25 de Julio de 1797...
Playa de La Alameda. Tenerife, España.
Beach One: Sector: Nos van a dar la del pulpo...
El oleaje mecía la barcaza con virulencia haciendo que la madera emitiese crujidos y lamentos de leña quebrándose. ¡Croooookkkkk, craaackkkkk!
James Willians, segundo hijo de un pequeño comerciante de accesorios navales de la ciudad de Liverpool, se preguntaba la razón por la que se encontraba allí, a quinientos metros de una inexpugnable plaza española, sobre un endeble bote de madera vieja, bogando con los riñones pidiendo clemencia, los pulmones achicharrados, los pies empapados por el agua que se colaba por las junturas, la boca reseca por el miedo y la sal de los salpicones, y con el corazón bombeando hectolitros de sangre que, en unos minutos, podían regar aquella playa de arena negra que se destacaba a la izquierda de la mole del Castillo de San Cristóbal.
El plan parecía desesperado después de cuatro días intentando tomar la ciudad y chocando siempre contra la feroz y valerosa defensa de aquellos españoles que no eran, ni mucho menos, los cobardes que les habían pintado los oficiales.
Desde cada reducto, trinchera, playa y defensa hispana habían logrado detener todos los intentos del Capitán.
El pobre soltaba chispas británicas paseando por la popa de su navío intentando explicarse cómo, aquellos españoles a los que tan fácilmente había derrotado en San Vicente, resistían ahora como tigres de la India frente a sus infantes de marina, sus cañones y sus atrevidos y valientes intentos de desembarco.
Ahora estaba allí delante, en la proa de la barcaza en la que James remaba al compás de sus camaradas que, igual que él, miraban al Capitán, miraban la negrura de la playa que, con cada paletada estaba más cerca, y miraban con aprensión las sombras negras de los navíos españoles anclados en la bahía y la figura imponente de San Cristóbal recortándose contra la noche.
Después de los fracasos anteriores y, ahora con el Capitán al frente, nada podía salir mal... ¿o, no?,
se preguntaba el infante de marina Willians mientras remaba con las últimas fuerzas de sus brazos doloridos.
- ¡Anda que como tenga que sostener ahora el mosquete para apuntar, voy listo...! - se dice.
El soniquete de las olas contra los costados de las barcazas le recuerdan a tambores apagados que guían su avance. James se ve a sí mismo como a un soldado de Guillermo el Conquistador, la punta de lanza del Imperio, parte de la delgada línea roja.
Se siente orgulloso y seguro de sí y rema con más ahínco.
La playa está a doscientos metros...
De repente un funesto resplandor nace de uno de los oscuros costados del fuerte Paso Alto.
Las barcazas quedan inmovilizadas sobre el agua como conejos sorprendidos. Los remos permanecen inmóviles unos instantes, luego el estampido del cañonazo inunda los sentidos de todos y cada uno de los setecientos hombres que componen la fuerza de desembarco.
James siente como se diluye el heroísmo en su barriga y lo sustituye un sentimiento poderoso y arrollador.
Un pánico atroz a morirse, a quedarse sobre aquella playa oscura y fría.
Alguien grita:
- ¡Lest go... Go, go, go...!- La voz poderosa se impone por un momento por encima de la salva de artillería que se dispara desde el fuerte y, lo que es peor, mucho peor, desde los barcos anclados.
Los impactos empiezan a rodear las barcazas levantando sifones de agua helada que empapa a las fuerzas inglesas. Algunos aciertan de lleno en alguna embarcación decorando los sifones espumosos con el rojo de las entrañas.
La noche se convierte en un concierto de artillería española que destroza a los ingleses.
James Willians rema, ahora desesperado, encogido sobre las tablas mojadas, apretados los dientes, el cuerpo tenso y con los nervios a pique de estallar cada vez que cae un bombazo cerca o les acierta la bala de algún mosquetazo.
La playa está a veinticinco metros... Puede distinguir la espuma de las olas rompiendo mansas contra la arena que es negra como la boca de un pozo.
Por el rabillo del ojo cree ver, a su izquierda, una posición de artillería española que enfila directamente, su punto de desembarco.
Una última mirada a su alrededor y James constata, aterrorizado, que aquel día no tomarán tampoco la ciudad de Tenerife.
Todos los barcos, todas los cañones y todos los fusiles del mundo les apuntan.
Willians siente encallar la proa contra la arena y, justo cuando va a levantarse, llega el cañonazo. De metralla...
Apenas siente dolor. Solamente una quemazón que le recorre todo el cuerpo y la humedad de la sangre, propia y ajena, que le empapa.
Luego la caída contra la orilla, la boca llena de tierra salada, el pecho contra la arena y las piernas mecidas por las olas sin que pueda evitarlo.
Las voces que suenan delante suyo, procedentes de sombras rojizas y difusas, retumban lejanas en su cabeza pero suenan trágicas, doloridas y desoladas.
No llorarán por mí- se dice- ni por ése...- remata con amargura con sus ojos recuperando visión ante los restos de lo que fue un camarada que, como él, se mece con las olas sin poder evitarlo.
La diferencia es que del otro solamente queda medio cuerpo.
James Willians, infante de marina destinado en el Theseus recuerda a su Capitán, tan tieso y distinguido sobre la proa de la barca segundos antes del desastre.
Un golpe de mar inunda su boca y anega sus ojos. Sangra al toser y no puede moverse...
Definitivamente Juliet Dardford se tendrá que buscar otro pretendiente -piensa echándose a reír- sin embargo la risa provoca más dolor y más sangre que espuma en su boca.
Alrededor los cañonazos españoles no han cesado ni un momento. Aquellos Demonios del Mediodía no eran tan sencillos ni fáciles de conquistar, ¡no Señor, ni mucho menos...!
James Willians, segundo hijo de un humilde tratante de cuerdas de cáñamo, de tela para velas, de cecina en toneles, de clavos y pez para las reparaciones navales de la ciudad de Liverpool, mira cómo meten el cuerpo desmadejado del Capitán en uno de los pocos botes que han logrado llegar intactos a la orilla.
Lo llevan en volandas desmayado, blanco como la cera de las velas buenas y chorreando sangre como un puerco castrado.
Todos murmullan de dolor...
Nadie mira hacia donde él se ahoga y se desangra.
- ¡Cabrones...!
Una secuencia de cuatro olas consecutivas ocultan el cuerpo de James Willians, entre la espuma del mar resaltan el rojo de la casaca y el ocre desgastado de los cinturones de buen cuero de Cambridge.
A su alrededor, mecidos por las olas del Atlántico, otros cuerpos se bambolean inertes sobre la marea.
La batería de Santo Domingo sigue disparando metralla con el cañón que, los milicianos, han bautizado como: El Tigre.
El oficial observa los impactos que baten la playa y a los ingleses que inician la retirada dejando atrás a muchos caídos.
El Sargento, viejo veterano de mil batallas, que viste canas en la cabeza y en la barba mira admirado a su oficial:
- ¡Olé sus huevos, mi Teniente, gran idea traer al Tigre...!
Francisco Grandi se queda un momento mirando el boquete en el muro del que asoma, dispara, retrocede, lo enfrían, recargan y empujan para asomarse de nuevo por la improvisada tronera, el cañón de bronce que ordenó poner allí, batiendo la playa de la Alameda, en la que ahora caen destrozados los ingleses.
Grandi sonríe.
- No creo que Nelson piense lo mismo, mi Sargento...
Fin
Imagen: Grabado inglés sobre la batalla de Tenerife.
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