sábado, 22 de diciembre de 2012

EL CUADRO. La Escuadra Arregui II

Nunca imaginé que matar a un hombre fuese tan complicado.

Había visto morir a muchos, a cientos, y los había visto morir de mil formas diferentes, arcabuceados con los sesos saliendo por detrás de la cabeza o ensartados como aceitunas por las picas enemigas, pisoteados por los caballos o degollados de oreja a oreja. Había visto miembros terriblemente amputados, bestias y hombres desventrados, había visto la sangre manar a borbotones y mil horrores más que se convertían en cosas normales y naturales cuando los hombres nos enfrentábamos en el campo de batalla.
Un espanto, créanme vuestras mercedes.
Sin embargo no es lo mismo ver morir y ver matar que hacerlo uno mismo, pardiez que la sensación es distinta, terrible, instructiva y acojonante, además de marcarte para el resto de la vida y dejarte en la memoria trazos de imágenes que de cuando en cuando te visitan y remueven tu conciencia. 
Igual que regresaban a la mía los ojos azules del primer soldado enemigo que envié a su cielo hereje un día de mayo del año mil quinientos setenta y nueve.

El asedio de Mastrique se alargaba y los holandeses resistían todos nuestros intentos y hacían los hideputas peligrosas salidas contra nuestro campo que desbarataban el preciso plan que el General Farnesio había trazado.
En mitad de una de aquellas andábamos aquel día, aguantando las embestidas de tres mil y pico holandeses que, apoyados por los gabachos, habían venido contra nosotros dispuestos a que levantásemos el sitio y liberar a los hambrientos defensores de la ciudad.

Habían atacado de madrugada arrasando las posiciones adelantadas y degollando a los centinelas, a pesar de lo cual algunas habían cumplido su misión logrando resistir a arcabuzazos, 
al que habían pillado despierto, claro, y con su valor, sacrificio y ejemplo, ya que era más fácil salir corriendo pero la honra obligaba, y les diré que comida, oro y ropa seca no había en el campo español, pero honra la había a espuertas, pues era de lo único que podíamos fardar hasta la arrogancia los españoles.

El asunto es que los camaradas que ahora estaban panza arriba en sus puestos, desnudos y saqueados, habían logrado poner sobre aviso al resto del Tercio Viejo de Sicilia, en el que ahora se encuadraba la escuadra del Cabo Arregui.
Así que las vanguardias holandesas de caballería ligera ya se habían encontrado con el bosque de picas y de arcabuces, las banderas muy arriba y el tambor redoblando mientras el sol holandés, frío y apagado, iluminaba las brumas de la mañana y hacía brillar con destellos mortales de plata el filo de las espadas, de las dagas y de las moharras.

La escuadra Arregui era toda de arcabuceros y estaba en una de las esquinas del cuadro que el Tercio había formado para rechazar a la caballería pesada y a la infantería francesa que se nos había echado encima con las primeras luces del amanecer. 
Los españoles nos batíamos como leones.

El trabajo del mochilero es muy peligroso y más todavía en mitad de una de aquellas sarracinas espantosas que se arman durante el encontronazo entre dos ejércitos.
También resultan terroríficas las pequeñas carnicerías de cada día, los asaltos a villorrios, las escaramuzas y las encamisadas, pero todo esto luce mucho menos, aunque si te matan lo mismo da que sea aquí o allá, el caso era morir de pie y frente al enemigo, mirando a la Parca a la cara, como decía el Cabo Arregui.
De pie caían los camaradas como moscas, pero nuestros enemigos también, ya que las descargas de arcabucería y las picas abatiéndose con cada nueva carga holandesa mantenían la cosa equilibrada.
Y entre toda aquella maraña inmensa de hombres, picas, espadas, morriones y petos, arcabuzazos, humo, sangre, gritos y sudor, los mochileros debíamos correr para abastecer a nuestra escuadra de balas, pólvora, mecha y agua.

Yo tenía trece años, era delgado y fuerte, seco de miembros y rápido como el viento, amén de que los dos años que llevaba al servicio de la escuadra me habían convertido en bachiller del forrajeo y maestro del robo, además de haber aprendido los rudimentos básicos del manejo de la espada y de la daga, que Arregui y otro camarada me habían enseñado a manejar usando palos de madera y rodelas.
La cosa no era sencilla.
Había que correr hasta la retaguardia propia abandonando el cuadro y su protección. 
En teoría debían cubrirte el culo los de la caballería flamenca, pero si a éstos los habían hecho fosfatina, el culo que se quedaba al aire era el tuyo y si la que aparecía era la caballería holandesa, entonces sí que debías correr más que un galgo.
Por fortuna aquel día no fue el caso y al salir del cuadro tan sólo encontré a los heridos que reculaban dejando rastros sanguinolentos tras ellos y a nuestra caballería -¡Gracias a Dios!- que era dueña del campo por retaguardia, ayudando a trasladar a los heridos y muy atenta a los holandeses por si pretendían colarse por aquel costado. 
Era un alivio verles por allí para qué les voy a mentir a vuestras mercedes.

