martes, 20 de noviembre de 2012

FRANCISCO PIZARRO

Quiso el destino que viniese al mundo casi al mismo tiempo que Francisco, y como él, hijo ilegítimo de noble caballero reconocido pero tan solo como bastardo, y como él cuidador de cerdos, mula de carga y esclavo para todo en casa de nuestros padres y hermastros.
Quiso el destino que mi vida sucediese pareja a la del hombre que conquistaría el poderoso imperio del Birú. Aunque claro, durante aquellos años no teníamos ninguno de los dos ni pajolera idea de lo que era el Birú.

Me llamo Santiago de la Espada y pese a no figurar en libros ni relato alguno sobre aquellos años, estuve desde el principio junto a aquel hombre flaco y duro, hecho a sí mismo que se llamaba Francisco Pizarro.
La vida en el pueblo de Trujillo era dura y miserable, Francisco cuidaba a diario de la piara de cerdos que su padre Gonzalo poseía, con aquel trabajo y con otros se pagaba su manutención y su alojamiento, yo apacentaba unas cabras de don Julián, el Preboste de la comarca que era a quien mi santa madre se trajinaba en aquellos momentos, muerto mi padre en las mismas campañas donde había combatido junto al padre de Francisco, mi madre repartía sus todavía suculentos encantos a maravedí el gramo.

Crecimos así, sin apenas estudios, más los que la vida nos iba dando y lo que aprendíamos en la biblioteca de don Gonzalo, donde a veces nos colábamos y ojeábamos los libros pues Francisco apenas sabía leer y yo menos, pero los grabados y dibujos eran magníficos, de batallas contra moros y esas cosas. Como pueden imaginar de cada lectura salíamos dando espadazos imaginarios a troche y moche, deseando tener la edad para poder alistarnos en el ejército.

Ese día llegó cuando nos enteramos de que Gonzalo Fernández de Córdoba alistaba una armada con la que ir en ayuda del rey de Nápoles, sin dudarlo y ambicionando gloria y oro, sentamos plaza de soldados y pronto, muy pronto, aprendimos a manejar la pica, la espada, la daga, la rodela o el arcabuz como si lo llevásemos haciendo toda la vida.
La campaña del sur de Italia fue muy dura, combates entre barrancas y peñas, marchas y contramarchas, resistencias feroces, combates a muerte donde Francisco demostró siempre que era valiente como Roldán, carente de toda humanidad durante la degollina, avispado soldado y astuto cabo, cuando sus méritos le llevaron a ocupar ese puesto.
Yo, pardiez, me contentaba con seguir vivo y a su lado.

Fue dura campaña y fructífera… Entre pagas, saqueos a villas y despojo de enemigos muertos teníamos las bolsas más repletas como jamás en nuestras vidas. Victoriosos y ya curtidos soldados, españoles, arrogantes hidalgo, con la bolsa llena de oro pagado con nuestra sangre, y siendo jóvenes como éramos, ¿a dónde creen vuestras mercedes que nos fuimos?... A Sevilla, claro, a gastar en barraganas, vino y juergas flamencas hasta el último de nuestros maravedíes.

En Sevilla es donde Francisco empezó a gestar su ambición. Una mañana despertó con los ojos chispeantes y me dijo que Dios le había hablado y que él sería el domeñador del imperio más grande de aquellas Indias de las que todos hablaban. Yo pensé que se había vuelto loco de tanto vino y tanta hembra, que alguna barragana le había contagiado el mal francés u otra inoportuna miasma infecciosa. 
Pero no, su idea cuajó pronto y se puso a buscar donde enrolarnos rumbo a tan peligrosa aventura, con poco dinero en las dilapidadas bolsas, yo con mucho miedo y él con el convencimiento de que en aquellas lejanas Indias estaba su destino.

Así en el año mil quinientos dos abandonamos la patria que nos había visto nacer rumbo hacia lo desconocido. Los dos íbamos agregados a los arcabuceros que viajaban en cada nave de la gran flota, que bajo mando de don Nicolás de Ovando se disponía a poner rumbo a Santo Domingo, nuestra experiencia como soldados en Italia y algún maravedí, de los últimos que nos quedaban en la bolsa en mano apropiada, nos pagaron el billete.

