jueves, 11 de octubre de 2012

EL PRADO DE MASTRIQUE. La Escuadra Arregui I

El trabajo de mochilero es un asco… 

Pero mucho peor era estar en el pueblo viendo morir de frío y hambre a mis hermanillos y a Madre cada día más flaca y demacrada mendigando en la puerta del convento unas migajas a las monjas… Y gracias a ellas, porque el cura del pueblo, gordo seboso que miraba más los corpiños que las Sagradas Escrituras, nunca jamás dio limosna a nadie, el hideputa.
Al contrario, enviaba a sus matones para que apaleasen al desgraciado que se atreviera a sentarse a mendigar sobre los escalones de piedra gastada que accedían al templo.
Más hambre pasábamos que el perro del afilador que comía caliente, el pobre, solamente cuando saltaban las chispas de la piedra.

Por eso cuando pasaron cerca del pueblo aquellos soldados que iban camino de Barcelona, con sus petos y sus morriones relucientes, con sus espadas al cinto que bamboleaban con cada uno de sus pasos, con aquellas picas altísimas y con las bolsas tintineando que daba gloria oírlas, no lo dudé un momento.
Metí en un hatillo mis magras posesiones, un jubón de lana, una medallita de San Mateo y un mendrugo de pan duro como una piedra y otro de queso añejo más duro todavía, además de un poco de vino en una vieja bota que tenía reservado para una gran ocasión y ésta, había llegado.

Besé a los hermanos que me quedaban vivos. 
Anita, la mayor, me miraba muy seria con los lagrimones luchando por salir a borbotones de sus preciosos ojos verdes:

- ¿Te vas Miguel...?- me dijo muy seria y compungida
- Si… ¿Se lo dirás a Madre..?... - en aquel instante se me hizo un tremendo nudo en el pecho…- Dile que la quiero... -rematé casi sin voz.

Entonces Anita se abalanzó sobre mí y me dio un abrazo que hoy, tanto tiempo después, todavía caldea mi corazón al recordarlo. Pepito y Lucía rompieron a llorar yo me separé a duras penas de mi hermana, a la que el llanto limpiaba los churretes de la cara, le di un beso en la mejilla y salí de la humilde choza que nos servía de hogar.
De lejos creí reconocer, subiendo por el polvoriento camino, la figura delgada y oscura por el luto de mi madre, pero no quise esperar o no pude pues si no, no habría sido capaz de marcharme... 

Por una revuelta del camino se perdían de la vista los últimos soldados y carromatos que en larga columna atravesaban las montañas para llegar hasta Barcelona y su puerto, y desde allí hasta Génova y luego Milán.
Por supuesto yo no conocía nada de todo aquello, imberbe chiquillo de once años que empezaba a caminar, él solo, detrás de una columna de soldados españoles, sin importar a dónde se dirigiesen mientras pudiese cada día llenarme la barriga con algo, con lo que fuese, yo estaba dispuesto a hacer lo que hiciese falta para, como se decía entonces, “buscarme la escudilla de garbanzos”.

Al principio no fue así… Pardiez, ¡qué hambre pasé!

Cuando se detiene la columna cada cual se avía para comer.
¡Cada cual se avía...!
Y yo, una vez acabado el pan duro, el queso y el vino, que se terminaron bien pronto ya que aquellos soldados no se detenían jamás hasta completar la jornada marcada en el calendario y tanta caminata y tanto trajín multiplicaba el hambre por ciento y por eso muy pronto ya no me quedaba nada para comer.
 
Al principio rebuscaba entre los desperdicios que dejaban los soldados y mendigaba con cara de pena -la cara de hambre ya la tenía grabada en el rostro- esperanzado en que alguno se apiadase de aquel flaco chiquillo de ojos hundidos.
Pero pocos la hacían, apiadarse digo, y aquellos primeros días de marcha acabaron con las pocas fuerzas que mi cuerpecillo atesoraba.

Cerca de Barcelona, pasando por las increíbles peñas del paso del Bruch, me caí redondo al suelo. 
Las piernas, que tenía flacas como las patitas de un jilguero, se negaron a dar un paso más, los ojos se me nublaron y caí de bruces, mientras caía pensaba en mi cuerpo devorado por los lobos en aquel recodo de tierra catalana y rezaba todas las oraciones que había aprendido de pequeño que no eran demasiadas. 
¿Les había dicho a vuestras mercedes que el cura del pueblo era un hideputa?