Una vez en el campamento te colgabas del cuello dos o tres barros de agua, que pesaban más que un borrico muerto, le sumabas un buen puñado de balas de plomo que pesaban más todavía, además de dos saquetes de pólvora y un tramo de mecha que te enrollabas a la cintura y todo esto había que hacerlo en menos de lo que duraba rezar un Ave María, pues sabías que los camaradas te estaban esperando, sin descomponer el gesto ni haciendo aspavientos, impasibles así les cayesen mil rayos encima, pero mirando de cuando en cuando hacia atrás de reojo para ver si aparecía de una puta vez el puñetero mochilero con la pólvora, las balas y el agua.

Así que, sin aliento, corrías de nuevo hacia el cuadro, que, como somos así de chulos los españoles, no sólo no había retrocedido un palmo, si no que avanzaba hacia el enemigo y estaba ahora doscientas varas más lejos:

- ¡Serán hideputas! - pensé mientras los pulmones me ardían y en mis oídos retumbaba el "cloc, clac, esploch, esplach", que hacían los cántaros que bamboleaban sobre mi pecho que el agua empapaba y las balas de plomo me golpeaban en el muslo en cada zancada apremiándome a correr más y llegar antes.

El reguero de heridos lamentándose había crecido, también había herejes a los que se les distinguía por lo rubio y porque ya los habían saqueado convenientemente los camaradas que, con heridas menos graves o en compañía de esos otros a los que ves recular y que luego se nombran de valientes en las charlas de campamento, y que ahora se amparaban en la piedad para con los heridos mientras los veías arrancando los dientes de oro a los muertos.

Cuando regresas al cuadro el sonido cambia y se vuelve más ensordecedor todavía, una locura de gritos y de aullidos inhumanos que se hacen más salvajes y estremecedores cuanto más te acercas a la primera fila, allí en dónde la sangre y las tripas cubren los borceguíes de los soldados.
Algunos soldados te piden agua por el camino, yo por eso llevo siempre tres cántaros ya que el peso extra lo pagan las miradas agradecidas de los camaradas de otras escuadras, a los que, sin obligación de amparar, ayudas. 
No hay mejor pago para tanto trabajo que la mirada agradecida del sediento veterano al que acercas el barro fresco y que no conoces apenas más que de vista.
La escuadra del Cabo Arregui se batía en su esquina con frialdad y eficacia. 
El veterano había dividido a sus hombres y mientras unos recargaban, los otros disparaban.
Cuando me acerqué pude comprobar que la cosa no estaba pareja ya que, entre los que recargaban, había un hueco y cuando miré pude ver que uno de los míos estaba en el suelo panza arriba con los ojos como platos y la barriga abierta en canal hasta el pecho.

Es -o era, mejor dicho- Pedro García de Cazalla y cuando llegué más cerca del cuerpo y el cabo Arregui vio como yo lo miraba, pálido como el mármol, me dijo:

- Una moharra holandesa, cosa rápida, sin dolor casi…- luego me gritó con su vozarrón de montañés vascongado - ¡dame balas Miguel, y reparte pólvora y agua a los camaradas!

La voz del vascongado era como un trueno, grave y poderosa y su mirada te electrizaba, así que dejé de mirarle los interiores al pobre García y le entregué un buen puñado de balas. 
Arregui no le quitaba ojo a los holandeses mientras recargaba su arcabuz.
Luego repartí el agua entre todos y el líquido elemento se acabó en un decir Jesús y la provisión de pólvora en un decir María ya que los herejes apretaban y apretaban bien.
Los camaradas me miraban agradecidos y admirados, unos más que otros, claro, pues en la escuadra, como en la vida misma, nunca puede uno ser del agrado de todos al igual que uno no puede pretender caer en gracia a todo el mundo. 
Estaba preparándome para regresar a por más agua y más pólvora, cuando el ruido que reverberaba, en mil voces distintas dentro del cuadro, se unificó en uno solo:

- ¡¡¡Aguantad, aguantad!!! - ¡¡¡CIERRRAAAAA!!!! ¡¡¡ESPAÑAAAAAA!!!

Los caballos coraza holandeses habían llegado muy cerca de la escuadra y las picas se quebraban contra los caballos y los jinetes volaban y caían en volteretas mortales que acababan contra el acero español, las lanzas enemigas penetraban en nuestro cuadro arrancando gritos de dolor y angustia, removiéndose dentro de nuestras filas con saña y rabia.
La escuadra Arregui combatía contra los infantes y los jinetes caídos a espada y daga. 
Daba pavor mirarlos.

Fue entonces cuando aquel holandés desmontado y del que no me había percatado, para mí era solamente otro bulto rubio más en mitad de otros bultos, se abalanzó contra mí gritando como una bestia del averno.
Era enorme, gigantesco y llevaba en la mano derecha una daga que me pareció afiladísima, en los ojos del holandés pude contemplar el odio infinito del que no quería sino verme muerto.
Les juro que no me cagué encima porque, siguiendo el consejo de los soldados viejos, uno va a la guerra ayuno, meado y aliviado con antelación.
Yo solamente era un imberbe de trece años, ágil, pero como un conejo indefenso ante la bestia que me acorralaba, así que recé todas las oraciones que conocía, me acordé de mis hermanos y de mi pobre madre y busqué con la mirada algo con lo que poder defenderme para, como decía Arregui, al menos irme de pie y como lo que era o pretendía ser, un soldado español.

