miércoles, 15 de febrero de 2012

LA GRAN EVASIÓN

Un sol pálido que apenas calienta, ilumina las viejas banderas que, enhiestas y ondeando al frío viento, están clavadas en la arena. Alrededor nueve mil españoles juran, sobre aquellas telas sagradas, que no pararán hasta llegar a su patria y morir en su suelo por su libertad y por su Rey.

Desde los barcos los ingleses contemplan boquiabiertos el espectáculo mientras se dan codazos unos a otros admirados, pues los españoles, que eran el enemigo hasta hace dos semanas, habían conquistado toda la isla, tomado un importante puerto y escapado de los franceses y los daneses delante de sus narices.

Porque resulta que, los que están
 alrededor de sus gloriosas banderas eran, hasta hace muy poco, aliados de Napoleón y los habían llevado allí para combatir contra los suecos y, de paso, apretar el dogal del bloqueo marítimo a los británicos.

Todo empezó el día que el todopoderoso Napoleón exigió a los Reyes
y a su favorito, Godoy, que le proporcionasen tropas españolas para la Campaña del Norte y los otros, claro, habían tragado sin rechistar.
De aquella manera conseguía el Emperador sacar a las mejores fuerzas militares que había en la península. 
Porque siempre lo había tenido muy claro Bonaparte con respecto a España.
Lo que no se esperaba fue la reacción, valiente y unánime, de aquel pueblo embrutecido y atrasado.

Así, usando las tropas hispanas destacadas en el ilusorio Reino de Etruria, más las que estaban de guarnición en Cataluña -¡qué casualidad, François...!- se creó un Cuerpo Expedicionario.
El mando recayó en el Capitán General de Cataluña, Pedro Caro y Sureda, más conocido por su título, Marqués de la Romana.
El Marqués era un hombre ilustrado, valiente soldado del Rey que había ascendido en el escalafón por méritos y conocimientos. 
Empezó su vida como marino bajo las órdenes de Churruca pero se cambió al Ejército cuando la Guerra de la Convención… 
Quería el Marqués oler la pólvora a ras de suelo.

Los quince mil españoles del Cuerpo Expedicionario fueron enviados de inmediato a Alemania.
En la ciudad de Manguncia a los españoles les pasan revista Maximiliano de Baviera y los Mariscales de Francia. 
Todos se quedan pasmados ante la marcialidad, disciplina y lúcida presentación que realizan las tropas españolas. 
El Rey bávaro, impresionado, le comenta al oído al General gabacho que tiene más próximo:

- A la vista de esta tropa se puede explicar uno las hazañas de Carlos V…

Al francés le vienen
a la memoria nombres como: Gravelinas, Garellano o Pavía y entonces traga saliva. 
Menos mal -piensa- que ahora: ils sont les alliés…

La División española se destacaría sobre todas las demás, incluidas las afamadas filas azules, por su arrojo y disciplina bajo el fuego durante el asedio de Stralsud en agosto de 1807.

Los franceses, que ya andaban ocupando Figueras, humillando al pueblo y metiendo tropas y más tropas en la adormilada España, deciden que, lo más prudente, es dispersar a aquellos peligrosos quince mil españoles que tienen a su lado.
Así las Unidades quedan aisladas las unas de las otras y diseminadas entre la Península de Jutlandia y las Islas de Fionia.
Rodeados de franceses y cada día más mosqueados.

Los quince mil españoles podían sentir, muy dentro de las tripas, que algo malo estaba sucediendo en casa y que ellos estaban allí riéndole las gracias a los gabachos.
El correo de los españoles se había retirado y hasta al mismo Marqués le negaban la correspondencia. Algo raro estaba sucediendo y no era nada bueno.
Entonces los acontecimientos se precipitaron.

Los franceses exigen, de muy malos modos, que los españoles de la División juren a un nuevo Rey de España, un tal José I, que llega para traer la prosperidad y la paz. 
Casualmente, es hermano de Napoleón.

En la región de Seeland los Regimientos de Asturias y de Guadalajara se niegan en redondo a jurar a nadie: ¿quién coño es ése gabacho...?, preguntaron, y al no recibir respuesta agarran los mosquetes se cepillan a los franceses y se ponen en marcha directos hacia Copenhague.
Pero, claro, todo el Ejército francés y todo el Ejército danés, al servicio de Napoleón, se les echa encima los rodean, desarman y cogen prisioneros.
Casi todos se pudrirán en campos de concentración de Alemania. Algunos cientos, enrolados en la Gran Armada, llegarán hasta Moscú.

En Jutlandia al sentirse engañados por el General Kindelán, que es tirando a afrancesado, la soldadesca le obliga a poner tierra de por medio para salvar la vida.

