sábado, 8 de septiembre de 2012

LA TRISTE HISTORIA DE JUAN MARTÍN



Cerca del pueblo de Castrilo de Duero en la provincia de Valladolid discurre el río Botijas, en sus aguas se forma muy comúnmente un cieno oscuro que los lugareños llaman pecina. A los ciudadanos de Castrillo, sus vecinos, con esa mala baba española tan nuestra y tan arraigada, les llamaban “empecinados”, que venía a ser sinónimo de sucio y descuidado…

Juan Martín, que había nacido en 1775 cambió el peyorativo significado de la palabra, de sucio pasó a ser sinónimo de valor y heroísmo, de tenacidad y de lucha sin cuartel contra los invasores de la patria.
También sinónimo de honradez e integridad, de no dejarse nunca comprar ni amedrentar, de morir `por tus ideas, sin traicionarlas, y hacerlo con la cabeza alta.

En 1808 Juan Martín vivía en paz en su pueblo, trabajando la tierra y amando cada noche a su joven esposa.
Era un joven veterano de La Guerra del Rosellón, a donde había acudido voluntario y donde se había distinguido por su arrojo ante el enemigo.
Tanta fama adquirió el joven y valiente soldado que el mismo general Ricardos lo nombró su ordenanza.

Luego el general murió en Madrid, esperando que el inútil de Godoy le recibiese, y la guerra se perdió y los soldados regresaron a casa, mientras en París, un tal Napoleón se iba quedando con el cotarro en Francia, y de paso, con Europa.

Un día, con los gabachos desparramados ya por toda España, con el boca a boca trayendo noticias escalofriantes desde Madrid, en Castrillo de Duero, unos franceses violan a una cría que apenas era mujer.

Juan Martín navaja en mano, reparte justicia entre aquellos desgraciados. De inmediato, junto a sus hermanos y algunos del pueblo se echa al monte en Partida…

No saben los franceses la bestia dormida que han despertado…

Al principio acude a reforzar al ejército que está desplegando sus fuerzas contra los franceses, pero la enemistad entre Cuesta y Blake hace que los españoles sean vapuleados en Medina y Cabezón de Pisuerga, parece que nada puede detener a los franceses.

Nada excepto el empecinamiento de un pueblo entero, desde Cádiz hasta Asturias, desde Finisterre hasta Gata…
Así las ciudades y el ejército, que se repone una vez y otra pese a las derrotas y el hambre, oponen férrea resistencia al enemigo.

Pero lo que acojona de verdad a los franceses son los guerrilleros… Como la partida de Juan Martín, que corta el vital enlace de comunicaciones entre Madrid y París.


Correos, enlaces y convoyes de alimentos y de municiones, y de dineros son asaltados una y otra vez. Cada curva del camino, cada loma, cada piedra, cada matojo cada grieta, puede contener dentro un combatiente español armado con lo que más pesadillas provoca en el soldado francés, la navaja albaceteña de siete muelles.

Juan Martín adquiere tanta fama y acosa y daña tanto al francés, que ponen a un general y su división al completo con el único objetivo de capturar al guerrillero que con su sola presencia hace que los pueblos enteros se rebelen y luchen y que su partida, sea la más numerosa y disciplinada que combate en España.

El general Hugo, padre del famoso gabacho Víctor Hugo, persigue y persigue sin descanso a Martín  y sus hombres, pero no logra siquiera verle la cola del caballo.
Al contrario, los ataques guerrilleros se redoblan.

Al francés no se le ocurre otra cosa que secuestrar a la anciana madre de Martín y condenarla a ser arcabuceada.
En respuesta los guerrilleros ponen a más de cien franceses contra el paredón y prometen que eso de hacer prisioneros se ha terminado.
Hasta ese momento, la partida de Martín, pese a las sarracinas y escabechinas propias del combate de partidas, ha respetado la vida de los que se rendían o pedían clemencia.

