Hijo de don
Antonio Blázquez de Ávila y de doña Ana de Daza sus padres quisieron encaminarle, desde la
tierna infancia, hacia el sacerdocio y el servicio a la Santa Iglesia, así que desde muy niño, sus pudientes progenitores lo envían a la mismísima Roma, para que allí estudie Teología y sea ordenado
sacerdote lo más pronto posible.
Sin embargo
a Sancho lo que le hace temblar el corazón y hervirle la sangre, es la milicia. Envidia en secreto hasta al más humilde de los muchos soldados españoles que
pululan por la Ciudad Eterna y desea ser uno de ellos por encima de todas las
cosas.
Por eso, en el año mil
quinientos cuarenta y tres cuelga los hábitos, abandona los libros de oraciones y sienta plaza de soldado en el Tercio de don Álvaro de Sande, que está a punto de salir
hacia el norte, Camino Español arriba hacia Alemania, en dónde los herejes protestantes se han alzado en armas y
están exterminando a los católicos sin compasión por todos y cada uno de los Principados alemanes por los que se ha extendido la furia iconoclasta como un barril de pólvora volcado al que se le ha metido fuego.
Sancho
Dávila aparece por primera vez en la Historia en el año mil quinientos cuarenta
y siete, (tenía veinticuatro años), cuando junto a otros nueve españoles se
arroja sin dudarlo a las heladas aguas del río Elba, lo cruzan, desollan a los holandeses que guardaban un puente de barcas que allí tenían oculto, lo
roban, y el Emperador Carlos y el Ejército Imperial
pueden de esta manera cruzar el caudaloso río y propinar a los herejes la paliza de Mühlberg, en la que el Emperador acabó de un plumazo con la rebelión y la arrogancia de sus enemigos.
Felicitado
por el mismísimo Carlos de Austria, regresa con su Tercio de nuevo a Sicilia y allí tomara parte en la callada pero sangrienta batalla mediterránea que España sostiene contra
los otomanos.
Es ya capitán
de infantería española cuando se embarca en la desastrosa campaña contra la
Isla de Gelves, en la que resulta herido y hecho prisionero por los turcos, y gracias,
pues su cabeza no será una de las miles que se usen para levantar la famosa Torre de las Calaveras, en la que se apilan, en terrorífico monumento, las cabezas de los tres mil españoles
caídos tras defender durante dos meses la ciudadela. Don Álvaro de Sande y su gente se habían enrocado tras las murallas y no habían dejado de matar turcos como demonios hasta el final.
Dávila es
rescatado tras un año de duro cautiverio y en recompensa a las fatigas sufridas, el rey
Felipe le concede la Castellanía, (título equiparable al de gobernador), de la hermosa y tranquila ciudad italiana de
Pavía, en la que tan sólo permanece un año en el cargo, y no por gusto, pardiez, si no
porque el Duque de Alba le ha reclamado a su servicio. Dávila, (de su
bolsillo, claro), recluta una compañía de caballería que se convertirá en la
escolta personal del Duque en Flandes, corría el año mil quinientos sesenta y
ocho.
El rey le
nombra entonces Gobernador de la Ciudadela de Amberes, allí Sancho Dávila, pese a quejarse por la falta de medios y de hombres, pues no tiene ni la mitad de los que debería tener
para defender un perímetro tan grande como el de la ciudadela, ordena reparar los revellines y los baluartes.
Los rebeldes
holandeses han incendiado todo Flandes con la rebelión y Sancho Dávila no es ajeno a los
vaivenes de la guerra.
Primero derrota cerca del río Mosa a sus enemigos, luego pierde la batalla de Quesnoy, en la que resulta herido grave. Sin embargo Dávila no ceja, rehace sus maltrechas filas y emprende la persecución del enemigo hasta muy lejos, pasado el gran río Rin hasta la ciudad de Dahlem. Una vez allí arrolla y destroza al enemigo.