Caí como un fardo y todavía me viene a la boca el sabor áspero de la tierra y el olor de los pinos y la sensación de ir muriéndome poco a poco mientras a mi lado pasaban las carretas, los bueyes, los caballos y los soldados para apenas dirigirte una triste mirada.
No sé el tiempo que pasé allí tirado, luego sentí como mi cuerpo se elevaba y me preparé para la entrevista con San Pedro, pude sentir unas manos recias que me levantaban y luego un chorro milagroso de agua fresca que me empapaba la cara y bajaba como un néctar divino por mi garganta, después sentí que me arrojaban dentro de un carromato y que caía sobre sacos de harina y de garbanzos. 
Allí dentro, con el traqueteo soporífero y la esperanza de sobrevivir anclada en mi pecho, me quedé profundamente dormido.

Cuando desperté los vi por vez primera, barbas cerradas sobre mi rostro, cicatrices de a palmo y ojos ferozmente curiosos de soldados veteranos que me miraban de arriba a abajo.
Unas manos recias sostenían mi cabeza y me daban de beber un poco de vino aguado. Mis ojos anegados en lágrimas de agradecimiento hablaban por mi boca que estaba ocupada en trasegar una escudilla de garbanzos con tocino que me habían dado.
Los veteranos soldados me miraban comer y sonreían:

- ¡Pardiez!, parece que gastaba hambre el mozo…
- Más que lobo camarada, más que lobo, mire vuestra merced cómo rebaña el barro... Si da hambre mirarle...

Así conocí a la Escuadra del Cabo Arregui y a los veteranos soldados que la componían. 
Ellos habían sido los que me recogieron al borde del camino y nunca jamás me explicaron la razón, solamente me enteré de que Arregui me había visto allí tirado como un perro y había decidido recogerme:

- Nos vendrá bien un mochilero en la escuadra…- eso me contaron luego que había dicho.

Ya había pasado más de un año desde todo aquello pero para mí era como si hubiese pasado un siglo entero, y mi vida había cambiado radicalmente.
Y en Flandes aquella vida de mochilero español no valía nada ni siquiera el plomo de un arcabuzazo.
Hijo de España como era estaba acostumbrado, desde la cuna, a trabajos y fatigas, pero aquel año y pico al servicio de la escuadra forjaron mi cuerpo y mi carácter. No paraba uno en todo el día. 
Que si limpiar los arcabuces de los camaradas, que te daban terrible pescozón si dejabas la pletina sucia o el serpentín sin engrasar, que si darle lustre a cintos y arneses, que si coser jubones y calzas, que si traer agua fresca del río, que si aguantar a unos y a otros, que ya era una prueba dura, pues aquella escuadra del Tercio Viejo de Nápoles era una pequeña España en miniatura y como tal, cada cual, y no podía ser de otra manera, era de su padre y de su madre y todos, pese a las miserias arrastradas, se consideraban descendientes del Gran Capitán o del mismísimo Rey Fernando de Aragón.

Lo más peligroso era cuando salíamos a forrajear, es decir, a internarnos en campo enemigo para saquear granjas, huertos, cobertizos y todo lo que se nos pusiese por delante para así abastecernos y poder comer, pues el Rey nos tenía ayunos de dineros y de abastecimiento y por eso el forrajeo era de las misiones más necesarias y en Flandes eran casi diarias, pues a diario había que alimentar las rugientes tripas de tres mil españoles que por allí rondábamos. 

Aquella vez estábamos desplegados en los alrededores de la ciudad de Mastrique que se encuentra a orillas del río Mosa, y menos mal que era verano, y aunque el sol hereje no calienta ni apenas ilumina, al menos el campo estaba repleto de cebollas y de nabos y en las granjas enemigas se podían oír a las gallinas cacareando.

Y un Tercio entero de españoles hambrientos se imaginaba aquellas aves humeantes y ensartadas sobre el fuego, y un Tercio entero de españoles, y claro, también a nosotros los mochileros, se nos hacía la boca agua solamente de imaginarlo.