Hugo suelta a la madre del Empecinado al instante… Ya bastantes bestias y sanguinarios son estos, como para darles más motivos…

Por esas fechas La Regencia le nombra Capitán de Caballería por los méritos adquiridos.
Extiende su radio de acción a las provincias de Ávila y Salamanca, se hace el rey en Gredos, incluso campeará a sus anchas por Cuenca.

De nuevo por méritos de guerra, desde Cádiz le nombran Brigadier. Sus acciones de hostigamiento le llevan ya a Guadalajara y Madrid.
El general Hugo, que también era cabezoncillo el hombre, lo tienta con dineros y un puesto en el ejército de José I…
La respuesta del guerrillero es sencilla y rotunda. NO, le escribe al gabacho.
Hugo y otros generales franceses admiran íntimamente a este campesino convertido en general-soldado, que arrastra con su valor y ejemplo a sus paisanos.

En Siguenza, destroza a los coraceros franceses que venían de destruir el castillo, y hostiga a las tropas del general Davernet que bajan desde Soria.
 Al poco, mandando los Húsares de Guadalajara, pues ya su partida era parte fundamental del esfuerzo de guerra, asciende a general, y su superior Blake, le ordena que ataque Aragón y abra brecha en el costado francés.

La victoriosa campaña pasará a los anales de la guerra como “La Campaña del Empecinado” y le llevará a conquistar Calatayud, Daroca Y La Almunia de donde desaloja al enemigo.

Tan seguro se siente Martín de sus fuerzas que idea un plan para secuestrar o matar al rey José mientras este descansa en La Casa de Campo…

Pero las cosas se precipitan, Napoleón se embarca en su helado sueño ruso y en España, los ingleses, por fin, se deciden a atacar y a poner toda la carne en el asador, tras tres años tomando oporto y jugando a las cartas en Portugal.
Total los que mueren son los spaniards…

Tras los Arapiles el rey José sale corriendo de Madrid llevándose hasta el agua de los floreros y en seguida entran las tropas españolas en la capital.
Juan Martín es de los primeros, aclamado por el pueblo y regado con pétalos de rosas y besado por las más hermosas mozas.
España ama al Empecinado y él ama a su pueblo, él pertenece al pueblo, él es el pueblo…

Después se libera Guadalajara, tras durísima lucha con los suizos de Preux y en cadena el resto de España…
El rey Fernando regresa en 1815…

Juan Martín se presenta ante su rey y le pide que se acate La Constitución y que se convoquen Cortes…Pero Fernando tiene otras ideas en la cabeza.
El felón lo destierra a Valladolid… Y se instaura el absolutismo más férreo…

Los españoles se dividen, se quiebran… Liberales y absolutistas, aunque a pesar de lo que quieran hacernos creer nada tenían que ver con los rojos y azules de un siglo después, si bien es cierto, que aquí fue donde plantamos la semilla del odio y el rencor, del fanatismo de todos, de la mala leche multiplicada de muchos, de la bajeza moral de algunos y de la inutilidad enraizada y la ineptitud endémica…

En 1820 el pronunciamiento del general Riego, que, ojo, no luchaba por una república socialista-anarquista, sino por un régimen constitucional y moderno, más parecido al que tenemos hoy que a la república del treinta y uno, obliga al rey felón a jurar La Constitución y a convocar Cortes…
Será el Trienio Liberal…

Los Cien Mil Hijos de San Luis, más gabachos pululando por nuestra tierra, arrogantes y crueles, saqueadores y ladrones, que despreciaban tanto a los liberales como a los realistas, llegan y restauran el absolutismo atroz del rey inútil que teníamos en España.
Lo más incomprensible de todo es que había gente que gritaba por las calles ¡Vivan las Cadenas!... Y se quedaban tan frescos…

Juan Martín luchará por sus ideales liberales hasta el último momento, siendo el último en salir de Valladolid y en pasar la raya de Portugal, donde se exilia en 1823.

