el acoso de sus muchos enemigos y la envidia del mundo entero, todavía era un león peligroso que asestaba zarpazos demoledores.

Embarqué casi el último, dejando atrás desolación y miedo, dando gracias a Dios por haber salido vivo y entero lo me permitiría volver a contemplar el siguiente amanecer y seguir peleando contra los muchos enemigos de aquella patria mía espanto de herejes y terror de sultanes...

Un anónimo soldado de los Tercios Embarcados en la costa de Berbería un verano de 1602...


Imagen: Hammamet (La Mahometa), en la actualidad.



















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