En el
año 1242 la Corona de Aragón alcanzaba el río Segura en
su avance reconquistador y puso sus ojos
en el Mediterráneo.
A la
cabeza de las tropas aragonesas iban las temidas y admiradas tribus de indomables Almogávares.
Eran tropas ligeras de infantería que actúan agrupados en bandas o compañías
acaudilladas por un capitán, que suele ser el guerrero más valeroso, y que
mantiene una férrea disciplina entre sus hombres. Son
gentes que provienen de las serranías ibéricas y de los valles pirenaicos, en dónde
se habían ganado el derecho a subsistir guerreando a muerte contra los moros.
Los almogávares vivían de lo que saqueaban de los campamentos enemigos
tomados al asalto y arrasados y por eso jamás hacían prisioneros. Vencían o
morían.
Sus
armas eran una lanza corta, los dardos o azcones, que lanzaban con tal fuerza
que atravesaban los escudos del enemigo y el famoso y terrible chuzo. Con el
mismo y cara al enemigo solían golpear las rocas del suelo y así levantaban chispas
candentes de las piedras al tiempo que gritaban todos a una: ¡Desperta ferro!
Vistos
así al amanecer sobre una colina y corriendo como posesos hacia el
enemigo, debían causar y de hecho causaban, un tremendo pánico entre las tropas sarracenas.
De
ellos, de los moros, es de donde les viene el nombre: al- mugavir, que viene a
significar algo así como: “los que organizan algaradas…”, o sea los que montan
el cirio a la mínima.
En el
año mil doscientos ochenta y dos, el pueblo Güelfo pone en el trono de Sicilia al
pedante y creído gabacho Carlos de Anjou, entonces va el partido contrario y le pide
ayuda al poderoso rey de Aragón, Pedro Tercero, que sin dudar ni un segundo y agarrándose a los
derechos sucesorios que tiene su parienta sobre la isla, la invade, derrota severamente a los franceses y se
proclama soberano. ¡Con dos cojones!
Son las
llamadas “Vísperas Sicilianas” y es el
primer capítulo de la dilatada presencia española en Italia.
La
victoria del rey aragonés se logra, casi por completo, gracias a las invencibles
compañías de almogávares, que con sus chuzos habían destrozado a los franceses.
Acabada
la campaña siciliana y alcanzada la paz con los gabachos, al heredero del rey Pedro, Federico, se le
plantea ahora el problemón de que hacer
con los miles de almogávares que pululan por Sicilia, aburridos y de brazos
cruzados, buscando todos como locos algún francés al que degollar.
La
solución se la da Andrónico Segundo que es el Emperador de los bizantinos y que
tiene a un poderosísimo ejército turco a pocas jornadas de Constantinopla, dispuestos a tomarla y acabar con los cristianos. El menda le pide ayuda al líder almogávar,
Roger de Flor, que había sido a esas alturas, templario, cruzado y pirata. El arquetipo
de aventurero medieval.
De Flor
acepta el reto y acude con siete u ocho mil almogávares hasta Constantinopla, allí lo reciben como a un salvador y es nombrado Mega-Duque y no sé cuántos títulos
más, además de desposar a una sobrina,
jovencita y guapísima del Emperador.
Las
tropas almogávares pese a que están en inferioridad numérica, siempre se lanzan entre las
chispas de sus chuzos contra el enemigo, al que destrozan en cada
ocasión y consiguen liberar de los asedios a los que estaban sometidas las ciudades de
Filadelfa y Thira, después siguen
persiguiendo y matando turcos sin descanso por las cuatro esquinas de la Península de
Anatolia.
En
menos de un año los aguerridos almogávares, que siguen con sus viejas costumbres
de no hacer prisioneros, han causado pavor y han estremecido los cimientos del poderoso Imperio
Otomano. Los aragoneses se enseñorean
por las tierras del imperio saqueando sin compasión y arrasando todo lo que encuentran a su paso. Parece que nada pueda detenerles.
