martes, 22 de noviembre de 2011

Y HORACIO PERDIÓ SU BRAZO...

El año mil setecientos noventa y siete comenzó muy bien para los ingleses.
En el Cabo de San Vicente vencieron a una parte de la flota española mientras los aliados gabachos miraban para otra parte.
Esta batalla es ampliamente conocida y estudiada en las Academias Navales del mundo entero. 

También es recordada por los hijos de la Pérfida como una de su más sonadas victorias contra los “Demonios del Mediodía”. O sea, nosotros.

La batalla sucedió en el mes de febrero y el Almirante Jervis, confiado y arrogante tras el varapalo recibido por los españoles, decidió que lo mejor era fondear su flota frente a Cádiz dispuesto a bloquear la bahía.
Pero en Cádiz estaba el gran marino José de Mazarredo
 que se inventaría el concepto de lancha-cañonera para desesperación y pavor de Jervis, de Nelson y de todos sus... Marineros.


Las cañoneras eran embarcaciones pequeñas, ágiles y armadas con un poderoso cañón de "a veinticuatro" en proa. 
Atacaban al amparo de la noche los navíos británicos provocando el desasosiego y el terror entre la marinería.
Noche sí y noche también las cañoneras batían a los ingleses sin dejarles pegar ojo, manteniendo en vilo a toda la flota y provocando que el canguelo se extendiese por cada junta y cada cuaderna de los navíos de Su Graciosa.
A Jervis no le quedó más remedio que envainársela y alejar sus barcos de la peligrosa costa gaditana con lo que el bloqueo se tornaría ineficaz y los mercantes españoles salían y entraban de puerto como Pedro por su casa.
Jervis se arrancaba, uno a uno, los pelillos de la nariz .

Horacio Nelson, que todavía no era más que un simple subordinado, aunque con justa fama de valiente y decidido ganada durante el combate en San Vicente, se veía incapaz de acabar con las cañoneras españolas.
La idea de Mazarredo era tan buena que hasta los mismos ingleses la copiarían unos años después. 

También, durante la campaña de Brest, los franceses organizaron una: 
“Flotille à l´espagnole”.

Entonces, para alegría de la flota inglesa que ya se veía regresando a casa sin un duro y más o menos con el rabo entre las piernas, recibieron la estupenda noticia de que los españoles desembarcaban sus tesoros americanos, en vista de que Cádiz estaba bajo bloqueo, en la hermosa Tenerife. 
Imaginando el oro y la plata brillando al sol de las Afortunadas al Almirante y a todos sus hijos de la gran... Bretaña, se le hacía la boca agua.
Así que ni corto ni perezoso el inglés le
encomendó la misión a Nelson de tomar la isla y, de paso, traerse los navíos cargados hasta las bordas de oro, de plata y de todo lo que pudiesen agarrar. 
El futuro vencedor de Abukir, con flema inglesa, ordenaría izar las velas y puso rumbo a las Islas Afortunadas. 

Nelson contemplaba su escuadra y navegaba segurísimo de la victoria. 

Llevaba bajo su mando varios navíos de setenta y cuatro cañones, fragatas, unas pocas balandras, muchas lanchas de desembarco y hasta un barco español que habían capturado, el "Rayo", que les sonará de la escuadra que se batiría algunos años después en Trafalgar.
Más de cuatro mil hombres componían la expedición, más de la mitad eran casacas rojas.

En la isla el Gobernador, Teniente General Gutiérrez, había recibido la noticia de los movimientos ingleses y preparaba las defensas.
Contaba el hombre con poco más de mil seiscientos combatientes y noventa cañones.
Encima, casi todos sus hombres pertenecían a las milicias locales que se habían sumado, con ardor, a los pocos centenares de soldados regulares y a un pequeño destacamento de la armada francesa al que le arribada de los ingleses les había pillado en la isla.

La noche del veintiuno de julio llegaron los ingleses a Tenerife.
De inmediato, ¿para qué esperar?, Nelson ordena a sus barcos desplegarse y atacar las defensas españolas.
Pero el mar picado, el desconocimiento total del terreno y la feroz respuesta que se hizo desde las posiciones españolas: 

¡Hello, Nelson, welcome! ¡Boum, boumm boummm...!- desbarataron el primer intento británico.

La mañana del veintidós las fragatas inglesas consiguieron alcanzar las playas y, entre espumarajos y berridos, lograron desembarcar a unos mil infantes de marina. 

Entonces, en perfecta y eficaz sincronía, desde el Fuerte de Paso Alto y desde cada una de las posiciones y trincheras españolas se abrió un horroroso fuego cruzado -que ríase usted del sector dog green de la playa Omaha- que resultaría demoledor y dejaría clavados a los casacas rojas sobre la arena ensangrentada de la playa de Valleseco.


Durante todo el día, y su correspondiente noche, los mil que habían desembarcado, y que ya eran muchos menos, recibieron sin descanso ni pausa el mortífero fuego de los cañones y los mosquetes españoles.
Nelson, en vista de lo visto, ordena que, los que quedaran con vida, se retirasen.