El hideputa del holandés debió ver el miedo o la determinación a morir reflejada en mis ojos, pues sonrió de oreja a oreja y su sonrisa era la de un sádico que iba a disfrutar de lo lindo destripando a un siervo de Su Católica Majestad.
Avanzó decidido hacia mí, yo cerré los puños en un patético intento y pude ver el destello metálico mientas el holandés subía la daga. Cerré los ojos para que lo último que viesen no fuese al hereje que me mataba...
Y entre tanto escopetazo, tanto grito y tanta vorágine que me rodeaba, con mi alma a punto de emprender el camino al cielo, pude oír, con perfecta nitidez, el disparo que le acertó al holandés en la pierna izquierda:


- ¡ BANG!, ¡Crrraaaaaclacc!- hizo la rodilla del rubio al partirse en dos.
- ¡AAAAAAAAAAAAAGGGGGG!!!- hizo el holandés mientras caía como un fardo y los ojos, antes sádicos, se le inundaban de pavor.

La daga que traía consigo, larga y efectivamente, afiladísima, había caído de su mano y el holandés se arrastraba hacia ella chorreándole sangre de la pierna de la que colgaban trozos de músculo y de hueso que el hombre arrastraba tras de sí mientras el pie izquierdo se quedaba atrás para siempre.

Entonces corrí como nunca antes en mi vida hacia el arma y cuando la agarré una fuerza extraña, nueva y magnética recorrió mi espina dorsal
Me puse a horcajadas sobre el holandés que se arrastraba, él intentó zafarse de mí pero el dolor de la pierna no debía permitirle más que chillar pues era lo único que hacía: “esrinden, esrinden”, o algo así decía el hideputa, pero a mí el flamenco siempre se me había dado fatal, agarré la daga con las dos manos, la alcé hacia el cielo y se la hundí en mitad de la espalda.
El grito terrorífico del rubio no fue humano y todavía resuena en mis tripas junto a otros gritos y otros fantasmas. 
Pero yo tan solo recordaba sus ojos mirándome con furia asesina así que desclavé la daga y luego la clavé de nuevo en aquel desgraciado, no sé ni cuantas veces la clavé y la desclavé.
Pero el holandés no se moría, se negaba a ello mientras se agarraba a la vida que yo le estaba arrancando a estocadas y no dejaba de gritar y patalear como un cerdo en San Martín.

Ni le vi acercarse, llegó como un relámpago hasta nosotros. 
Él había sido el que había disparado al holandés y siempre pensé -y todavía lo creo- que le había disparado a la pierna con toda la mala intención del mundo, para probarme, para que catase de primera mano el miedo y el horror como lección de vida imprescindible que debía aprender para poder sobrevivir en aquel mundo en el que me había tocado vivir.
El vascongado Arregui, con muy pocos trámites, levanto el pescuezo del holandés, en aquel momento fue cuando pude ver de cerca sus horrorizados ojos de un bonito azul marino, y le rebanó el pescuezo de oreja a oreja:

- ¡Así se hace Miguel…!, ¡o matas o mueres…!- me gritó.

Permanecí un rato sobre el cuerpo del muerto mientras e
l cuadro español continuaba su avance contra el enemigo que huía en clara desbandada. 
La sangre del holandés empapaba mi jubón y todavía tenía la daga clavada en la espalda y mi mano sobre la empuñadura.
Miré durante mucho rato a aquel hombre, el primero al que había matado, o casi, puesto que el cabo Arregui era el que había acabado el trabajo.
Pero yo había sido quien lo había comenzado y aquel holandés fue solamente el primer alistado de una larga nómina de fantasmas y pozos oscuros que no habían hecho más que comenzar a llenarse.
Mientras el cuadro avanzaba, sobreponiéndose a las otras voces y a los otros gritos, llegó a mis oídos la voz de trueno del cabo Arregui:
- ¡¡¡Miguel, mecagüentusmuelas!!... ¡¡Agua y pólvora mochilero de los cojones!!!

Desperté de mi letargo, miré el cadáver por última vez y luego salí corriendo hacia la retaguardia, que a aquellas alturas de la mañana estaba lejísimos de mi posición.

En la mano llevaba, goteando sangre, la afilada daga que le había quitado al holandés muerto...

(Continuará...)


© A. Villegas Glez. 