Los
turcos les salen al encuentro con un ejército de cuarenta mil hombres
muy cerca del monte Tauro y vienen dispuestos a aniquilar a los almogávares, a
no dejar ni uno vivo, a borrarlos de la faz de la tierra.
Pero de
nuevo el valor extremo y el desprecio por la muerte llevan a nuestros antiguos
compatriotas a derrotar de forma aplastante a los turcos, los pocos que logran sobrevivir huyen espantados de la terrible carnicería. Se cuenta que a la sombra del Monte Tauro los
chuzos almogávares pasaban más tiempo dentro de las tripas del enemigo que bajo
el sol otomano.
Es el
año mil trescientos cuatro y cuando Roger de Flor y sus tropas regresan a Constantinopla son
recibidos como héroes, a Roger le nombran ya hasta César.
Pero
también el poder y la fama que ostenta Roger le granjean peligrosos enemigos, uno
de ellos es el propio hijo del Emperador.
Una
noche invita a los principales caudillos almogávares a una opípara cena en la
ciudad de Adrianópolis, y allí los adula y los emborracha con mujeres y vino. Luego y casi sin poder defenderse son todos asesinados como perros. Roger el primero.
La
respuesta de los almogávares que lejos de llorar como plañideras o quedarse
desorientados por la falta de líderes, hará temblar al Mundo.
La
llamada “Venganza Catalana” tiñe de sangre Bizancio.
Ramón
Muntaner que por allí andaba el hombre a espadazos, explica la terrible degollina y
justifica el saqueo indiscriminado:
“Fue
hecha tan gran venganza, pues valía más morir peleando con honor que vivir en
deshonra”
Una
españolísima reacción aquella. La honra antes que la vida. Para que luego digan
algunos…
Andrónico Segundo, espantado por el cariz que están tomando los acontecimientos. ordena llamar a su
ejército y sale, muy chulo, al encuentro con aquellos salvajes que le estaban dejando el reino hecho una piltrafa.
De
nuevo los chuzos quedan ensangrentados y el flamante ejército bizantino
destrozado.
Los
almogávares con la inercia de la degollina entran en Grecia a
sangre y fuego y eso que van ya muy
mermados de caudillos y de guerreros, pero pareciese que cuanto más decrecía su
número más aumentaba su peligro.
De la
razzia por Grecia se escapan tan sólo los monasterios. Y gracias.
Entre escabechina y escabechina, los almogávares que quedan vivos forman el llamado Consell de
Doze y deciden que lo mejor para subsistir es ponerse al servicio de los barones francos que
controlaban el sur de Grecia desde los remotos tiempos de las Cruzadas.
Uno de
aquellos Barones, (que no debía ser muy listo), un tal Gualterio de Brienne, va al hombre y
se le ocurre traicionar a los almogávares y
dejar de pagarles su sueldo. ¡Gravísimo error, mesié!
Los
chuzos otra vez levantan chispas contra las piedras de Grecia y en una rápida
campaña, los almogávares aniquilan a las tropas de los francos, se cepillan a los barones, se pasan por la piedra a las viudas y fundan así los Ducados de Atenas y Neopatria.
Allí
seguirán estos apéndices de la Corona de Aragón, que es como decir, apéndices de España, hasta el siglo quince, cuando caiga Constantinopla y toda Grecia detrás, en manos turcas.
Estoy
seguro de que los últimos almogávares estarían allí cuando llegaron los turcos, de pie
sobre las rocas de los acantilados, golpeándolas con los chuzos, levantando
chispas y mirando arrogantes y valientes a la marea de sarracenos que tenían enfrente, sonrientes.
Y luego los imagino persignándose, poniéndose a bien con Dios para correr luego hacia el enemigo, saliendo por sus gargantas embravecidas aquel viejo grito, el mismo que habían dado sus
antepasados en los Mallos de Riglos:
¡¡¡Desperta
Ferro!!!
© A. Vilegas Glez.