Engañado con falsas promesas, creyéndose a salvo por la amnistía que el rey había promulgado y perseguido por los espías realistas, es localizado y capturado en Olmos de Peñafiel en 1824…

Su proceso será una farsa, y a tan gran hombre lo encerrarán en una jaula en la plaza de Nava de Roa, donde recibirá la humillación de un pueblo desagradecido y vil, un pueblo que lo había ensalzado como héroe hacía unos pocos años, un pueblo que él había defendido, y defendía con el valor indomable de su corazón.

Allí le arrojaban excrementos, le escupían, los niños le martirizaban, las mujeres se reían de él, los hombres le pegaban…

Allí nuestra vergüenza nacional adquirió tintes épicos. Allí en aquella plaza de Roa, demostramos lo que somos, o lo que podemos llegar a ser…
Despreciables estúpidos que desmemoriados humillamos  a quién hemos de ensalzar y protegemos a quién debemos pisotear.

El día de agosto elegido para ahorcar a Juan Martín, pues ni siquiera el honor de ser fusilado le concedieron, la plaza estaba llena de gente, gritando contra el héroe, arrojándole tomates y patatas podridas.

Juan Martín en sobrehumano esfuerzo, se desató las ligaduras y echó mano al sable de uno de sus guardianes, se trabó con él y los soldados de guardia, entre los gritos de la multitud, las carreras y Juan Martín allí repartiendo hostias, le arrean unos bayonetazos para que se esté quietecito.

Y así, quietecito, amarrados los brazos al cuerpo con gruesa maroma, que chorreaba sangre, los españoles ahorcamos a nuestro héroe de La Independencia, a nuestro guerrillero más famoso.

A aquel hombre honrado que solo quería ser labrador y no le dejaron, que solo quería la paz y la prosperidad para su tierra y se la negaron, que solo quería que aquel rey felón y cobarde, aceptara su juramento como él mismo había hecho.

Y así acaba la historia de Juan Martín, ya les dije que era triste, tanto que te deja dentro el amargo sabor de la vergüenza, que hace que las tripas se retuerzan y la cabeza se pregunte la razón que nos lleva a cometer semejantes barbaridades.

Y por más que te preguntas no hayas respuestas….Nadie sabe, nadie contesta…

LOS TEMIDOS DRAGONES DE CUERA

La frontera del norte del Virreinato de Nueva España abarcaba desde La Florida hasta California y se extendía más de tres mil kilómetros. 
Al norte de aquella frontera del Imperio Español habitaban las tribus nómadas que se harían famosas algunos años después gracias al cine: Mescaleros, Chiricahuas, Navajos, Apaches y Comanches.

Las 
despiadadas incursiones que periódicamente realizaban aquellas tribus contra los asentamientos españoles del sur de la frontera obligaron a que se tuviesen que construir, como en Berbería, una serie de fortificaciones con torres artilladas. 

Se les llamarían “Presidios”, igual que se nombraron las plazas españolas en el norte de África, tan lejanas las unas de las otras pero que compartían Bandera y Rey-
Que parece mentira que con los pocos que éramos los españoles nos desparramásemos por el Mundo de la manera que en que lo hicimos.

Algunos de estos Presidios llevaron nombres que les sonarán mucho: Tucson, Santa Fe, San Francisco o San Antonio de Béjar- el pueblito en el que está el famoso fuerte de El Álamo y que no era -ni más ni menos- que los viejos restos de uno de aquellos presidios españoles y una iglesia jesuita, que fueron los principales impulsores de la extraordinaria aventura que significaría la colonización del norte de la Nueva España.

Todos aquellos asentamientos estaban defendidos por una unidad del Ejército Español ahora olvidada y llena de polvo, del mismo polvo amarillo del que se impregnaron en aquella lejana tierra.
Sin Laureadas ni medallas colectivas y apenas recordados por la desmemoriada España.

Y eso a pesar de que, desde finales del siglo dieciséis hasta el año 1821, en el que los mexicanos decidieron independizarse y seguir su propio camino, la Unidad defendería eficazmente tan extensa frontera sin contar con apenas recursos, cumpliendo como los mejores y ganándose el respeto de los bravos guerreros indígenas.
Impávidos sobre sus monturas lo harían tan bien, tan bravos que entre las tribus indias pronto no temieron más que a dos cosas: a sus dioses o a un soldado presidial arremetiendo contra ellos con su espada ancha y su cara de pocos amigos.

