Las palabras del muhecín recorrían las enardecidas filas mientras todos al tiempo le daban gracias a Dios. El murmullo de las miles de voces unidas iba subiendo en intensidad y en poco rato el éxtasis religioso electrizaba a todos y cada uno de los hombres que formaban el poderoso ejército de Abderramán II.
Desde las almenas del Castillo de Clavijo el rey de León contemplaba la escena mientras un escalofrío de certeza le recorría la espina dorsal.
Aquella misma mañana se había visto obligado a correr -o galopar- para poder salvar la vida.
Tras haber lanzado su órdago al rey moro negándose a pagar el llamado Tributo de las Cien Doncellas -cien cristianas vírgenes y hermosas que debían ser entregadas para solaz del Califa- había tenido que enfrentarse a un enorme, poderoso y muy bien pertrechado y organizado ejército que el mismísimo Abderramán dirigía en persona.
Al valiente rey leonés, ante la ola enorme de turbantes, saetas, alfanjes, lanzas y guerreros vociferantes que se abatieron como lobos hambrientos sobre sus escasas tropas, no le había quedado más remedio que refugiarse tras las murallas del castillo desde el que ahora contemplaba el campamento agareno.
A Ramiro de León se le encogían el corazón, el estómago y los testículos al pensar en que, al día siguiente, todo habría terminado, y que, cuando los moros acabasen con ellos tendrían a su merced el paso del río y las prósperas regiones cristianas que serían saqueadas y asoladas sin compasión.
La noche del veintidós de mayo del año ochocientos cincuenta y cinco, Ramiro se retira a su cámara para intentar dormir un poco antes de la batalla.
Mientras su paje personal le ayuda a despojarse de la armadura y de la cota de malla por la pequeña tronera que hay en el muro y que también sirve como ventana al mundo exterior, continuaban, como un mal agüero, escuchándose los rezos rítmicos y enardecidos de los mahometanos.
Ramiro de León, íntimamente, no podía hacer otra cosa que admirar aquella fe inquebrantable de la que hacían gala los sarracenos y también la estricta y férrea disciplina que los califas imponían a sus soldados y, sobretodo, a los nobles musulmanes:
- Mañana cenaremos con el Señor, así que prepara tu alma y reza esta noche a la Santísima Virgen para que te acoja en su seno- le dice el rey al hombre que le acerca la jofaina llena de agua.
Ramiro se fija en que el agua tiembla y hace olas anormales dentro del recipiente.
El paje del monarca, que no era, ni había sido nunca un hombre de armas, se había quedado lívido ante las palabras de su amo:
- Majestad... ¡Venceremos...! -dice el hombre sin convencimiento ni convicción alguna en la voz.
A fin de cuentas él será de los hombres que se quedarán dentro del castillo y si las cosas se tuercen siempre tendrá una oportunidad de poder escapar con vida.
- Dios te escuche, Pedro, Dios te escuche... - le contesta el rey mirándole muy fijo a los ojos, luego le da la terrible noticia:
- Mañana todos los hombres seréis soldados, incluido tú. Los sirvientes, cocineros, mozos de cuadra y demás estaréis con las filas de la infantería de reserva... Así que reza esta noche para que Dios nos ayude en la batalla...
Pedro vacía la jofaina del rey almenas abajo mientras reniega de su perra suerte:
¡A las filas de la infantería ni más ni menos!
El rey necesitaba carne de cañón y ni los más leales sirvientes, como lo era él, se iban a librar de la carnicería.
Nunca había sido un hombre valiente, ni nunca había querido entrar en levas ni formar parte de ningún ejército.
Su inmensa suerte, por la que daba gracias a Dios cada día, de haber entrado a servir en la Corte y de ahí, a servir al mismo Rey, había cambiado de golpe aquella luminosa noche de mayo.
Bajo los muros del castillo los moros seguían con sus rezos y sus cánticos guerreros, eran miles y al criado se le ponían los pelos de punta y un miedo atroz y frío inundaba sus tripas.