Estará don Sancho entre las filas de su Tercio en la batalla de Gemingen, de la que se cuenta que el holandés no encontró esquina alguna en la que poder ocultarse y que gracias al arrojo de Sancho Dávila y de sus hombres, que impidieron a cuchilladas que los holandeses consiguiesen abrir las esclusas, con lo que se habrían ahogado todos, se ganó la batalla.
Primero derrota cerca del río Mosa a sus enemigos, luego pierde la batalla de Quesnoy, en la que resulta herido grave. Sin embargo Dávila no ceja, rehace sus maltrechas filas y emprende la persecución del enemigo hasta muy lejos, pasado el gran río Rin hasta la ciudad de Dahlem. Una vez allí arrolla y destroza al enemigo.
Estará don Sancho entre las filas de su Tercio en la batalla de Gemingen, de la que se cuenta que el holandés no encontró esquina alguna en la que poder ocultarse y que gracias al arrojo de Sancho Dávila y de sus hombres, que impidieron a cuchilladas que los holandeses consiguiesen abrir las esclusas, con lo que se habrían ahogado todos, se ganó la batalla.
Marchando
por la región de Frisia se encuentran al enemigo atrincherado al otro lado de
un canal, sin dudarlo, ya tenía el valiente Dávila experiencia en cruzar cursos
de agua, se arrojan al curso de agua helada con los caballos, y sujetándose a las crines y las colas de
las bestias, la compañía de Dávila cruza el canal y vapulea a los sorprendidos y espantados enemigos. Poco tiempo después en la villa de Tilermont, pasa a
cuchillo a ochocientos enemigos durante una sangrienta encamisada.
Llegó luego
un periodo de cierta paz, hasta que de nuevo los cabezones rebeldes holandeses
se alzaron en armas contra el
Emperador.
Sancho
Dávila en el año setenta y dos de siglo, acude en ayuda de los sitiados de la ciudad aliada de Midelburgo que están asediados desde hace meses y casi a punto de capitular. Entonces llegan Dávila
y sus hombres y espantan al enemigo logrando levantar el asedio después de matarle al enemigo hasta al tamborilero, pero no contento con eso, lo persigue hasta
el puerto de Arnemuinden. Una vez allí, captura unos cuantos barcos holandeses, los carga hasta las bordas de infantería y se lanza a toda vela, directo contra
la nave capitana enemiga a la que abordan gritando ¡Santiago!, para después meterle fuego, mientras el resto de la flota holandesa que estaba tan tranquila en su puerto tiene que huir despavorida.
Desde esta valerosa demostración de agallas y determinación, amigos y admirados enemigos. como el gabacho Brantome, bautizan a Sancho Dávila con
el sobrenombre de “El Rayo de la Guerra”
Mil
quinientos setenta y tres, el viejo
Duque de Alba se retira de Flandes y deja su puesto a don Luís de Requesens,
que de inmediato ordena a Sancho Dávila que se ponga al mando del ejército, por ser el
más bravo y capacitado de todos sus capitanes.
Sancho se lo
demuestra en Mastrique, en dónde tras rezar rodilla en tierra junto
a sus ochocientos hombres, al grito de ¡Cierra!, acometieron los
adarves holandeses pasándose por la piedra a mil y pico enemigos y permitiendo que las
banderas del Rey Católico pudiesen ondear sobre la ciudad rebelde conquistada.
Al año
siguiente, ocupando el centro del ejército español destroza a los holandeses en la batalla de Mook, allí se dejaron los herejes treinta y pico banderas y estandartes,
además de cañones, pertrechos y una suma incontable de muertos y de heridos.
Por tan gran victoria el viejo Sancho Dávila, que tiene cincuenta y un años en el lomo, más de la mitad de ellos pasados en tierra flamenca, recibió como premio y agradecimiento una carta escrita de puño y letra del mismísimo Emperador.