A la unidad  se la conocería como: Dragones de Cuera.

Y en aquella frontera salvaje de Nueva España pelearían sin descanso contra indios hostiles, franceses, ingleses, yanquis y contra todo aquel que pretendiese apropiarse de unas tierras que eran de España.

Los Dragones patrullaban la frontera y defendían los asentamientos que eran muy frecuentemente atacados por los indios.
En los Presidios muy pronto las cosas empezarían a funcionar muy bien. Plantaron huertos y árboles frutales, tenían ganado y caballos, se alentaba el comercio y había prosperidad.

La denominación “ Dragones de Cuera”, el nombre oficial era el de “Tropas Presidiales”, se debía al abrigo largo, sin mangas, fabricado de buen cuero con varias capas de grosor que los soldados usaban sobre la ropa para protegerse el cuerpo de las flechas o de las cuchilladas del enemigo.

Sus armas predilectas eran la lanza larga o una escopeta de calibre muy grueso que muchos soldados, debido a lo complejo y lento de la recarga, cambiarían por el eficaz arco y flechas que usaban los indígenas. Una espada ancha, la daga y una rodela, que todos embellecían con el Escudo de España y algún otro motivo local.
Sobre la bandolera solían llevar bordado el nombre del Presidio en e que estaban destinados.
Cada hombre debía tener varias monturas además de un mulo, ya que cuando salían de patrulla lo más normal del mundo era tener que pegarse grandes cabalgadas en persecución del enemigo. Así que loe pobres caballos acababan reventando cada pocos meses y había que tener repuesto. 
Pasaban así los días y las noches al raso del desierto buscando al enemigo, días y noches defendiendo sus vidas y las de sus familias, días y noches al filo de la espada, a pique de perder la cabellera, días y noches de morir y de matar. 
Así transcurría la vida para aquellos valientes y endurecidos compatriotas que dejan a John Wayne a la altura del betún… 
¡Qué sabrá ése quienes eran los Apaches! 

La unidad adquirió la justa fama de ser dura y valerosa en el combate. Eran todos expertos guerrilleros y como españoles allí nacidos aguantaban perfectamente lo extremo del clima y aquel paisaje de extraña belleza cuajado de pedruscos, tierra reseca y matojos espinosos.
Los Dragones solían firmar un compromiso por diez años de servicio. ¿Dices tú de mili...?  

Con el transcurso del tiempo casi todos sus componentes serían nacidos en Nueva España, perfectos conocedores del terreno, del enemigo y que defendían una tierra que sentían como suya, hija de aquella otra que estaba allende el Océano.
Defendieron con valor cada centímetro de terreno propio, dejándose la piel y el corazón por el Escudo bordado que llevaban en sus rodelas.

Morirían con las botas puestas en Nebraska, cuando Pedro Villasur y cuarenta y cinco dragones sucumbieron ante una masa de cientos y cientos de guerreros Pawnes -los malos de El Último Mohicano- y de gabachos que les apoyaban y les habían vendido mosquetes.
Muerto el Capitán los dragones formaron un círculo alrededor de su cuerpo y allí acabaron aquellos valientes dando cuchilladas y escopetazos hasta el final.
 

Aquella sería la única derrota seria de los Dragones. 
Y de nada sirvió ya que, muy pocos años después, Juan Bautista Anza, un afamado capitán de los Dragones, derrotaría a los indios hasta obligarlos a firmar acuerdos de paz o morir peleando.

Ellos solos defendieron aquella tierra lejana y polvorienta, aquella esquina del Imperio. Y tan bien lo hicieron que en todo el tiempo que los Dragones defendieron el territorio no se perdió ni un centímetro de suelo y los enemigos de España jamás lograron hacer retroceder a aquellos jinetes renegridos por el sol mexicano que mientras se lanzaban a la carga gritaban:

- ¡Santiago!, ¡España…!

