martes, 7 de febrero de 2012

VALDEPEÑAS 1808. ¡NO PASARÁN!

Mes de junio en La Mancha...
Hacía más calor que el que tiene que hacer en las calderas del averno y las tropas francesas, en su camino hacia Andalucía, solamente habían encontrado las miradas atravesadas de una población que los observaba con odio contenido.
Después de los sucesos del dos de mayo en Madrid todo el país hervía como una olla a punto de explotar.

Se habían creado Juntas de Defensa en cada ciudad, en cada pueblo y en cada aldea. 
De cada tres Correos o Enlaces uno se quedaba por el camino destripado contra una encina gracias a las partidas de guerrilleros que habían surgido como hongos -muy perjudiciales para la salud francesa- por toda le geografía española.

A pesar de todo los franceses se movían como si estuviesen en terreno conquistado: robando, matando, violando, profanando las iglesias y sordos ante el rechinar de dientes y ciegos ante los puños apretados de un pueblo que, por una vez y para desgracia de los gabachos, se había unido bajo el objetivo común de echar a los franceses de España.
Algunos oficiales y soldados, los más lúcidos, miraban a su alrededor y se estremecían.

Aquellos españoles de mirada atravesada, de navaja de siete palmos metida en la faja, con cara de mucha hambre y de mucho orgullo, no eran, ni mucho menos, como los italianos ni como los alemanes o los austriacos que se habían plegado, casi sin chistar, al dominio napoleónico.
Algunos miraban y veían, en aquellas caras sucias y hambrientas, algo más que miseria. Veían el fuego y la furia que ardían en el fondo de aquellos ojos oscuros que presagiaban que, aquellas llamas, los consumirían a todos.
El General Ligier-Belair no era de esos.

Por eso había rechazado con mucho desprecio y arrogancia a los representantes de la Junta de Valdepeñas que, hidalgos, habían cabalgado hasta el Camino de Madrid para advertir a los franceses de la espantosa carnicería a la que se enfrentaban si persistían en su empeño de querer atravesar una villa que se había declarado leal a Fernando.

Ligier estaba en Valdepeñas junto a sus quinientos y relucientes Coraceros porque le había llamado con urgencia y más miedo que gallardía, su compadre el General Roize.

Que le había contado con pelos y señales que, del flamante y recién estrenado almacén de Intendencia que la Grande Armée había montado en el pueblo de Santa Cruz de Mudela, un punto imprescindible y vital para el abastecimiento del ejército gabacho en su camino a Andalucía, no quedaban más que las brasas y que, los pocos soldados que habían sobrevivido, se dieron patadas en el culo hasta Manzanares con una turba de paisanos enloquecidos que los perseguía y que los iban degollando sin piedad según les daban caza.

Todo esto había sucedido el día cinco de junio, y ahora, al amanecer del día seis, la columna francesa ,con los quinientos Coraceros de Ligier, a los que se habían sumado doscientos cincuenta Dragones y más de trescientos soldados de Infantería, estaban desplegados sobre una loma que dominaba el pueblo de Valdepeñas.
Villa que atravesaba el Camino Real de Andalucía y que debían cruzar los franceses por fuerza
Valdepeñas tenía poco más de siete mil habitantes que vivían de la producción de vino. Era un pueblo pacífico hasta que llegaron los gabachos.

Los dos hombres que se alejaban, los dos emisarios de la Junta, son el “Cura Calao” y otro vecino apodado: “El Chaleco”.
Como en toda España aquella guerra será una guerra visceral en la que todo el mundo reaccionaría de la misma manera, desde Ferrol hasta Almería, desde Valencia hasta Badajoz.
Los que, con dolor de tripas y rabia contenida, orgullo herido y honor pisoteado, tomaron las armas y se echaron al monte, fuimos nosotros, el pueblo español.

El general francés, ante la heterogénea tropa de paisanos que tiene delante, armados con hoces, palos, trabucos viejos, escopetas de caza y aperos de labranza, ante las mujeres que se asomaban por las ventanas armadas con macetas y ollas humeantes de aceite o agua hirviendo, ante las pobres barricadas fabricadas con carros y paja, ante el ardor y el valor, ante las mandíbulas apretadas y los ojos chispeantes de aquellos desgraciados, no duda un instante y ordena el ataque inmediato:

¡Una buena rociada de plomo francés y listo...! -se dice a sí mismo el confiado Ligier.

