Pensacola. La Florida.1781...
Mucho se ha dicho y escrito, muchos han dado sus versiones que, en lo básico, son correctas. Muchos han opinado sobre aquellas palabras que mi amo, don Bernardo, dijo aquel día mientras observaba como Irazabal, mantenía el navío con la proa mirando hacia La Habana y no hacia la entrada a Pensacola.
Es verdad que la bahía era un avispero de cañones ingleses apostados en Coloradas, es verdad que el navío almirante había tocado fondo y que hubo que tirar por la borda todo el lastre, algunos cañones y casi hasta al cocinero filipino que estaba gordo como un marrano extremeño para poder salir de la rada y que los ingleses, que por cierto no atinaban un cañonazo, hiciesen pedazos el flamante navío. Es verdad.
Yo recuerdo aquel día, como también recuerdo todos los que viví junto a él desde que había entrado a su servicio. Mi familia había servido a los Gálvez desde los tiempos de Mari-Castaña.
He de decir que don Bernardo nunca me trató como a un sirviente y sí como a un amigo y confidente ya que peleé a su lado contra los temibles y valientes indios Apaches, curé sus heridas al tiempo que las propias, sangré, sudé, bebí y amé al lado de aquel gran hombre al que la vida me había unido.
Así que a un servidor ni los cronistas ni los escribanos, ni los sesudos pueden decirme lo que sucedió ni, sobretodo, lo que se dijo.
Con Irazabal las cosas nunca habían sido amigables. A don Bernardo lo acusaban de arribista y de niño mimado del Rey, ya saben que la envidia es deporte nacional en España y que, si tienes padrinos- que don Bernardo tenía y no manco precisamente- todos tus logros y toda tu valía se pierde entre insinuaciones, acusaciones y cizañas plantadas, por supuesto, con nuestra mala leche nacional.
Así que se llevaba mejor con el timonel, los gavieros, los infantes de marina y hasta con los indios y negros libertos que con los que, en teoría, eran sus iguales.
Todos aquellos emperifollados oficiales que, a sus espaldas, rajaban de lo lindo mientras él peleaba por su Rey y su vieja patria.
Encima se había casado con un yogurcito criollo, viuda joven y hermosa a la que habían tirado los tejos todos y cada uno de los caballeros de Nueva Orleans sin que ella les hubiese hecho ni puñetero caso.
A don Bernardo, por guapo, simpático y valiente le había abierto la criolla su corazón. Y otras partes de su cuerpo.
Más envidia contra mi querido amigo.
Así que cuando el Rey le había nombrado Comandante General, a más de uno, y de dos, aquel nombramiento le había sentado como un pistoletazo.
Pero es que merecía el cargo...
Más después de haber echado a los ingleses del río Misisipi, haber hecho tratos con los rebeldes norteamericanos, a los que apoyaba sin esconderse y tomar a puros huevos la ciudad de Mobila tras una marcha agotadora entre manglares y pantanos y haber superado huracanes, temporales y demás obstáculos que se interpusieron en su camino.
Y así habíamos llegado hasta la capital de La Florida, arrebatada por los hijos de la Pérfida tras la última guerra contra Inglaterra y que era una espina que don Bernardo y todo español bien nacido, llevaba clavada en su corazón.
Ya les digo que la relación entre mi amo e Irazabal no eran buenas, más bien lo contrario.
Así que, aquel día de marzo, tras haber tomado la isla de Santa Rosa casi sin pegar un tiro y con los fuertes ingleses a tiro de piedra y la ciudad a dos pasos, va el Jefe de la escuadra y se niega a entrar en la rada alegando que no hay fondo, que se quedarán encallados y demás etcéteras...
- Que los barcos de la Armada no pueden quedar como patos ante los ingleses, decía, no sin razón, el marino.
- Que hay que entrar sí o sí, decía don Bernardo al que la indecisión de Irazabal erizaba los nervios.
Así estuvieron algunos días, cartita va y cartita viene, cada una más cargada de reproches e insultos que la anterior.
-Que si eres un creído y un mimado, Gálvez...
-Que si tienes más miedo que siete viejas, Irazabal...
Hasta que Don Bernardo de Gálvez y Madrid, harto de ver a los casacas rojas chotearse de los españoles desde las murallas, de los continuos ataques de sus aliados indios y de mirar el barómetro y al cielo esperando la tormenta, se sube en su barco, el Galveston, regalo por cierto de sus amigos yanquis, ordena poner proa a la rada, iza su enseña para que los ingleses la pudieran ver bien y les suelta a los demás oficiales de la flota española:
-¡Tengo los cojones como esta bala de a veinticuatro! El que los tenga igual... Que me siga...
No he de explicarles lo colorada que se les puso la cara a todos los capitanes de cada nave. Y más cuando vieron cómo, los cuatro barquitos de Nueva Orleans, bajo órdenes directas de don Bernardo, entran en la bahía a despecho del inglés y a puros huevos desalojan a los barcos enemigos, plantan pie a tierra con el malagueño delante de todos gritando como un poseso tras la bandera de su amada, vieja y vapuleada patria.
Los demás navíos, claro, visto lo visto, le fueron detrás. Excepto Irazabal que, echando espumarajos por la boca, pone rumbo a La Habana.
El asedio de Pensacola había empezado. Pero ésa es ya otra historia.
Un servidor debe dejarles pues don Bernardo se dispone a atacar Fuerte George...
Con dos balas de a veinticuatro... O sea... Con dos cojones.
Fermín del Palo.
Sirviente y amigo en La Florida, a punto de devolver la Provincia a nuestra amada España.
Imagen: Por España y por el Rey. Augusto Ferrer Dalmau.
Nuesdtra vieja y querida España.
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