La travesía fue terrible, aburrida, pesada y miserable. El galeón en el que nos tocó embarcar, el “Nuestra Señora de Loreto”  era un apestoso aglomerado de madera y cuerdas, de lonas y de cabrestantes, de hombres descalzos que correteaban de aquí para allá, izando las velas o arriándolas según ordenase el capitán, don Pedro de la Espuela, viejo, cojo y tuerto, pero que decían conocedor de la nueva ruta que tan solo unos pocos, entre ellos el viejo, conocían.

Desde las Islas Canarias tras un mes largo de navegación arribamos por fin a Santo Domingo, la ciudad nueva y flamante que nacía a orillas de un hermoso río y que sustituía a la malhadada Isabela.
No voy a negar que fue un golpetazo increíble para los sentidos desembarcar en aquella tierra embriagadora de aromas nuevos, y de sonidos, y de sabores, también llena de peligros y de revueltas de la fortuna como no tardaríamos en comprobar.
La conquista de la isla nos tuvo bien entretenidos durante unos cuantos años, curtiéndonos en la batalla contra los indígenas y tratando de ganar una encomienda que nos dejase salir de la vida de soldado, pues entre campañas por la selva y razzias contra los rebeldes, cada vez quedábamos menos hidalgos para sujetar las espadas, bien es verdad que también el número de indios decayó rápidamente  y aunque tuvo que ver mucho la guerra y la vorágine, es de justicia decir que las enfermedades mataban indios como moscas, y muchas veces al llegar a un poblado, sólo encontrábamos muertos o moribundos temblorosos por las fiebres, ¡pardiez!, que era gran lástima ver así a tan bravos guerreros.

Sobre el año mil quinientos ocho, más o menos, conocimos a don Alonso de Ojeda, y le cayó bien Francisco desde el primer momento, algo vio en él Ojeda, que en seguida se hicieron inseparables y claro, el otro le convenció para que le acompañásemos en una expedición que preparaba para explorar su gobernación de la Nueva Andalucía.
Fue terrible aventura, llena de peligros y de calamidades desastrosas, la peor, la muerte del insigne don Juan de la Cosa, cartógrafo cántabro que tuve el inmenso honor de que me enseñase a leer y escribir en nuestro hermoso idioma castellano. Fue terrible su muerte, asaeteado por una lluvia de flechas mientras protegía al mismo Ojeda. 
Francisco y yo, espalda contra espalda, logramos llegar a la playa, sin resuello y cubiertos de sangre y sudor.
Después nos refugiamos en San Sebastián de Urabá, donde Ojeda, herido y demacrado decidió volver a Santo Domingo, pero dejando allí a Pizarro con unos pocos españoles, con la condición de defender aquello durante cincuenta días más, pasados los cuales, Pizarro y los que quedásemos vivos podriamos buscarnos la vida para regresar a Santo Domingo.

Allí aguantamos como jabatos los días estipulados, pasando hambre y calamidades, sufriendo ataques constantes de los indios y enfermedades, pero aguantamos sin rechistar hasta el último día. Nadie osaba desobedecer las órdenes de Francisco. Yo que le conocía bien sabía desde el principio que cumpliría la palabra dada a Ojeda, aunque este no apareciese, cosa que al cabo sucedió.

Sí apareció la expedición de Enciso, el día que hacíamos cincuenta y uno, y nos dio tanta alegría verle que vaciamos aquella noche todos los toneles de vino que portaba su escuadra. 
Aquella noche conocimos a otro loco hidalgo que se decía predestinado a realizar grandes hazañas. 
Se llamaba Vasco Nuñez de Balboa, y no me creerán vuestras mercedes, pero tan sólo cuatro años después, en otra aventura increible entre selvas impenetrables, bestias de cuento, indios belicosos, montañas inexpugnables y días inacabables de hambre y de sed, de la mano de Balboa, Pizarro y yo nos bañamos en un inmenso mar azul que ningún otro europeo había disfrutado nunca.
El Mar del Sur le bautizamos.
Y ya ven vuestras mercedes lo que son las cosas, otros pocos años después y por estar al servicio de Pedrarías Dávila, envidioso gobernador, tuvo que ser el mismo Francisco el que arrestase a Nuñez de Balboa cuando su falsa acusación de traición, su falso juicio y su ignominiosa ejecución.