El camino al principio resultaba fácil jaleados por las posiciones adelantadas mientras cincuenta mochileros iniciábamos la marcha hacia las líneas enemigas, hacia aquellos prados y granjas en encamisada diurna. 
Cincuenta figuras delgadas y menudas que salíamos dispuestos a traernos llenos hasta arriba, los sacos de enea que llevábamos atados a la cintura.
A mí algo en el estómago me gritaba y una extraña sensación de vértigo me zumbaba en los oídos, sentía un pellizco clavado en los huevos que no llegaba a doler, pero que allí estaba, pinchándome con cada cada paso.

El prado al que llegamos era de un verde lujurioso, con las matas de nabos y cebollas diciendo: ¡coséchame! 
Un poco alejada había una casa con un cobertizo adosado y en la puerta picoteaban unas gallinas gordas como pavos. 
También podíamos escuchar, haciéndonos gritar las tripas de hambre, los gruñidos de un cerdo que hozaba tranquilamente por allí cerca.
Nos desparramamos por el campo escarbando como topos mientras desenterrábamos las viandas a un ritmo vertiginoso, algunos fuimos corriendo hasta la casa para agarrar las gallinas con eficacia gitana:

- ¿Coooooccc?... ¡Al saco!

Con el marrano la cosa fue diferente…
Empezó a patalear y a chillar, y en un santiamén se plantó en la puerta de la casa un holandés grande con una espada en la mano y dando voces terribles en su enrevesado idioma hereje.

A mí se me pusieron los pelos de punta ya que aquello no era una indefensa granja sino un cuartel holandés y el rubio no un simple campesino, sino un soldado enemigo, seguramente un oficial sorprendido al ver su cosecha saqueada y sus animales secuestrados por aquella panda de sucios pilluelos españoles.

Del bosquecillo que rodeaba el prado empezaron a surgir pelotas de plomo calientes como sartenes de asar castañas y que empezaron a zumbar alrededor nuestro como moscones ansiosos de sangre. 
El holandés que estaba en la puerta ensartó al mochilero que tenía más cerca, un chiquillo pequeñajo y renegrido que no tendría más de nueve años, automáticamente como una jauría de perros salvajes, algunos compañeros se abalanzaron contra el holandés al que hicieron pedazos con sus dagas y sus cuchillos de matarife, luego cayeron bajo los pistoletazos de dos o tres enemigos que habían salido de la casa.

El prado se llenó de holandeses que nos perseguían y nos acuchillaban, se escuchaban los gritos infantiles cuando llegaban hasta ellos y los cosían a lanzazos, o los destrozaban con las moharras sin compasión alguna por nuestra tierna edad.
Los más mayores intentaron defenderse con las dagas y cuchillos formando un pequeño cuadro como habían visto hacer tantas veces a sus mayores pero los holandeses los arcabucearon sin piedad.

Yo corrí con mi saco al hombro y sentí un par de pelotas que daban en él y llegaban hasta mi espalda, calientes hasta quemarme la piel pero sin fuerza para matarme.
Con los pulmones ardiendo vi caer a uno de mis camaradas con los sesos salpicando el aire mientras corría y era alcanzado por un arcabuzazo.
Continué mi alocada carrera sin mirar atrás mientras a mi espalda escuchaba los gritos agónicos de los mochileros que se habían quedado atrapados en aquel prado.

Al campamento, en dramático goteo, conseguimos regresar solamente doce mochileros de los cincuenta que habíamos salido aquella mañana.
Ninguno de los doce supervivientes habíamos soltado el saco con las provisiones… 
Y desde aquel día los viejos veteranos empezaron a mirarnos de diferente manera.

El cabo Arregui, cuando le di el saco con los nabos agujereados y con las gallinas alcanzadas por los arcabuzazos holandeses -mejor vosotras que yo, pensé- me puso la recia mano vascongada sobre el hombro, apretó lo justo y me miró a los ojos sonriente:
- ¡Qué Señor mochilero con un par de cojones que tiene la escuadra, pardiez…!- dijo.

Y aquellas rudas palabras me llenaron el corazón de orgullo y el alma de honra. 

Arregui me pasó un barro con vino y pude, 
por primera vez y  junto a aquellos soldados viejos y curtidos, brindar por el alma de los camaradas que habían caído en la escaramuza.

Y aquel vino me supo a gloria…

(Continuará...)

© A. Villegas Glez.

Imagen: Detalle del óleo: Rocroi, el último cuadro, del maestro Ferrer Dalmau.



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