Imagen: Detalle del óleo: Rocroi, de Augusto Ferrer Dalmau.









sábado, 15 de diciembre de 2012

GLORIA,TRAGEDIA Y MISTERIO: El Vuelo del "Cuatro Vientos"

Diez de junio de 1933.
El Breguet XIX Grand Raid “Super-Bidón” con una raya roja y su nombre “Cuatro Vientos” pintado en el fuselaje atraviesa toda la pista del aeródromo sevillano de Tablada y despega con el motor Hispano-Suiza de seiscientos cincuenta caballos y doce cilindros en uve rugiendo en la madrugada andaluza.
Los ingenieros de la empresa española CASA, que han trabajado como monos para preparar el aparato, que ha sido modificado casi por completo y cuenta con la más moderna instrumentación para la navegación de la época, respiran aliviados y orgullosos.

El “Cuatro Vientos” carga cinco mil litros de combustible y doscientos de aceite para el motor, cuenta con depósitos auxiliares que son fruto del esfuerzo de los ingenieros de la empresa aeronáutica española, por eso en la cola y junto a la bandera tricolor de la recién nacida -y ya desahuciada República- luce el emblema de la Compañía.

En la cabina cerrada viajan el Capitán Mariano Barberán, director de la Escuela de Observadores del Ejército y héroe de la Guerra de Marruecos, y el Teniente Joaquín Collar, profesor de la Escuela de Caza de Alcalá de Henares. 
El mecánico especialista y conocedor hasta del último tornillo del aparato, Modesto Madariaga, viajará vía marítima hasta el primer destino del “Cuatro Vientos”, que no es otro que la isla antillana de Cuba.

El proyecto, del que es padre el propio Barberán, pretende abrir una ruta aérea, atravesando el Atlántico sin escalas y que siga el camino que había hecho Cristóbal Colón quinientos años antes, y así unir más a la antigua metrópoli con sus viejas colonias americanas.

Además Barberán tiene clavada la espina de que después de haberse visto metido hasta las cejas en el proyecto “Plus Ultra”, del que fue también promotor y padre, no haber podido embarcar junto a su amigo Ramón Franco en la aventura. Desavenencias y motivos personales impidieron que el capitán se embarcase en el hidroavión y saliese en los periódicos y noticiarios.
Ahora con este primer vuelo transatlántico sin escalas la cosa quedará equilibrada. Además el proyecto recibe las bendiciones y la financiación de la joven República. Miel sobre hojuelas para Barberán, aunque él sea monárquico de toda la vida.

En la noche oceánica solamente se escucha el ronroneo agradable y somnífero del fiable motor que empuja la hélice con rumbo directo a Camagüey, primer lugar dónde debe tocar tierra el aparato español.

El once de junio sobre el cielo cubano aparece la figura del hermoso avión español que alabea saludando a los miles de personas que le esperan. 
Apenas les quedan unos pocos litros de combustible, pero el vuelo ha sido tranquilo, sin correcciones de ruta ni tormentas ni vientos contrarios. Han totalizado treinta y nueve horas de vuelo y siete mil trescientos kilómetros. El recibimiento en Camagüey resulta apoteósico.
Pero no es nada comparado con el que reciben los aviadores españoles en La Habana, a dónde se han trasladado escoltados por cuatro cazas de la Fuerza Aérea de Cuba.

Durante nueve días los pilotos reciben el agasajo de las multitudes y de las autoridades, mil fiestas y saraos, dos mil recepciones y diez mil personas amontonadas sólo por verles pasar cada día. Hasta se cuenta que el seductor Teniente Collar le levantó una amante al mismísimo presidente cubano, el mismo Collar que le diría a su amigo Barberán, al acabar la ola de agasajos y fiestas, que “pagaría un brazo por un camión de bicarbonato”.

Mientras el mecánico Madariaga se había estado dando de palos contra una fea avería que había aparecido en el depósito principal del avión. Una grieta que lo había tenido entretenido, lleno de grasa, los ojos rojos de arrimar el soplete, blasfemando y acordándose del que le había aconsejado aprender mecánica de aviones:

- Es sencillo -le decían- como un coche, pero con alas… ¡La madre que los parió!-pensaba Madariaga cada vez que la grieta se hacía un poco más grande y el trabajo de horas se iba a tomar por donde el pepino amargaba.


El veinte de junio el aparato está otra vez preparado para el despegue, no hace buen tiempo en el Golfo de México por lo que algunos aconsejan posponer el vuelo al menos veinticuatro horas, sin embargo los dos pilotos son expertos veteranos y deciden emprender la última etapa, la que les ha de llevar a México D.F y a los brazos de la multitud que les espera.
A las nueve menos cuarto de la mañana del veinte de junio, el “Cuatro Vientos”, despega de La Habana y encara su trágico destino.
A las nueve son vistos sobrevolando Ozita, a las diez horas sobre Sabancu, y a las once pasando Ciudad del Carmen, cerca de Villahermosa, en la región de Tabasco…

Poco después el Breguet XIX y sus dos tripulantes desaparecieron para siempre. 
Volatilizados de la faz de la Tierra, hombres y máquina.