Quizás por aquella razón se clavó de rodillas contra el duro suelo de piedra de los adarves, para rezar con más devoción y más fe de lo que nunca antes lo había hecho en la vida:
- ¡Padre nuestro...!
En la cámara del rey un brillo sobrenatural le sobresalta.
Ramiro es un hombre valiente y cuajado pero aquello le desconcierta, no siente miedo alguno, tan solo una inmensa paz interior y una abrumadora sensación de tranquilidad y sosiego.
La intensa luz apenas le deja ver nada, solamente puede distinguir una tenue figura y escuchar la voz que es poderosa y vibrante:
- ¡Pelea con valor y vencerás! ¡Yo estaré a vuestro lado...!
Ramiro de León besa su crucifijo de plata maciza y le da gracias al cielo, pues no tiene ninguna duda sobre lo que acaba de suceder, ni se plantea preguntas a sí mismo sobre la naturaleza del extraño fenómeno que acaba de presenciar.
Sabe perfectamente quién le había hablado y en el corazón se le clava la certeza de que, al alba, los cristianos vencerán la batalla...
... Las espadas chocaban entre sí levantando chispazos ardientes que tajaban y cercenaban miembros, las lanzas se clavaban en los vientres de los hombres, las flechas surcaban el cielo a millares llenando el aire de silbidos mortales, los escudos se partían y las armaduras se quebraban mientras sobre la llanura de Clavijo los hombres se mataban los unos a los otros en un desquiciado revoltillo de gritos, sangre, polvo y mierda de caballo.
La batalla estaba resultando reñida y sangrienta. La inferioridad numérica de los cristianos, que peleaban como leones acosados, les llevaba, poco a poco, hacia el desastre.
Casi todos los soldados que habían formado en la infantería de reserva resultaron destrozados a lanzazos y pisoteados por los jinetes de la Caballería sarracena.
Ramiro de León, tinto en sangre, peleaba a la desesperada junto a su guardia personal, estaban rodeados de enemigos por los cuatro costados.
El paje del monarca, que no era, ni había sido nunca un hombre de armas, se había quedado lívido ante las palabras de su amo:
- Majestad... ¡Venceremos...! -dice el hombre sin convencimiento ni convicción alguna en la voz.
A fin de cuentas él será de los hombres que se quedarán dentro del castillo y si las cosas se tuercen siempre tendrá una oportunidad de poder escapar con vida.
- Dios te escuche, Pedro, Dios te escuche... - le contesta el rey mirándole muy fijo a los ojos, luego le da la terrible noticia:
- Mañana todos los hombres seréis soldados, incluido tú. Los sirvientes, cocineros, mozos de cuadra y demás estaréis con las filas de la infantería de reserva... Así que reza esta noche para que Dios nos ayude en la batalla...
Pedro vacía la jofaina del rey almenas abajo mientras reniega de su perra suerte:
¡A las filas de la infantería ni más ni menos!
El rey necesitaba carne de cañón y ni los más leales sirvientes, como lo era él, se iban a librar de la carnicería.
Nunca había sido un hombre valiente, ni nunca había querido entrar en levas ni formar parte de ningún ejército.
Su inmensa suerte, por la que daba gracias a Dios cada día, de haber entrado a servir en la Corte y de ahí, a servir al mismo Rey, había cambiado de golpe aquella luminosa noche de mayo.
Bajo los muros del castillo los moros seguían con sus rezos y sus cánticos guerreros, eran miles y al criado se le ponían los pelos de punta y un miedo atroz y frío inundaba sus tripas.
Quizás por aquella razón se clavó de rodillas contra el duro suelo de piedra de los adarves, para rezar con más devoción y más fe de lo que nunca antes lo había hecho en la vida:
- ¡Padre nuestro...!
En la cámara del rey un brillo sobrenatural le sobresalta.
