martes, 10 de abril de 2012

EL VIEJO ALMIRANTE

La vía de agua era imparable, ya no había remedio, el barco se hundía…

El ganado, aterrorizado, mugía desquiciado en la bodega, conscientes las pobres bestias de que habían llegado al matadero un poco antes de lo previsto, la escora era tan pronunciada que provocaba que las vacas se apelotonasen a estribor en un irreconocible revoltillo de pezuñas, hocicos y enormes ojos desorbitados por el espanto.

El agua helada de la desembocadura del río Magdalena inundaba toda la sala de máquinas.

En el puente, tan inclinado que los hombres debían flexionar las rodillas para poder mantener el equilibrio, un marinero panameño, de la misma nacionalidad que el pabellón del barco y negro como el hollín de la chimenea, tiraba del brazo de su capitán, intentando que el hombre abandonase el barco y se pusiera a salvo en la última lancha salvavidas.

Pero el viejo con la gorra ladeada sobre la cabeza y un caliqueño metido entre los labios, sacudió desabrido la oscura mano que aferraba su antebrazo.
La expresión de su rostro era dura y áspera como una aduja de cabos marineros.
El panameño insistía, pero los ojos de su capitán eran como dos charcos de agua helada.
Igual que debían ser los que helaban sobre las losas de la plaza de su pueblo allá en España.
Aquella vieja tierra que había tenido que abandonar para siempre, aquella que amaba tanto que, cuando la recordaba, solo podía acabar con los fantasmas ahogándolos en ron jamaicano.

Porque, aunque hubiesen ganado ellos, el viejo marino hubiese tenido que irse igual. 
O quizá sus camaradas no le hubiesen dado la oportunidad, como a tantos otros.
Al menos los del otro bando lo habían dejado irse con vida, respetado y hasta admirado por sus compañeros marinos, cuando había rendido la isla de Menorca. 

Él jamás había entendido aquella estupidez de los bandos, de los colores enfrentados, de la sempiterna manía española de enfrentar las ideas a palos y no mediante la palabra.
Jamás había tomado partido por nadie, él solamente era un militar de vocación, un marino que amaba el mar y a la Armada.

El viejo capitán nunca se había callado ante nadie, por muy Secretario del Partido que fuese o por mucho poder que presumieran tener toda aquella turba de incompetentes, ignorantes, descreídos y golfos que medraban en el gobierno.
Por eso, a pesar de su gran valía como marino y militar, muy poco tiempo después de lograr su hazaña más sonada -mandar a pique el flamante Crucero “Baleares”- fue relegado a insustanciales y poco importantes labores de oficina y burocracia, atracado de mala manera en un rincón del ministerio y, encima, mal mirado por aquellos inútiles que no aguantarían ni una hora de servicio de serviola en un navío…

Al viejo marino el asunto del “Baleares” no le hacía sentirse bien en absoluto.

Aquellos marinos que navegaban en el barco, a pesar de la guerra que los consumía, al fin y al cabo eran españoles como él.
¿Y el barco…?, lo había podido ver en la grada mientras estaban construyéndolo junto su hermano el también Crucero “Canarias”. Y los dos habían sido unos barcos cojonudos.

Todo aquello le provocaba una pena profunda que se acumulaba dentro del alma salada del viejo marinero.

Sin embargo, como buen soldado, también sabía que así eran las cosas de la guerra. 
Unas veces se ganaba y otras se perdía.

Que se lo contasen si no a los doscientos marinos que iban abordo del Destructor “Almirante Antequera”, hundido por el “Canarias” en aguas del Estrecho apenas hubo empezado todo el follón y a él, Capitán de Fragata, le había pillado la cosa destinado en Cartagena ultimando los detalles de una ambiciosa expedición científica al Amazonas que planeaba la Armada.

Después se desataron la locura y la debacle. 
De nuevo los españoles nos dedicábamos a matarnos entre nosotros, a no dejar títere con cabeza, a destruir, a destrozar, a fusilar, a saquear, a arrasarlo todo y a todos…
Matándonos con saña en nombre de Dios, de la libertad, o por vaya usted a saber por qué…

Mientras el carguero se hundía lentamente en las negrura del río, la tripulación superviviente, a los que el viejo capitán había sacado casi a patadas del barco antes de encerrarse en el puente de mando, bogaban lentamente, empapados por la tormenta, hacia la orilla y la salvación.

Agarrado con fuerza a la caña del timón un marinero, negro como el hollín de la chimenea, lloraba desconsolado mientras contemplaba impotente, desolado y orgulloso de haber conocido a tan valiente capitán, cómo desaparecían bajo las aguas, tras un último relámpago de las luces que parecían gritar aterrorizadas ante la muerte inminente, las cristaleras del puente.

Dentro, aferrado al timón  durante su postrer travesía y mirando la muerte a la cara estaba el viejo marino.
Mientras al barco se lo tragaba el agua negra y revuelta de la desembocadura del río Magdalena, y las luces titilaban por última vez, el marino, mientras se ponía a bien con Dios, entonaba bajito la antigua plegaria marinera:


- ... Reina de los mares…

Fin

A. Villegas Glez. 2012

Dedicado a la memoria del Vicealmirante Don Luis González Ubieta.






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