miércoles, 14 de diciembre de 2011

AMBERES

Mucho han escrito los enemigos del Rey y de la Verdadera Fe sobre lo ocurrido en la villa de Amberes el año de mil quinientos setenta y seis.
La furia española y toda esa murga.

Y, si bien es cierto que al principio no quedó varón holandés, ni alemán, ni inglés, ni ningún otro que no rezara a la Santísima Virgen con la cabeza sobre el tronco, y que muchas mujeres fueron violentadas y casi todas las casas saqueadas, bien cierto es también que los herejes se lo habían ganado a pulso.


Además los que acudieron en nuestro auxilio llevaban sin oler un doblón desde que el Duque de Alba era Cabo.

Así que, háganse cargo.

En el mes de octubre los rebeldes metieron en la ciudad veinte mil infantes: holandeses, alemanes, ingleses y demás gentuza que desfilaron por las calles aplaudidos y jaleados por los habitantes que, a gritos, pedían las cabezas de los españoles que defendíamos el Castillo.
Arrojaban flores al paso de las tropas y las recatadas flamencas abrían sus corpiños como promesa de premio por la victoria.

En el Castillo nos mirábamos los unos a los otros sorprendidos del festival que habían montado los herejes y los ingleses llegaron gritando y berreando, los alemanes, más callados, venían detrás.
Imagínense a una turba 
enorme de enemigos intentando escalar los muros, imaginen los escopetazos, el humo, los miembros amputados, las tripas de uno por aquí, los sesos del otro por allá.
Los españoles gritando: ¡Cierra y Santiago!, dando cuchilladas como demonios y arrojando enemigos almenas abajo y recibiendo, claro está, nuestra ración de balazos y de puñaladas.

A muy pocas varas los confiados y enardecidos ciudadanos de Amberes miraban el espectáculo, comían golosinas y aplaudían fervorosamente cada vez que un cañonazo nos desbarataba a algún hombre. 
La mala leche, ya de por si natural entre nosotros, se tornó en un peligroso, negro y espeso odio que se pegaba a las tripas como el alquitrán.

Lo que ni los holandeses, ni nosotros, ni el mismo Papa se podía imaginar es que, a pocos kilómetros de allí, en la ciudad de Alost, mil seiscientos españoles se habían puesto en camino directos hacia Amberes, con la intención de romper el cerco al que nos tenían sometidos aquellos herejes hideputas.

Algo que resulta natural entre hijos de la misma patria se dirán vuestras mercedes, por supuesto, digo yo, pero lo especial del gesto viene porque los hombres que se habían levantado y agarrado sus armas dispuestos a ayudar a sus compatriotas, llevaban varias semanas amotinados y sin reconocer ni Bandera ni Tercio ni Rey. 
Flandes entero estaba a pique de caer en poder de los rebeldes pero aquellos hombres no habían movido un dedo. 
¡Pagas o Flandes al carajo...!, era su grito de guerra.

Sin embargo en cuanto se enteraron de que en el Castillo de Amberes resistíamos los soldados de Sancho Dávila y que estábamos a punto de ser vencidos, se pusieron en marcha llevando como Estandarte la Cruz y el Pendón de Nuestra Señora ya que, en lo formal, nadie había regresado a la disciplina del Rey y, en España, las formas eran una religión.

Desde el Castillo vimos el revuelo que se armaba por donde estaban apiñados los civiles, tan contentos esperando ver nuestras cabezas clavadas en una pica. 
Ya no se reían, en sus caras se leía ahora el miedo y el desconcierto.
El asalto de los ingleses queda paralizado bajo los muros:

-¿Qué es lo que se acerca por retaguardia, James?
-Parecen españoles, Edward, y parecen cabreados…

Una escopetada monumental inicia la desbandada general de la gente que miraba el espectáculo,todo se convierte de repente en gritos de pánico y carreras alocadas, mezclándose la sorpresa y el canguelo en un enorme caos.
Los ingleses que asaltaban los muros se ven sorprendidos entre dos fuegos.

Son los amotinados de Alost que, formados en cuadro y arrasándolo todo a su paso, han conseguido traspasar las líneas enemigas y llegar hasta las puertas de la Ciudadela.
Desde las murallas gritamos enardecidos viendo a los herejes huir despavoridos. 

Los bravos capitanes Julián Romero y Alonso de Vargas entran en el Castillo de Amberes tras haber atravesado las líneas enemigas a sangre y fuego.
Dávila, Vargas y Romero se abrazan en el Patio de Armas mientras los demás españoles gritamos de júbilo y de rabia.
En un rápido cónclave se decide que lo mejor es salir a combatir a las calles y morir de pie mejor que allí encerrados como ratas...

El resto pueden imaginarlo.

Los herejes lejos de luchar reculan y retroceden. Nadie se queda a defender a las de los corpiños.

Unos ingleses enrocados en el Ayuntamiento, cabezones, no quieren salir y los españoles le metemos fuego al edificio.
De uno a otro edificio el fuego se propaga con extrema rapidez. 


Y, qué quieren que les diga, allí de todo hubo.
 
Cada uno en su conciencia lleve lo que hiciere. 

Pero ya me explicaran vuestras mercedes cómo se derrota a un enemigo superior en número y armamento si no es peleando tan cruel y fieramente que al otro se le quiten las ganas de luchar. 
O, pregúntense, si ellos hubiesen ganado a cuántos de los que allí peleábamos en el Castillo nos hubiesen perdonado la vida.

Las flamencas ofrecían gustosas sus encantos a quién demostrase haber matado a un español, las tabernas invitaban a cerveza  a los ingleses, franceses y alemanes que estaban allí, tan sólo, para desjarretar españoles.
Luego lloriquean como niñas, que si la furia, que si la crueldad, que si el saqueo indiscriminado... 
Abrumados por la respuesta y escribiéndonos Leyendas Negras.

Olvidándose de recordar Badajoz o Córdoba. En dónde ellos se comportarían como bestias sanguinarias.
Los franceses lanzaban al mundo sus Derechos del Hombre y del Ciudadano mientras sus tropas saqueaban, robaban, violaban y mataban por toda Europa... 

Los ingleses expandieron su imperio a sangre y fuego...

Luego se quejan del Saco de Amberes, llevan siglos haciéndolo. 
Y nosotros tragando. ¡Es verdad, qué malos fuimos…!
Y mientras la vieja Furia perdida y acumulando polvo. Enterrada con paletadas de ingratitud y de olvido.

A. Villegas Glez. 2011

Imagen: Castillo de la Ciudadela de Amberes. Bélgica.


1 comentario:

  1. Tal y como lo cuenta, dan ganas de ir allí y continuar con lo que hicieron.

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