Horacio estaba que trinaba. 
Su elaborado plan había fracasando y decidió entonces que lo mejor era jugárselo todo a una última y valiente carta.

Elaboraría un arriesgado y audaz ataque frontal contra el puerto, pretendiendo desembarcar sus tropas y luego provocar tanto terror y espanto que los habitantes de Tenerife huyeran despavoridos.
Sin embargo, con lo que Nelson no contaba, era conque, los ciudadanos de Tenerife, lejos de huir, de correr o de esconderse, estaban todos en las murallas con un mosquete, un sable o una navaja en la mano. Esperando...

Al rayar el alba del día veinticinco de julio de mil setecientos noventa y siete -mal día habían escogido los ingleses para atacar a España, aunque Nelson, como buen hereje no creyese en aquellas cosas- las lanchas inglesas atestadas de infantería y protegidas por el cúter "Fox", navegaban en completo silencio hacia el puerto de Santa Cruz de Tenerife.
Solamente el chapaleo de los remos contra el agua rompía la quietud y el silencio de la mañana. 


A quinientos metros del puerto, con los barcos españoles a tiro de piedra, los ingleses aguantaban la respiración mientras los testículos se les encogían bajo los calzones marineros. No se oía un alma.
Y entonces...

Desde el navío: "San José" retumbó la voz de un centinela dando la alarma:


- ¡Los ingleses, los ingleses...!

De inmediato, con todas sus baterías, se abrió fuego desde el Fuerte de Paso Alto.
Los botes cargados de ingleses se desparramaron sobre el agua.
Muchos acabaron estrellándose contra las rocas afiladas, tres o cuatro consiguieron, a duras penas y rezándole mucho a San Jorge, alcanzar el embarcadero, pero casi todas caerían bajo el intenso cañoneo español que crecía y crecía en intensidad y eficacia al haberse sumado los cañones de los barcos anclados a la caza de barcazas atestadas de casacas rojas.

En uno de aquellos lanchones viajaba Horacio Nelson y, las cosas como son, iba el hombre a la cabeza de sus tropas dando ejemplo de valor y gallardía.
Fue allí, en Tenerife, donde empezaría a forjarse su leyenda. Comenzar a escribirla le costó un brazo. O medio...

Se cuenta que fue un proyectil del cañón bautizado como: “El Tigre”, el que hirió de mucha gravedad -y casi mata- al famoso marino británico. ¡Lástima!, unos centímetros más y nos hubiésemos ahorrado Trafalgar. 

A Horacio lo evacuaron de urgencia y muy grave, perdido el color, el brazo y la batalla.

Los infantes ingleses que habían logrado desembarcar después de corretear por todo Tenerife acosados y perseguidos por las milicias locales, consiguieron por los pelos refugiarse en el convento de Santo Domingo.
Los casacas rojas se vieron rodeados por una inmensa masa de gente enardecida que les enseñaba sogas, cuchillos y hacían el gesto de rebanarse el gaznate.
Los intentos de rescate por parte de sus camaradas chocaron una y otra vez contra la lúcida y eficaz defensa que había planteado el General Gutiérrez.

El Gobernador ordenó a sus soldados que se mantuviesen en continuo movimiento y, siendo menos famoso y reconocido, se adelantaría siempre a las intenciones y planes del afamado marino inglés, consiguiendo que Nelson y todos sus oficiales pensaran que combatían 
contra ocho o diez mil españoles -así lo dejaría escrito en sus memorias el famoso manco- ya que mil y pico isleños los consideraba pocos como para haber pagado un brazo. O medio.

También había perdido muchos hombres, muchas barcazas y un barco, el "Fox", que yacía en el fondo de la bahía cargado de mosquetes, de pólvora, de munición y de huesos de ingleses.

Al Capitán que mandaba el grupo asediado en el convento de Santo Domingo -viendo que allí no aparecía a rescatarlos ni James Bond- no le quedó más remedio que solicitar la rendición honrosa. El Gobernador, como buen hidalgo español, se la concedería.
Los ingleses se largaron desfilando hasta el embarcadero. 

Iban los pobres sudando a mares bajo los uniformes, por el calor que hacía y porque a su alrededor se apelotonaba una multitud que los miraba con odio infinito y rabia contenida.
Los casacas rojas que se marchaban resoplaban aliviados:

- ¡Glups, glups, de la que nos hemos librado, James…!
- ¡Ni que lo digas, Edward, ni que lo digas...!

De aquella manera, el día veinticinco de julio, festividad de Santiago, Patrón y Protector de España, perdió su brazo -o medio- el insigne y conocidísimo marinero inglés, Horacio Nelson.


Y es que se equivocó de día para atacar a los españoles.
Mira que tenía fechas en el calendario... El jodío.

A. Villegas Glez. 2011


Imagen: Cañón "Tigre". Museo Histórico-Militar de Canarias. Santa Cruz de Tenerife.



1 comentario:

  1. Creo que ningún día hubiera sido acertado para atacar a " aquellos Españoles ".

    Excelente............ como siempre !!!

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