miércoles, 13 de junio de 2012

DE BRIÓN NO SE PASA, CARALLO

Amanece el veinticinco de agosto del año mil ochocientos. El rapazuelo había salido de su humilde casa muy temprano, caminando la distancia hasta la costa y ahora, cuando el sol empezaba a iluminar los montes verdes y las aguas azules, estaba encaramado sobre los más peligrosos salientes, cuchillo en mano, despegando las lapas de las piedras y metiéndolas luego en su red, también atrapaba a los cangrejos que podía, que no eran muchos, ya que las piedras están repeladas y casi pulidas a causa de las cientos de hambrientas manos que rebuscan, cada mañana, entre sus recovecos. Hasta un saco de algas verdes le ha dicho madre que recoja y lleve a casa.
Y es que en El Ferrol, igual que en el resto de Galicia, igual que en el resto de España, el hambre, la miseria y el abandono son la rutina diaria, la costumbre enraizada y la tradición más vieja de ésta vieja tierra.
El pequeño contempla el amanecer extasiado cuando, de repente, unas velas, cientos de velas, aparecen por el horizonte.
Poco a poco el blanco escondido entre la bruma, deja paso al negro de los cascos y al rojo de los uniformes que pululan por las cubiertas. En los palos, la enseña francesa que ondeaba al viento es arriada y en su lugar se iza la bandera del peor enemigo de España, que viene muy dispuesto a hacer linda escabechina del El Ferrol y de los navíos españoles que están anclados en la ría.
Desde la atalaya del acantilado, el pequeño rapazuelo escucha clara como la luz del amanecer, la voz de alarma del vigía de guardia:

- ¡Vienen los ingleses, vienen los ingleses...!
2-

En la nave capitana de la Armada Real Inglesa, uno de los veinte poderosos navíos de guerra que dan escolta a ochenta y seis transportes de tropas, el contraalmirante Warren, comandante de la flota, ha invitado a un Jerez al general Pulteney, que es el jefe de las tropas de tierra. Los dos ríen y bromean muy seguros de su victoria sobre los sucios, cobardes y empobrecidos españoles, títeres ahora del todopoderoso Napoleón.

- Mire Pulteney, este papel es un boleto de una rifa que hacen los oficiales españoles de la Armada… ¡Para poder pintar sus barcos…!, ¡joujoujou…!

- Los haremos pedazos Warren… Más pobres que ratas de sentina son esos "spaniards"

- Ordene el desembarco inmediato que mañana estaremos brindando en el Arsenal de Ferrol, contemplando como arden los navíos enemigos…

- A la orden contraalmirante… ¡Y que San Jorge nos acompañe…!

- No nombre Santos, Pulteney, no vaya ser que se aparezca el Santiago ése y nos joda el invento… Vive por aquí cerca, ¿sabe...?

- No me diga que cree usted en ésas cosas…

- No, no, claro que no… Pero, por si acaso…


3

Los ingleses desembarcan diez mil efectivos en las playas de Doniños y de San Jorge, arrollando las débiles defensas costeras españolas. Los casacas rojas avanzan por las riberas sin encontrar oposición y empiezan a subir los montes que protegen Ferrol.
La arrogante columna roja avanza. Los ingleses ríen y se frotan las manos ante la fácil y provechosa victoria que les aguarda. Todos van pensando en las bodegas que vaciarán, en las mujeres que violarán y en los tesoros que robarán de las iglesias y las casas ferrolanas.

Ninguno se imagina la que se les viene encima.

Porque en El Ferrol los españoles han rebañado quinientos infantes de marina que estaban en dotación en los navíos allí anclados y que al mando del capitán Juan Bautista Topete, y acompañados además por decenas de paisanos armados con aperos de labranza, hachas, palos y las famosas navajas albaceteñas de siete palmos que los ingleses conocerán aquí antes que los gabachos, se han apostado en los altos de La Graña, esperando emboscados a los incautos ingleses que se acercan.
La noticia del desembarco enemigo había corrido como la pólvora por toda la región y de todos los pueblos acudían decenas de paisanos para unirse en la defensa de Ferrol.  El avispero gallego había sido removido y los bosques y los montes se empezaban a llenar de partidas de guerrilleros, mezcla de paisanos y de militares, que atacan sin piedad, allí donde los encontraban, a los perros ingleses.

En una humilde cabaña, un rapazuelo mira como su padre agarra la vieja escopeta y se mete la navaja en la faja. Está serio como pocas veces lo ha visto, tanto que da miedo verlo. Los vecinos habían venido a por él y sin decir ni pío, se había levantado y cogido su escopeta y su navaja. Y como él había hecho, cientos de hombres de la comarca lo habían hecho también. 
El niño los ve ahora en la puerta de casa, esperando a su padre, todos con la mirada resuelta y los ojos brillantes, todos sabiendo a dónde van y a lo que van, y aunque alguno , o todos, tengan miedo, ninguno lo demuestra. Y aquel grupo de hombres, de compatriotas dispuestos a morir por defender su suelo, hacen que el joven corazón del muchacho se estremezca de orgullo.

En Serrantes toman posiciones los Regimientos de Orense y de Guadalajara.
La noche se sucede entre combates fugaces y sangrientos, ataques letales que dejan a algún inglés degollado y al resto temblando como flanes entre la espesura del monte gallego. Los ingleses ven como se encienden cientos de fogatas en los cerros y cagaditos de miedo contemplan como la Santa Compaña desciende zigzagueante entre brumas y neblinas.
A pesar de ello, por la mañana, el ejército inglés está perfectamente formado y dispuesto para el combate. En disciplinadas filas los ingleses se ponen en movimiento. Delante de ellos hay una formación de españoles sin apenas fondo. 
Mientras en El Ferrol se están embarcando, en todo lo que flota, a todo aquel que pueda sostener un mosquete para que se una a la defensa. 
Los ingleses avanzan confiados, soldados expertos y veteranos que forman la famosa línea roja, que de delgada, según comprueban los españoles, no tiene nada en absoluto.