Por tan gran victoria el viejo Sancho Dávila, que tiene cincuenta y un años en el lomo, más de la mitad de ellos pasados en tierra flamenca, recibió como premio y agradecimiento una carta escrita de puño y letra del mismísimo Emperador.
Generoso que
te cagas el monarca…
Otra vez como gobernador de la Ciudadela de Amberes, se ve, en octubre de mil
quinientos setenta y seis, rodeado de enemigos por los cuatro puntos cardinales,
que consiguen alcanzar hasta los mismos adarves de la ciudadela, pues los mercenarios
tudescos que defendían el perímetro, se han pasado tan ricamente al enemigo.
Setecientos
españoles se han quedado dentro de los muros dispuestos a morir todos antes de rendir
la fortaleza, mientras los alegres y confiados ciudadanos de Amberes montan chiringuitos y puestos de
pescado frito cerca de la ciudadela, mientras los ingleses, los holandeses y los tudescos se han unido todos para hacer escabeche español y las multitudes allí reunidas aplauden a rabiar cada vez que un cañonazo abre brecha en las murallas almenadas y algún compatriota acaba hecho puré
contra las piedras. Ningún refuerzo ha podido pasar las líneas enemigas y todo
parece perdido.
Hasta que
aparecen por el horizonte dos mil soldados veteranos, desharrapados y
hambrientos, los mismos que se habían amotinado en Alost hacía unos días porque ya no quedaba
ni cuero para poder roer u matar el hambre, ahora avanzaban con ramas de laurel en los morriones,
seguros de su victoria. Aquella imagen imposible causa tanto pavor entre el enemigo, que los dos mil españoles consiguen llegar, sin
apenas haber recibido resistencia, hasta la ciudadela donde son recibidos con gritos de júbilo
y alegría por los que estaban sitiados dentro.
Juan de
Navarrete que era el capitán electo de los amotinados, se abraza a Sancho Dávila, le dice que están deseosos de combatir al enemigo y ocupar toda la ciudad, Dávila entonces le sugiere que descansen y coman que luego se atacará lo que haya que atacarse, entonces Navarrete le dice:
- - “Señor
capitán, venimos a comer en el paraíso o a cenar en Amberes.”
Y los españoles se lanzaron al ataque y lo enemigos huyeron como ratas y los que antes aplaudían y chillaban
jubilosos en los chringuitos, chillaban ahora aterrados mientras Amberes ardía por los cuatro costados y los
españoles avanzaban calle por calle sin dejar nadie vivo a sus espaldas.
Luego se firmó el Edicto Perpetuo, que duró menos que un indígena con viruela, y Sancho Dávila vio interrumpida su estancia en España (¡ah, la patria), puesto que don Juan de
Austria, el flamante nuevo Gobernador de Flandes había tenido que refugiarse en Namur y tras la rebelión, de todas las Provincias, solamenete Luxemburgo se mantenía fiel al Rey.
Y allí que se fue
Sancho Dávila, con cincuenta y cinco primaveras de la época en la espalda y Camino
Español arriba, ¡perra suerte...!
Al pasar la
corona portuguesa a manos de Felipe Segundo, Sancho Dávila es reclamado de nuevo a las filas de los Tercios, regresa a la guerra,
ahora en el frente portugués contra el pretendiente al trono portugués, Prior de Crato.
Sancho participa destacadamente en la batalla de Alcántara, y tras la victoria el Duque de Alba ordena al “Rayo de la Guerra”
que persiga y aniquile al enemigo, cosa que Sancho hace con tanto ardor y buen
mando, que hasta consigue tomar la ciudad de Oporto, dando la campaña por terminada, corría el
año mil quinientos ochenta.
Hasta el
mismo Emperador lloró su muerte y públicamente reconoció que había perdido a
uno de sus mejores soldados.
Reposa en la Capilla Mayor de la iglesia de San Juan Bautista en la hermosa ciudad de Ávila.
Reposa en la Capilla Mayor de la iglesia de San Juan Bautista en la hermosa ciudad de Ávila.
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