Pizarro, fue nombrado encomendador y alcalde de Panamá durante cuatro años. No estaba mal para un ex cuidador de cerdos extremeños.
Pero Francisco quería más, su destino era otro, me decía, y estaba dispuesto a llegar hasta donde hiciese falta para conseguirlo.

Se asoció entonces con Hernando de Luque y Diego de Almagro en una expedición que  tenía como objetivo el mítico reino del Birú, donde contaban que había ciudades cubiertas de oro construidas sobre la cima de altísimas montañas, y un solo hombre, al que llamaban el Inca, controlaba la vida de más de un millón de súbditos. 

A mí Almagro me dio muy mala espina desde primera hora, pero mantuve mi silencio. La expedición la capitaneaba Francisco con Almagro de Intendente y Luque de contador. En el año mil quinientos veinticuatro, zarpamos rumbo a la gloria o la muerte.
Durante dos largos años solamente encontramos miseria, luchas contra indígenas belicosos, hambre más que perro de afilador, sed y peligros sin cuento, además de las enfermedades comunes en estos viajes, fiebres y cagaleras principalmente. De esta manera llegamos a la desolada Isla del Gallo en mil quinientos veintiséis.

Allí mi amigo de la infancia le echó dos cojones al asunto, pues destrozado, hambriento y con cuarenta y tres tacos ya de vida en la espalda, manteniendo la serenidad y mirándonos arrogante y frío como el acero, a los que allí estábamos discutiendo si seguir adelante o volver a Panamá, trazó una raya en la fina arena, nos miró y dijo:

-        - De aquí para allá están la deshonra y la miseria, de allí para acá la muerte o la gloria. Que cada cual escoja, como buen castellano, lo que prefiera…

Unos pocos cruzamos la raya, quince o alguno más, no recuerdo, pero Francisco nos miraba a todos agradecido, estoy seguro de que se hubiese quedado él solo si nadie hubiese traspasado aquel Rubicón de arena. Bueno yo le hubiese acompañado al mismo infierno, ya les dije que Francisco era mi amigo, y eran ya muchas aventuras juntos para abandonarle ahora.

Después de tantas calamidades las cosas empezaron a rodar cuando llegaron los refuerzos y los víveres y la pólvora de Almagro y Luque. Y nada más reponer fuerzas, Francisco ordenó poner rumbo al sur, hacia el corazón de aquel imperio cuajado de plata y de oro.

Llegamos en mil quinientos treinta y uno, y los incas aquellos se estaban matando entre ellos con saña, los partidarios de un rey o del otro se desollaban vivos entre ellos y todos quisieron, desde el principio, camelarnos para que apoyásemos a uno u al otro.

Francisco que era más listo que el hambre, (de tanta como había pasado, y yo junto a él, pardiez), se aprovechó de la situación.
Atahualpa, que era uno de los pretendientes al trono, nos invitó a la ciudad de Cajamarca, para allí agasajarnos y que los dueños del trueno, (nosotros), se pusiesen de su parte contra su hermano Huascar, el otro pretendiente, al que había detenido y asesinado unos pocos días antes.
Comprendió entonces Francisco que aquel inmenso y rico imperio se asentaba solamente sobre la cabeza, poco inteligente de tal Atahualpa, y que millones de guerreros se quedarán descabezados, perdidos y sin valor, si acababa con su jefe.
Así que actuó rápido y despiadado, y sin temblarle el pulso ordenó la ejecución del indio, y encima se quedó, (nos quedamos), con un fabuloso tesoro que el inca nos había ofrecido y reunido, a cambio de su libertad. ¡Pobre iluso!

Luego las cosas llegaron solas y en pocas palabras les diré que al fin mi amigo logró ansiado su sueño y ambición, pues cuando en el año mil quinientos treinta y cinco, fundamos la ciudad de Los Tres Reyes, la conquista de aquel vasto y rico imperio había prácticamente terminado, y Francisco, con su cabezonería, valor y astucia era quien lo había logrado arrastrándonos a todos tras él.