Los hombres-magia de las tribus indias contaban entre susurros, para no despertar a tan fiero guerrero, que el tótem Santiago, que protegía a los Dragones, resultaba temible y poderoso y que era mejor correr a esconderse cuando los españoles lo llamaban.
Lo malo era que ante los Dragones de Cuera pocos lugares donde esconderse podían encontrar.

Hoy en día el espíritu de los Dragones de Cuera sigue vivo. 
En Sonora, México, siguen cabalgando hombres vestidos con la cuera, rememorando su estirpe y sintiéndose orgullosos de ser descendientes de aquellos hombres que un día, mucho antes que los pistoleros yanquis, galoparon por aquella tierra llevando dibujado en su rodela el Escudo de su lejana patria. 
El emblema de la vieja España.

A. Villegas Glez. 2012
Imagen: Dragón de Cuera.



TENAZ COMO UNA MULA

La llamaremos “Lucera”, que es un nombre apropiado para una acémila de unos cinco años, edad que tenía cuando se la llevaron en aquel barco que tanto se movía, desde su tranquila cuadra del cuartel hasta aquel sitio del que le hablaban los acemileros y que provocaba terror en bestias y hombres. 
África.

Pronto aprendió que el miedo no era baladí. En aquella tierra reseca en la que la yerba tenía pinchos y las piedras se clavaban en las pezuñas, la muerte podía sorprenderle a uno en cualquier instante.

Y si eras una mula cargada de municiones- ¡cómo pesaban las condenadas!- eras, además, objetivo prioritario.
Los moros tiraban y tiraban bien y muchas amigas suyas habían muerto acribilladas a tiros, para luego ir derechas a la olla del puchero.
Lucera, desde el principio, se juró a sí misma que ella no moriría de aquella manera ni que sus huesos servirían para hacer caldo.
Se lo iban a poner muy difícil.

Poco después de llegar a Melilla, cargada como lo que era, como una mula, la enviaron en un estirado convoy, junto con otras miles de congéneres suyas, hasta una posición llamada Annual.

A Lucera el campamento de tiendas cónicas y cientos de hombres con cara de susto no le inspiró demasiada confianza pero al menos aquel era un campamento grande, en dónde no le faltarían ni el agua ni la comida.

Los primeros días estuvo tranquila, el lomo bien cuidado por Paco, su acemilero, que la trataba como a la hija que había dejado en España. 

El hombre la cepillaba, la lavaba, la llevaba a abrevar al riachuelo de agua fresca y le hablaba siempre con cariño.
Lucera lo quería, de todos los hombres que permitía que se le acercasen- que no eran demasiados- Paco era el que más quería.

Un día llegó el soldado cabizbajo y con las manos temblándole. 

Lucera gimió como al hombre le gustaba que hiciese. Pero Paco lloraba, y mientras le ponía el bocado y los arneses le contaba lo que pasaba.

- Subimos a Igueriben Lucera bonita… ¡A Igueriben!... ¡Que Dios nos proteja!, sobretodo a tí pequeña, sobretodo a tí…

El alma -porque los animales la tienen- se le vino a los pies a Lucera. ¡Igueriben…!, de allí no había vuelto mula con vida. Su suerte estaba echada.
Pero, como buena mula de Intendencia, su espíritu de servicio y de sacrificio por los demás, pese a su miedo y su terror, pese a saber que aquella era una misión suicida -y más para una mula- relinchaba enseñando los enormes dientes, sonriendo a su Paco.

- ¡Qué valiente eres Lucera...!

Fuera de las cuadras todo era caos y descontrol, con las mulas nerviosas cargadas hasta arriba de municiones para las piezas y los fusiles, de comida, medicamentos y sobretodo de cubas de agua fresca.


Hasta que llega el Sargento Rodríguez y pone firmes a mulas y a hombres. 
¡Setenta y siete animales cargados y treinta hombres listos para la marcha!
Esto le grita el Sargento al Alférez Ruiz cuando le da las novedades.