Cuando los aviadores españoles no aparecieron a la hora prevista en Ciudad de México, ni las horas siguientes, ni las posteriores, se temió lo peor y se organizó una de las mayores operaciones de rescate de la Historia, con las Fuerzas Aéreas de México, Cuba y Nicaragua buscando los restos del aparato perdido.
Jamás encontraron nada, ni el más mínimo rastro, ni la más mínima pista. 
Al “Cuatro Vientos” se lo había tragado la tierra y no había dejado detrás ni el menor rastro.

Hoy día, ochenta años después de la tragedia se barajan dos hipótesis sobre lo ocurrido. 
La oficial dice que el “Cuatro Vientos” se estrelló en el mar desapareciendo para siempre en las aguas caribeñas, hundido junto a otros miles de huesos españoles que yacen en aquel osario que es el Mar Caribe.

La oficiosa dice que tras estrellarse en la serranía mexicana contra un gran árbol, los pilotos españoles fueron encontrados y asesinados por los lugareños, creyendo que sacarían un gran botín de aquel accidente y que luego aterrados ante la búsqueda y la insistencia de los representantes estatales, los restos mortales de los dos hombres y los de su avión fueron enterrados juntos en algún remoto lugar de las selvas mexicanas.
Lo único que está claro de todo esto es que los dos valientes pilotos terminaron su misión, cruzar el Atlántico sin escalas, luego, la muerte les atrapó, haciendo lo que más les gustaba, volar.

Lo que está cristalino es que aquella expedición, pese a la muerte y el drama, no terminó en fracaso. 
Lo de estrellarse y matarse a fin de cuentas eran gajes del oficio y estoy seguro que ni Barberán ni Collar chillaron ni patalearon como histéricos mientras el Breguet perdía sustentación y caía como un plomo.
Estoy seguro de que lucharon hasta el final, agarrado a los mandos uno, apretando el otro su hombro desde atrás:

- ¡Agárrate Collar que nos vamos al suelo!


- ¡A ver si puedes meterte en ése claro!


- ¡A ver..!


- Un honor volar contigo compañero…


- Lo mismo te digo, lo mismo te digo…

Y luego la ramas quebrándose, las alas partiéndose, el combustible saliendo a borbotones por la grieta reparada, los cristales haciéndose añicos, el hierro retorciéndose,  un rezo en voz baja, un aullido de dolor al rasgarse la carne, un estruendo en mitad de la selva y luego… 
El silencio.

Cuentan los habitantes de la región que en las noches de luna clara, cuando las estrellas brillan más en el cielo, se puede ver dibujada 
contra el disco lunar la silueta de un avión y sobre la selva se escucha eterno el ronroneo del motor Hispano-Suiza de doce cilindros en uve y seiscientos cincuenta caballos...

© A. Villegas Glez. 12




jueves, 13 de diciembre de 2012

LA INCREÍBLE VIDA DEL SANSÓN DE EXTREMADURA

Desde el mismo día en que su madre, Juana de Torres, le trajo a este mundo, allá por el año mil cuatrocientos sesenta y ocho, Diego García de Paredes crecería escuchando el continuo: ¡clang, cling, clong!, de los aceros que entrechocaban en el patio de su casa mientras su progenitor, Sancho Ximénez de Paredes, noble caballero, reconocido como valeroso durante las guerras contra los moros, entrenaba con la espada contra sus pajes o los compañeros y nobles que le visitaban.

Al tiempo que aprendía a caminar aprendía también a manejar la espada y la daga, y ya desde que era muy niño destacaría por poseer una fuerza física extraordinaria, casi sobrehumana, como si Diego hubiese nacido como un pequeño Hércules trujillano. 

Su progenitor, que era hombre despierto, le obligaría también a cultivarse en otras ciencias y artes.
Diego aprendió a leer, a escribir y las cuatro reglas, demostrando así el viejo Sancho, su padre, que además de valiente era un hombre con luces y la cabeza bien amueblada.

No se sabe muy bien si Diego, convertido ya en un muchachote cultivado, grande y fuerte, perfecto conocedor de la Verdadera Destreza y con el punto de honra tan estrecho como ancha eran su hidalguía, su generosidad y su honradez, estuvo o no estuvo en la Guerra de Granada bajo las órdenes de los Reyes Católicos.
Los cronistas no se ponen de acuerdo en la cuestión, unos dicen que sí, otros que no.

Supongo que con tanto ardor metido en las tripas desde pequeño, y comprobado que nadie era capaz de vencerte ni con la espada ni con los puños, el joven Diego se iría, sin duda, a pelear a Granada. 
Hay quien asegura que durante la de Ronda, Diego demostraría sobradamente su arrojo y su fuerza extraordinarios.
Otros dicen que se mantuvo al lado de su madre viuda, pues su padre había muerto en el año ochenta y uno del siglo, y que Diego Paredes permanecería a su lado, cuidándola, hasta que falleció en 1496.
Cualquiera de las dos versiones demuestra la nobleza del carácter de Diego, su valentía al unirse a las huestes castellanas o su hidalguía al permanecer, como cabeza de familia, junto a su vieja y apenada madre hasta que muere.