Ramiro es un hombre valiente y cuajado pero aquello le desconcierta, no siente miedo alguno, tan solo una inmensa paz interior y una abrumadora sensación de tranquilidad y sosiego.
La intensa luz apenas le deja ver nada, solamente puede distinguir una tenue figura y escuchar la voz que es poderosa y vibrante:
- ¡Pelea con valor y vencerás! ¡Yo estaré a vuestro lado...!
Ramiro de León besa su crucifijo de plata maciza y le da gracias al cielo, pues no tiene ninguna duda sobre lo que acaba de suceder, ni se plantea preguntas a sí mismo sobre la naturaleza del extraño fenómeno que acaba de presenciar.
Sabe perfectamente quién le había hablado y en el corazón se le clava la certeza de que, al alba, los cristianos vencerán la batalla...
... Las espadas chocaban entre sí levantando chispazos ardientes que tajaban y cercenaban miembros, las lanzas se clavaban en los vientres de los hombres, las flechas surcaban el cielo a millares llenando el aire de silbidos mortales, los escudos se partían y las armaduras se quebraban mientras sobre la llanura de Clavijo los hombres se mataban los unos a los otros en un desquiciado revoltillo de gritos, sangre, polvo y mierda de caballo.
La batalla estaba resultando reñida y sangrienta. La inferioridad numérica de los cristianos, que peleaban como leones acosados, les llevaba, poco a poco, hacia el desastre.
Casi todos los soldados que habían formado en la infantería de reserva resultaron destrozados a lanzazos y pisoteados por los jinetes de la Caballería sarracena.
Ramiro de León, tinto en sangre, peleaba a la desesperada junto a su guardia personal, estaban rodeados de enemigos por los cuatro costados.
De repente, bañado en una luz sobrenatural, de entre las extenuadas filas cristianas aparece un caballero montado en un soberbio caballo blanco que carga, él solo, contra la masa de enemigos que rodean a Ramiro.
Para los agarenos aquel guerrero desconocido se convirtió en la peor de las pesadillas, en el demonio que se los llevaba al infierno mahometano.
Detrás del aquel caballero, Ramiro y todos sus soldados se lanzaron enardecidos a la carga...
La victoria cristiana en Clavijo resultó sorprendente y aplastante.
Miles de enemigos yacían desparramados por todo el campo de batalla mientras los que quedaban vivos huían en desbandada perseguidos por el incansable jinete del caballo blanco.
Tinto en sangre, sin resuello, con la armadura abollada y llena de refilones, uno de los hombres le pregunta al rey:
-¿Quién es ése valeroso caballero, majestad?
Entonces el Rey de León desmonta y se clava de rodillas en el suelo.
Para los agarenos aquel guerrero desconocido se convirtió en la peor de las pesadillas, en el demonio que se los llevaba al infierno mahometano.
Detrás del aquel caballero, Ramiro y todos sus soldados se lanzaron enardecidos a la carga...
La victoria cristiana en Clavijo resultó sorprendente y aplastante.
Miles de enemigos yacían desparramados por todo el campo de batalla mientras los que quedaban vivos huían en desbandada perseguidos por el incansable jinete del caballo blanco.
Tinto en sangre, sin resuello, con la armadura abollada y llena de refilones, uno de los hombres le pregunta al rey:
-¿Quién es ése valeroso caballero, majestad?
Entonces el Rey de León desmonta y se clava de rodillas en el suelo.
Todos sus caballeros le imitan y, cuando lo hacen, Ramiro les dice:
- Ese caballero que nos ha concedido hoy la victoria se llama Santiago y es el Santo Patrón y el Defensor de España...
- Ese caballero que nos ha concedido hoy la victoria se llama Santiago y es el Santo Patrón y el Defensor de España...
A.Villegas Glez. 2011
http://www.generalisimofranco.com/opinion01/055.htm
ResponderEliminarRamiro I gobernó León entre otra tierras pero su título es Rey de Asturias, nació en Oviedo y está enterrado en el Panteón de los Reyes de la Catedral de Oviedo.
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