Entonces las disciplinas tropas inglesas contemplan patidifusas como una turba de españoles enloquecidos, pegando voces que espantan y blandiendo espadas, sables, navajas, palos, estacas y piedras, se les echa encima atacando sus filas con valor y descaro. Como perros rabiosos los españoles, sin importarles un pimiento su inferioridad numérica atacan al enemigo y lo clavan al terreno. Los ingleses no pueden creer que los estén venciendo, pero sí, James la del pulpo nos están dando.

Se consigue también rechazar el asalto inglés sobre el fuerte de San Felipe, en dónde los españoles, a toda prisa, están metiendo artillería y refuerzos.

Sin embargo los ingleses no son mancos y rehechos consiguen avanzar hasta La Graña. Allí el Batallón Inmemorial y las Milicias Reales, que habían llegado justo a tiempo para reforzar la línea española, combaten con tanto valor que los ingleses no pueden avanzar ni un metro más ante aquel muro infranqueable de redaños.
En el ala derecha, los Cazadores de Jubia  también consiguen detener en seco al enemigo. Los gallegos defienden como leones el camino hacia El Ferrol. Desde cada esquina, recoveco, matojo o árbol, aparece de repente un combatiente dispuesto a dejarse hacer filetes con tal de poder llevarse a un inglés por delante.

El desembarco y el bien urdido plan del arrogante Pulteney se está convirtiendo en un infierno para sus soldados y muchos empiezan ya a mirar hacia dónde están fondeadas sus naves.
El día veintiséis de agosto, el general Pulteney, con las plumas del sombrero chamuscadas de un trabucazo, los ojos desorbitados de odio y sorpresa, ofuscado por la numantina resistencia española, y ante la imposibilidad de meter sus barcos en la ría, pues están allí el Fuerte de San Felipe y las cañoneras, (¡malditas cañoneras!), que atacan y luego se esconden y no dejan que ningún barco inglés, se arrime a la entrada de la ría sin jugarse los aparejos.
Ordena el general inglés a cuatro mil de sus más escogidos soldados que ataquen y tomen el fuerte de San Felipe. Pero los adarves españoles se tornan inexpugnables. Los revellines, las caponeras, las aspilleras, las trinchera y los dos cañones de a veinticuatro, convierten cada asalto inglés en una carnicería, dejándolo todo perdido de tripas y de sesos de inglés repartidos aquí y allá…

Pulteney, consternado, ordena el reembarque.

Pero la pesadilla no ha terminado todavía, pues mientras los ingleses se retiran, desde los fuertes, desde las cañoneras, desde las piedras y los cerros, desde cada rincón, toda Galicia parece abatirse sobre los aterrados ingleses, que no ven la hora de llegar a los barcos, izar las velas y salir de aquel matadero en el que sus estirados oficiales les habían metido.
La flamante caballería inglesa será destrozada entre los montes, mientras se retiran, acosados y perseguidos por los hambrientos y miserables españoles, que comida y bastimentos no tendrían, pero orgullo, valor, y un par de huevos les sobraban a todos.

Es de noche y El Ferrol luce en fiestas y celebraciones, se puede ver a la última vela inglesa desapareciendo por el horizonte, mientras las campanas tocan alegres y la gente llorando se abrazan los unos a los otros.
Se les ve altivos y orgullosos, un punto arrogantes, fieros y manchados todos de sangre propia y enemiga. Alimentados con el néctar del heroísmo y con la ambrosía de la victoria.

El mismísimo Napoleón, en París, mientras le metía mano a Josefina, en mitad de una de sus cenas, y al enterarse del varapalo que le habían dado al inglés, que él odiaba casi tanto como nosotros, alzó su copa y brindó en honor de los:  
“Valerosos Ferrolanos”…
No se imaginaba la que ocho años después le caerían a él y a sus aguerridas y victoriosas tropas, cuando hollasen el suelo de aquella tierra ingrata, dura, desmemoriada y hambrienta.

Y así, un verano de hace doscientos y pico de años unos hombres y mujeres hambrientos, desamparados de un buen gobierno, dejados de la mano de Dios, abandonados a su triste suerte, empobrecidos y sin esperanzas, con los soldados sin cobrar las pagas desde hacía meses, con los cañones sin pólvora y con los fuertes sin cañones, defendieron su libertad y su honra, sus casas y la de sus vecinos, defendieron aquella esquinita de España, y la defendieron con uñas y dientes, pese a todo, sacrificándose muchos por el bien de los demás, por la honra de su suelo, poniendo su vida al servicio de su patria y de su bandera.

Y ninguno dudaba, ni luchaba más que por una razón y por una causa… Su tierra, la nuestra, la de todos: España.
¡Pardiez!, dos siglos después y yo les admiro, les recuerdo y les escribo, pues lo que más me hacen sentir, es envidia. Porque miro a mí alrededor y veo que de todo aquello, de todo aquel espíritu de patria, de aquella unidad invencible, de aquella conjunción nunca igualada, de aquel fuerte inexpugnable, tan sólo nos quedan diseminadas, destrozadas y convertidas en gravilla pisoteada, cuatro piedras a las que ya nadie hace el menor caso.
Y me retuerce y aprieta hasta ahogarme, el nudo que se hace en mi alma.

© A. Vilegas Glez.



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