Las primeras noticias fiables sobre su vida aparecen cuando desembarca en Nápoles en el año 1496, le acompañaba su hermano Álvaro.
Su llegada coincide con un periodo de paz entre franceses y españoles, por lo que Diego se meterá hasta el cuello en la vida pícara y buscavidas que llevaban los soldados españoles destacados en Italia.
Más todavía la soldadesca inactiva que pululaba buscando la manera de ganarse el pan con la punta de la espada.
Las pasa negras el trujillano hasta que un día, visitando a un pariente suyo que vive en el Vaticano, a Diego de Paredes le buscan las cosquillas.
En plena calle una numerosa turba se arroja sobre él dispuestos a lincharlo.
El extremeño solamente contaba para su defensa con una garrota de hierro.
No sabían muy bien con quién se estaban metiendo y la cosa terminaría con cinco muertos, diez lisiados de por vida y el resto de la cuadrilla, que había tenido la mala idea de ofender a Diego de Paredes, molida a palos, contusa y espantada.

El mismo Papa de Roma, que paseaba por allí y que había visto la escabechina en primera persona, le nombra de inmediato su guardaespaldas personal.
Así Diego de Parees entraba al servicio del Papado y de los Borgia.

Nombrado Capitán de los Ejércitos Papales, y junto al cuerpo expedicionario español que mandaba el gran Gonzalo Fernández de Córdoba, participa con brillantez en la reconquista del puerto de Ostia, que había caído en manos de un mercenario vizcaíno que estaba al servicio de Francia.

Durante el asalto a la fortaleza de Montefiascone, bajo la inmensa lluvia de saetas enemigas, Diego se fue hasta las pesadas puertas, agarró las argollas de hierro y las arrancó de cuajo para espanto y pasmo de los que defendían las murallas. 
Todos miraban al español admirados aunque nadie podía dar crédito a lo que acababan de presenciar.
Pero, ahí estaban, las puertas reventadas y la fortaleza rendida.

En el año mil y quinientos la suerte de Diego cambiaría a peor.
Un arrogante, chulo y prepotente noble italiano le desafía a un lance de honor.
Era el conocido como: "César de Roma" y tenía la fama, bien ganada, de ser el mejor espadachín de toda la ciudad con no sé cuántas muertes confirmadas...

El duelo duraría un segundo, que fue el que tardó Diego en cortar la cabeza de su oponente.
¡Tump,tump,tump...!, la cabeza rodó por la hierba con los ojos del César todavía como platos.
Sin embargo el fallecido era hijo o nieto o sobrino de alguien muy importante y Diego se vería fulminantemente despojado de sus cargos, de sus honores y sería engrilletado en las oscuras cáceles papales.
Pero parecía que el Borgia se había olvidado de a quién había contratado.

Porque Diego, gracias a su fuerza extraordinaria arrancaría sin mucho esfuerzo las argollas que lo sujetaban contra la pared y luego los utilizaría, a modo de terroríficas mazas, para abrirse paso a cadenazos por entre la maraña de guardias pontificios que le salieron al paso.
Y así, de aquella manera tan discreta, se fugó de la cárcel Diego Paredes.

Para vengarse del Papa se mete a mercenario bajo las órdenes del Duque de Urbino, que era un enemigo acérrimo de los Borgia.
La fuerza de Diego ayudará al Duque a conservar sus posesiones.
Poco tiempo después, y siempre en busca de olla en la que poder mojar el pan, entraría al servicio de la poderosa familia Colonna.
Sin embargo con los famosos italianos estaría muy poco tiempo, ya que, enterado de la expedición española contra la isla de Cefalonia, que había sido tomada a sangre y fuego por los turcos hacía unos años, correría para alistarse bajo las banderas del joven y aguerrido general que mandaba aquella expedición, un tal Gonzalo Fernández de Córdoba.

La toma de la isla no resultó en exceso complicada, pero la fortaleza de San Jorge, que la dominaba, era otra cosa.
Setecientos jenízaros se habían enrocado en la fortaleza y ni los españoles ni los venecianos eran capaces de rendir sus murallas.
Usaban los turcos para la defensa unos ganchos parecidos a anzuelos que utilizaban hábilmente para enganchar a un enemigo y luego dejarlo caer desde lo alto o acercar al desgraciado a los adarves para degollarlo como a un cerdo.
Uno de los soldados a los que engancharon con los lobos fue a Diego de Paredes, para su desgracia.
De los sarracenos digo.

Diego logra que no lo suelten y lo dejen caer al vacío, después, cuando lo arriman a la muralla, el segundo error turco, le permiten que conserve su espada y su rodela.
Lo que pasó después sería comparable a Sansón con la quijada, pardiez.

Diego Paredes ciego de ira y utilizando la fuerza sobrehumana que el Señor le había concedido, arrasa los adarves enemigos para luego meterse muy dentro de la fortaleza.
 
Durante tres días y sus noches se pudieron escuchar los gritos espeluznantes que Paredes y los turcos daban dentro.
Después se acallaron y todo el mundo supuso que los turcos habían acabado, por fin, con aquel bravo compatriota, redoblándose el ardor de los asaltantes ante tan gran sacrificio.