Después empezaron los problemas con Almagro,que tenía título de Adelantado y permiso para explorar las vastas tierras del sur, pero que se encaprichó del Cuzco, que pertenecía a Francisco, y los dos hombres tuvieron algunas palabras gruesas y miradas asesinas y tanteos nerviosos a las espadas. Sobretodo a cuenta de trato bajuno y deleznable que Almagro había dado a los hermanos de Francisco, que pese a su antigua posición en la familia, jamás les guardó rencor y se beneficiaron siempre de sus conquistas. Pero hubo paz, al menos de momento.

Durante un tiempo las cosas estuvieron calmadas, pero tras el regreso de Almagro, derrotado y enfermo de su expedición a Chile, y sin cortarse un pelo el hideputa, toma de nuevo el control de Cuzco que estaba asediada por los incas rebeldes pero bien defendida por un  hermano de Francisco.

En Lima, como pronto se llamó a la nueva ciudad, las cosas estaban también apretadas y casi perdidas, pues los indios rebeldes se aprovechaban de nuestra división igual que antes nos habíamos aprovechado nosotros de la suya. Lima estaba cercada por el enemigo, pero en ella estaba Francisco, que de nuevo con su fuego interior nos arrastró a todos a la batalla y la victoria.
Almagro mientras esto sucede en Lima, se encuentra con que el cerco a Cuzco se ha terminado y va él, y encarcela de nuevo a los hermanos de Francisco, además derrota severamente a Alonso de Alvarado, capitán de confianza de Francisco, y que había ido al Cuzco a pararle los pies al díscolo Almagro.
La derrota obliga a Francisco a negociar con su antiguo camarada, al que ahora odia a muerte y sólo desea ver colgando de una soga.

Por eso, a la primera provocación de Almagro, acudimos a Cuzco, y en un lugar llamado Salinas los españoles nos arcabuceamos y nos matamos entre nosotros como es costumbre vieja. La pelea duró hasta que Almagro fue capturado. 
Procesado y condenado lo ejecutaron en la Plaza Mayor de Cuzco en el verano de mil quinientos treinta y ocho..
Vino luego un tiempo de paz y de expansión de las conquistas, como  la del valiente Alvarado, que marchó al sur, a las peligrosas tierras de Chile, a pelear con los míticos araucanos.
Pero la envidia y la venganza son armas poderosas, y entre los enemigos de Francisco estaba el hijo de Almagro, al que llamaban el Mozo.

Era el domingo veintiséis de junio de mil quinientos cuarenta y uno, Francisco había invitado a unos amigos a comer a su casa, aquel día malhadado estaba yo paseando con cierta dama de ojos color miel y corpiño apretado, pero por lo que me contaron después las cosas sucedieron de esta manera:

Los enemigos de Francisco irrumpieron en su casa, al grito de ¡muera el traidor! y degollando a mansalva. Francisco que se asoma a la escalera y ve la tromba de enemigos, al entrar al comedor de nuevo comprueba como la mayoría de sus conocidos y amigos han saltado por las ventanas aterrados, y que solamente cinco hombres permanecen a su lado. 
Morirán allí junto a él, vendiendo la vieja piel muy cara, Francisco se defendió como un jabato hasta el final. Cuentan que con su propia sangre dibujó una cruz en el suelo antes de expirar… 
Yo lloré como un niño, de pana , de rabia y de remordimiento, cuando la noticia llegó a mí y corrí hasta su casa y tan sólo pude ver su cadáver cosido a puñaladas bajo una sábana.
Me despreciaba a mí mismo por no haber estado a su lado…

Pero así es la vida y así fue la vida y la muerte de aquel amigo mío, al que el destino me unió casi desde la cuna y con el que viví las más extraordinarias aventuras que un hombre pueda imaginar.

Francisco Pizarro se llamaba. 
¿Mi nombre?, no importa, recuerden vuestras mercedes el de mi amigo, pues él nos hizo más grandes, más fuertes y más respetados, y lo hizo por el oro y la gloria sí, pero también por la honra de su patria, por ese castillo y ese león rampante que gracias a hombres como Francisco, un día conquistaron el mundo entero.
© A. Villegas Glez.     

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