Los soldados franceses se lanzan al asalto tocando las cornetas, los tambores y con las tricolores y las águilas al viento.
En el pueblo de Valdepeñas las campanas de todas y cada una de las iglesias empiezan a repicar:

- ¡¡¡¡Tolón, Tolón, Tolón...!!!

Los aguerridos franceses, vencedores de Europa entera, chocan de bruces contra la determinación de un pueblo.
A escopetazos, puñaladas, pedradas, mordiscos y patadas en los huevos, con un inmenso desprecio por el peligro y ningún miedo a la muerte, los habitantes de Valdepeñas logran rechazar el asalto del mejor ejército del Mundo. 
Tan feroz y brutal resulta la defensa que, de las primeras filas francesas, solamente consigue escapar con vida un tamborilero que regresa empapado en sangre, con los ojos llenos de imágenes espantosas y balbuceando palabras incomprensibles aterrado por lo que ha contemplado.

El general Ligier, ofuscado, ordena atacar a sus coraceros: 
- ¡Una carga de estas bestias apisonadoras y listo...! -se dice.

Pero no...

Todo el pueblo Valdepeñas está en las barricadas.
Las mujeres se habían organizado en grupos de defensa y hacían pedazos a los jinetes franceses desde las ventanas achicharrándolos con aceite hirviendo para luego arrojarse sobre ellos como leonas enfurecidas que los descuartizaban sin piedad.
Entre todas se destacaría la que llamaban, “La Galana”, que armada con una cachiporra de madera gruesa y nudosa machacaba cráneos gabachos como quien pisaba las uvas tras la vendimia.
La Galana se convirtió en la pesadilla de los franceses.
La carga de coraceros fue rechazada.

Ya que por el centro del pueblo los franceses no podían vencer la resistencia de los de las barricadas  que les enseñaban las navajas ensangrentadas, deciden que lo mejor será atacar por las calles laterales y meterle fuego a todas las casas que puedan.
Así a los que huyan de las llamas los podrán cazar como a conejos, o eso, al menos, es lo que piensan los franceses.

Porque la batalla se vuelve más encarnizada y más sanguinaria todavía y durante todo el día y parte de la noche se combate por todo Valdepeñas sin cuartel ni descanso, chocando los franceses, una vez tras otra, contra el muro inamovible en que se habían convertido los habitantes de Valdepeñas.

Después de muchas horas, con la madrugada teñida de sangre y rota por los mosquetazos, agotados los contendientes pactan un acuerdo de alto el fuego.
Los franceses no podrán cruzar Valdepeñas ni usar el Camino Real y tendrán que rodearlo, a cambio se les entregarán víveres y se atenderá a sus muchos heridos.

El acuerdo se cumplirá caballerosamente por ambas partes.

Cuando el General Ligier, cabizbajo sobre su montura, rodee con sus tropas Valdepeñas, queda el Camino Real a su izquierda -¡y sin poder cruzar, mon Dieu...!- casi todo el pueblo todavía arde como Troya y lo seguiría haciendo durante tres días.

Los combatientes españoles, negros de hollín y manchados de sangre contemplaban orgullosos la columna francesa mientras se alejaba vapuleada...

A mí me gusta imaginar, si es que en aquellos años hubiese estado inventada la fotografía a los invencibles soldados franceses, orgullo de su Emperador y de su patria, terror de Europa y vencedores de Austerlitz, alejándose cabizbajos y derrotados, con los heridos y mutilados cojeando al final de la columna arrastrando los vendajes ensangrentados sobre el polvo manchego.
Humillados, vencidos, machacados por unos pueblerinos en teoría indefensos y tras ellos el fuego y el humo que sale del pueblo que sigue ardiendo por los cuatro costados, los cascotes y los restos del combate que alfombran el suelo que pisan fuerte unos paisanos sucios de pólvora, sangre y sudor, impávidos, arrogantes y valientes que miran alejarse a los franceses.

Y, aunque resulte un anacronismo y nada tenga que ver una cosa con la otra, me imagino en esa hipotética foto, flameando con la brisa candente de La Mancha sobre las cabezas de aquellos heroicos compatriotas, una sabana pintarrajeada, agujereada de balazos y sucia de pólvora y sangre seca con el lema -gabacho por cierto- : “Ils ne passeront pas¡”

Un cartelón que podíamos haber colocado bien alto en los Pirineos para que nuestros vecinos se hubiesen enterado.
Así Napoleón Bonaparte se habría ahorrado los dolores y retortijones que le producían su famosa úlcera española.

A. Vilegas Glez. 2012

Imagen: Efigie de "La Galana" en Valdepeñas. España.



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