Pero Diego seguía con vida. 
Había admirado tanto a sus enemigos que los turcos pensaron que aquella bestia extremeña sería más útil viva que muerta en caso de verse obligados a pactar una capitulación, cosa que estaba muy cercana ya que los paisanos del reo apretaban y apretaban bien.
Así que lo encerraron en una celda cargado de cadenas.
Fue el tercer y fatal error otomano.

Diego reponía fuerzas y escuchaba, muy atento, los combates de fuera, así, la mañana del definitivo asalto español y repitiendo el método usado cuando se había fugado de las cárceles papales, ¿para qué cambiar si la cosa funcionaba?, arranca de la pared las cadenas que lo retenían y comienza a repartir leña desde dentro de la fortaleza.

Cuando la batalla termina Diego Paredes estaba en mitad del Patio de Armas empapado en sangre y rodeado de jenízaros muertos o agonizantes.
Es cuando los soldados le bautizan como el Hércules de España:

-¿Quién fue el soldado que liberó a Diego Paredes...?- preguntaba interesado Gonzalo de Córdoba
-Nadie, él solito excelencia…
-¡Pardiez…!

Terminada aquella campaña el inquieto Paredes entraría, otra vez, al servicio de los Borgia, supongo que el oro y el deseo de seguir peleando eran sobrados motivos para olvidar las viejas ofensas.
Ayudaría al famoso César Borgia a tomar las ciudades de Rímini y Faenza.
Pero los vaivenes de la intrincada familia volverían rápidamente a dejarlo en el paro, vagando por toda Roma y loquito por encontrase con alguno que le ofendiese para despedazarlo en singular combate.

Será la guerra entre España y Francia, a cuenta de las posesiones italianas, la que le de trabajo a Diego de Paredes, que sienta plaza como soldado entre las tropas de Gonzalo de Córdoba.
Una vez más la vida de estos dos hombres irrepetibles volvía a cruzarse.
Diego se destacaría durante la batalla de Ceríñola.

Poco más tarde, a orillas del río Garellano, a Gonzalo de Córdoba se le ocurrió gastarle una broma, una puya soldadesca entre camaradas, algún reproche del tipo:

- ¡Qué pocos enemigos mató vuestra merced durante la última batalla, don Diego...!- o alguna cosa parecida.

El caso es que 
cegado de rabia y de ira agarra un montante, que es un tipo de espada larga y ancha que suele manejarse con las dos manos, un arma pesada y temible del tipo de las que usaban los caballeros medievales.
Con el montante en ristre y una cara de mala leche que espantaba, Paredes se aposta en un puente estrecho sobre el río.
Al poco ve pasar una tropa de franceses a los que, de inmediato, reta a voces a ver si se atreven a cruzar el puente.
¡Si tenéis oeuf...! -les dice.

Unos mil gabachos se abalanzan enrabietados contra el puentecillo, pero lo estrecho del paso solamente permite el ataque de un hombre de cada vez. 

Los franceses se apiñaban contra el estrecho paso mientras con el montante chorreando sangre Paredes mataba, hería y mutilaba sin descanso.
Dale que te pego al mandoble se cepilla o deja mal heridos a más de quinientos enemigos.

Hasta artillería se ven obligados a emplazar los gabachos para intentar acabar con aquel loco del montante, que encima, para más recochineo, sería el último hombre en abandonar el puente que rebosaba de cadáveres.
Diego solamente se retiró cuando el refuerzo que había llegado en su auxilio logró convencerlo de que su cabezonería le llevaría a la muerte sin remedio y que lo del Capitán había sido solamente una broma, pardiez.

En el año 1502 los españoles estaban sitiados en la villa de Barletta.
El prolongado y tedioso asedio se veía interrumpido, de cuando en cuando, por desafíos entre caballeros, justas a la antigua en las que se detenía la pelea diaria y hasta se nombraban jueces y escribanos.
A Diego Paredes le temían los franceses más que a una vara verde, por eso, quizá conociendo que convalecía muy enfermo y herido, los caballeros franceses, aprovechando la circunstancia, plantearon un desafío a los españoles: once contra once en singular combate.
El desafío, faltaría más, se aceptó.

Gonzalo de Córdoba solicita a su mejor caballero que se prepare para el lance.
Diego que estaba enfermo de fiebres y con cagaleras, se levanta del jergón, agarra sus armas y se pone al frente de la hueste española.
Los franceses venían comandados por el no menos famoso Caballero Bayardo.
Había una tribuna engalanada y el campo del honor estaba delimitado por banderolas y piedras encaladas…

A un trompetazo los hombres se abatieron unos contra otros.
La lucha se tornó feroz y sangrienta, un español rendía su espada, había un francés muerto en el suelo y otro herido que se rendía también... 
Los demás gabachos se atrincheraron detrás de los caballos muertos para ofrecer una enconada y cabezona resistencia.
Pasaban y pasaban los minutos y las horas y no había un claro vencedor del combate.