En las islas de Fionia y Langeland, durante el acto de juramento, mal necesario que el Marqués acepta solamente para llevar a cabo sus astutos planes, unos juran, otros no.
No se dan los vivas reglamentarios y la mayoría hace lo que casi todos los oficiales hacen, o sea, permanecer en silencio.
Los Zapadores, apartados de la formación, se han negado en redondo a participar y los Dragones de Almansa gritan desaforados: ¡Viva España! y ¡Muera Napoleón...!

El Regimiento de la Princesa se agrupa en masa alrededor de su bandera. 

De la formación se adelanta un Cabo que rígido y marcial le dice a su Comandante:

- ¡Mi General, mi Compañía no jura ni a José ni a ningún otro, tan sólo a esa Bandera…!

Los oficiales del Regimiento de Cataluña envian como emisario al Subteniente Fábregas que, jugándose las pelotas, roba una barca de pescadores y se lanza al mar en busca de los navíos ingleses.
En el barco Fábregas se encuentra con el enviado de la Junta de Galicia, desplazado a Dinamarca para negociar con los ingleses el reembarque de los españoles.

La Gran Evasión comenzaba a tomar forma.

Se escogió, como mejor punto de embarque, la Isla de Langeland y su puerto, Nyborg, que deberían ser asaltados y tomados a las bravas.

La noticia del levantamiento popular en Madrid y en toda España había corrido como la pólvora entre los distintos destacamentos. 

Así, la rabia y las ganas de ajustar cuentas inundaron quince mil barrigas españolas.

Los primeros en llegar a Langeland serían los del Regimiento Princesa, los Voluntarios de Barcelona, dos Escuadrones del Almansa y casi toda la artillería a caballo.
Atacaron sin miramientos el puerto y se desparramaron por toda la isla tomando el control de la misma. La gran evasión había empezado.

Gracias a la información que les proporciona el traidor Kindelán, que vendería sin empacho a sus camaradas, sería capturado, en el Estrecho de Belt, el Regimiento del Algarbe.
Muchos compatriotas morirían intentando vadear el paso. 

Por culpa de Kindelán se quedaban atrás cinco mil compatriotas prisioneros de los franceses.

Las tropas que más difícil lo tenían eran las que estaban estacionadas en la Península de Jutlandia.
Debían atravesar terrenos abruptos y boscosos rodeados de enemigos porque en la península danesa era donde más gabachos había desplegados.
Los Regimientos de Zamora, Del Rey y Del Infante recorrerían cien kilómetros en veintiuna horas peleando casi por cada metro de terreno.

Y lo consiguieron...
Llegarían justo a tiempo para el asalto final al puerto de Nyborg y resultaría decisiva su actuación en los combates.

Los últimos en escapar del cerco franco-danés y en conseguir llegar a la isla serían: los Dragones de Villaviciosa, el Batallón Ligero de Barcelona y el Batallón Ligero de Cataluña.

Nueve mil y pico españoles que se habían fugado ante las mismas narices del mejor ejército del mundo. 
¡Tócate las narices, Bonaparte!

El veintiuno de agosto de mil ochocientos ocho los hombres de la División la Romana embarcaban en barcos ingleses con rumbo a Santoña y Santander. 

Se tuvieron que dejar atrás los caballos pero se llevaban toda la artillería y todos los mosquetes. 
Además de las banderas orgullosas de su hazaña.

Dejaron atrás a unos enemigos admirados y boquiabiertos y a un pueblo, el danés, que les recordaría para siempre como aquellos soldados llegados del Sur, alegres, hidalgos y valientes.

Mientras Europa entera claudicaba ante Napoleón y todos le lamían las botas, los soldados españoles de Dinamarca le enseñaron lo que eran el valor y el amor por su patria.

El mismo Emperador, en sus memorias, recordaría a aquel pueblo pobre, atrasado, agarrado a sus cruces y a sus Reyes, como el que le había buscado la ruina:

- Maldita ulcera espagnola... - le decía a su biógrafo- ¡no veas como te revienta las tripas…!

El Emperador se coloca la mano en la panza, en aquella postura tan de que lo saquen en óleos, se palpa el estómago que le duele horrores:

- ¿Sabes, Les Casses...?

- ¿Ouí, mon Emperateur…?

- Antes de meterme en el avispero espagnol… ¡Tenía Europa agarrada por las pelotas…!

-¡Ouí, Sire…!

-... Y podía salir en los cuadros sin tener que ponerme la mano aquí…


A. Villegas Glez. 2012



Imagen: La División la Romana lista para el embarque. 1808


6 comentarios:

  1. Un grandísimo relato, me encanta, como todos los que te he leido.

    Te animo a seguir escribiendo.

    Un saludo amigo.

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  2. Precioso relato de un hehco histórico que es apnas conocido por la mayoría delos españoles.

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  3. Preciosa página de la historia de España que apenas es conocida ni se imparte en ningún curso lectivo.

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  4. Que tiempos aquellos en los que ser español estaba por encima de hambre y miseria, donde el amor a tu patria se llevaba con orgullo.
    Si estos valientes levantaran la cabeza... Que dirían?

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