Lucera lleva al lomo dos cajas de cartuchos de fusil más el acordeón de Paco, cacharro que la pone de los nervios cuando resopla y chirría sobre su lomo, pero que el hombre no abandona jamás, así que ahí está el artefacto con más dientes que ella y soltando chirridos.

A su lado se ponen las mulas pijas de la Artillería, con sus cajas de pepinos y espoletas que ni siquiera la miran.
¡Bah!, se dice Lucera, con ésa carga que lleváis sois como un bombón para los moros.


Alguien grita y se ponen de inmediato en marcha… 
Todo está tranquilo y no corre gota de aire, todo permanece en quietud y calma, solamente se escuchan las chicharras cantando como locas cuando de repente suena el primer tiro y el infierno se desata sobre el convoy.

Las balas silban por todas partes, chasquean contra la carne, destrozan huesos y rebotan contra las piedras.
Los hombres gritan, las mulas chillan enloquecidas mientras caen las primeras destrozadas a tiros y caen también acribillados los hombres junto a ellas.

El denso polvo impide ver y respirar, Lucera siente la mano de Paco sobre la rienda, pasan veloces a su lado unos jinetes con los sables en la mano, los caballos bufando y soltando babas, los ojos desquiciados, algunos son alcanzados por los disparos y caen y ruedan y ruedan llevándose por delante todo lo que encuentran en su camino.

La locura se extiende por la subida polvorienta, Lucera de repente siente la rienda suelta, mira hacia abajo y allí está Paco con la cabeza reventada de un tiro. 

Entonces suelta un rebuzno dolorido y se queda un instante desorientada, para después seguir a la masa de mulas que van derechas hacia la entrada de la posición, pero a medio camino contempla horrorizada como acribillan a sus amigas, “Suertuda” y “Valerosa”, se detiene en seco…
Ella no, ella no morirá allí… 
Así que corre, como jamás había corrido alejándose lo más que puede del combate.
Corre y corre sin parar con el acordeón, que el pobre Paco ya no volverá a tocar jamás, soltando lúgubres notas que se unen a los gritos de miles de hombres que se están matando
 y de sus pobres congéneres que llevan el mismo camino.

Desde una loma contempla como a las compañeras que habían sobrevivido a la subida, las pocas que habían logrado llegar hasta la posición, van y las dejan entre el parapeto y la alambrada a merced de los rifeños. 
A todas las cosen a tiros en minutos.
Lucera se alegra mucho de haber tomado la decisión correcta, pero ahora está sola y herida, puede sentir los dos aguijonazos que se le han clavado en el culo y dos más que- gracias al Dios de las mulas y al dichoso acordeón, que se había llevado la peor parte -en mitad del lomo.

La sed la atormenta mientras su instinto la lleva hacia un lugar que le resulta familiar. Camina y camina entre barrancas, siempre adelante y sin perder su carga.

Por la mañana y casi al límite de sus fuerzas consigue llegar al campamento de Annual, herida y sucia de sangre y de polvo, con las pezuñas ensangrentadas y muerta de sed.

Es el día veintiuno de julio…

Lucera, limpia y curada con la barriga llena de agua y de alfalfa, incluso un azucarillo que le habían dado -por valiente  le dijo el acemilero- está en su cuadra tranquila y agradeciendo su buena suerte.

- Menos mal, casi me muero… Otra como esta y no lo cuento…

De madrugada, ya casi amaneciendo, se empiezan a escuchar los tiros y los gritos…

¡Los moros, los moros...!

¡No puede ser!- piensa Lucera…
Alguien la libera de sus ataduras, y ella empieza a correr y correr sin mirar atrás…


En el año 1922 el periodista Carlos Guillén del Diario: “El Toledano”, encontró a Lucera en las cuadras de La Comandancia de Intendencia de Melilla… Vivía en paz y rebajada de servicios.

Bien merecido lo tenía.

Esta es la historia de la mula de Igueriben -lo de Lucera es licencia- uno de los pocos supervivientes de aquella posición y del posterior desastre de Annual…

A. Villegas Glez. 12


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