Entonces los franceses que estaban atrincherados reconocen la valentía española y, argumentando que se estaba haciendo de noche, solicitan el final del combate.
Tras pocas deliberaciones todos los españoles aceptan, menos Diego, que rumiaba, un poco aparte del grupo y bufando como un búfalo.
Se le habían partido la lanza y la espada...

Los gabachos, arrogantes, se le reían a la cara y a Diego de Paredes se le saltaron los plomos.
De repente y como poseído por mil demonios echa mano a las piedras encaladas que delimitaban el campo del honor y empieza a apedrear a los gabachos -¡blong!, ¡blang!, ¡crock!, ¡ay mon dieu!-, hasta que los pomposos caballeros huyen despavoridos.
Creo que este fue el motivo por el que, pocos días después, otro caballero francés, Gaspar de Coligny, que se había llenado la boca despreciando a los españoles, prefirió la deshonra antes que acudir al desafío que el temido Paredes le había propuesto.

Acabada la guerra, vencidos los franceses y con el Gran Capitán de gobernador de Nápoles, Diego regresaría a España en el año1504.
Viajaba con la intención de que el Rey ratificase el título de Marqués de Colonetta que su, ya amigo, y general le había otorgado en premio por sus innumerables hazañas.

En la Corte se encontraría con la maraña de envidiosos, pisaverdes, lameculos, hipócritas e hideputas que siempre crecen como hongos alrededor de nuestros gobernantes, nobles enquistados, burgueses con aires de grandeza, avaricia, envidia y bajos instintos. 

Hasta al pobre Gran Capitán ponían de vuelta y media los parásitos, acusándole de mil perrerías y falsedades y aquello sacaba de quicio al noble Diego Paredes que, arrojado como era y sin temor alguno, amparado en su noble ideal, un día se le ocurrió interrumpir al monarca mientras rezaba.

Diego entró como una tromba en la capilla, se postró de rodillas ante el Rey, miró con desprecio a la piara de nobles que adulaban al monarca, y allí en medio, sin cortarse un pelo, les retó:

- ¡A ver quién es el guapo que tiene los huevos de acusar al Gran Capitán de lo que sea...!

Luego lanza, desafiante, el sombrero soldadesco a los pies de los nobles, pero claro, ninguno hace el más mínimo gesto de recogerlo. Entonces el mismo rey le pide que le haga la merced de esperarlo mientras acaba sus rezos.

Cuando acaba, recoge el chapeo de Diego y se lo entrega, ordenándole que se cubra.
Aquello era uno de los mayores honores, algo a lo que todos los hidalgos aspiraban, algo que estaba reservado a los Grandes de España.

Sin embargo Fernando también le despojaría del marquesado que tan honrosamente había conseguido.
Aquello amargaría tanto a Diego García de Paredes que, asqueado de todo, compraría una calavera, alistaría una tripulación y durante un año se hizo pirata por el Mediterráneo. 
Durante aquel año la nave de Paredes causaría espanto entre los turcos y los franceses.

En 1508 le conceden el perdón real, y se embarca en la expedición del Cardenal Cisneros para la toma de Mazalquivir y de Orán.
Al año siguiente estará también en Bugía y en Trípoli de la mano de Pedro Navarro.

En mil quinientos doce es Coronel de la Santa Liga y pelea en la batalla de Rávena, en la que morirá su hermano Álvaro, que había estado junto a él desde el principio de sus aventuras.
Para 1520, Diego de Paredes tiene cuarenta y siete años y fama y renombre en toda Europa.
Ese año peregrina a Santiago de Compostela en la caravana del Emperador. 

Durante la Guerra de las Comunidades permanece neutral en su pueblo.
Luego se incorpora de nuevo a los Tercios justo para la primera batalla de San Marcial y el asedio de Fuenterrabía.
Hay diversidad de opiniones sobre si estuvo o no estuvo en la batalla de Pavía, cuando la gran escabechina de franceses.
Creo que tan bravo soldado no dejaría pasar la oportunidad de acudir a tan señalada fecha.

Formaría parte de la escolta del Emperador durante su viaje por toda Europa.
Carlos le había nombrado Caballero de la Espuela Dorada y de regalo lo mandaría con los arcabuceros españoles que acudieron en socorro de Viena.
Diego llegaría hasta Hungría persiguiendo turcos.

En 1533 estaba de visita en la ciudad de Bolonia.
Un día jugando con unos críos sufre una mortal caída del caballo.
Hasta el final mantendrá la serenidad y sabiendo que se moría exclamó:

- “Quiso Dios que por tan liviana ocasión se acabasen mis días…”

Cuando le amortajaban los médicos y curas certificaron que su cuerpo estaba plagado de cicatrices.
Sus huesos serían trasladados a España en el año 1545.

Hoy en día reposan en la iglesia de Santa María la Mayor de Trujillo, la misma iglesia en la que también hay una enorme pila bautismal.
La misma que un día, Diego García de Paredes arrancó de cuajo del suelo para llevarla hasta su casa y que así, su madre enferma, pudiese persignarse con agua bendita.


A. Villegas Glez. 2012

Imagen: Diego García de Paredes












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