martes, 9 de abril de 2013

LICENCIA. La Escuadra Arregui IV

El asedio de Mastrique había terminado.

No voy a contarles a vuestras mercedes los días que se sucedieron cuando, por fin, los españoles conseguimos atravesar los glacis enemigos y superar los adarves y tomar, a base de huevos, la ciudad que, por cuatro meses, había resistido todos nuestros envites.
No voy a relatárselos no por vergüenza ni nada por el estilo, pues el saco sobre una ciudad que no se había rendido era costumbre natural en la guerra y si llegamos a ser nosotros los de dentro nos hubiesen saqueado de la misma manera. No puedo relatárselos puesto que yo no participé apenas en aquellos últimos asaltos y la escuadra del cabo Arregui tuvo que apañárselas sin su mochilero durante aquellos últimos días.


Yo andaba estropeado del brazo derecho, que casi pierdo por la puñalada que me había dado aquel maldito vizcaíno que ahora criaba malvas en algún punto entre Mastrique y el río, así ardiese el hideputa en el infierno, me llamo Miguel y soy mochilero en la escuadra del mejor soldado que jamás conocí, el vascongado Arregui.

La herida del brazo curó a muy buen ritmo, sin embargo los temores de mi amigo y maestro Guzmán de Sevilla se habían hecho realidad. A pesar de que la carne se curó y cerró sin infecciones, mi brazo jamás pudo volver a ser el mismo. Pese al duro entrenamiento y a los cuidados del sevillano mi hombro se negaba, contumaz, a pasar de cierta altura y jamás pude ya volver a sobrepasar la de mi propia cabeza desde aquel malhadado día en la cabañuela al lado del río, cuando el vizcaíno me dijo que le limpiase las botas y yo me había negado provocando su ira y el pinchazo en el brazo que me lo dejaría lisiado para el resto de la vida.
Aunque mucho peor le había ido a él, que había sacado los sesos de paseo invitados por el pistolón del cabo Arregui.

Al principio fue muy duro, mucho.
Yo era apenas un niño que empezaba a vivir y mi deseo de convertirme en soldado se había visto truncado de golpe, tan sólo deseaba morirme y durante las primeras semanas me convertí en un guiñapo llorón y destrozado que mendigaba de comer con lágrimas en los ojos adaptándome a mi nuevo papel de tullido inútil.

Sin embargo allí estaban el bueno de Guzmán de Sevilla y el mejor del Cabo Arregui, que el primero con sus cuidados e instrucciones y el segundo con sus silencios y miradas hicieron que éste que les escribe pudiese -éso- manejar con soltura la pluma y la espada aprendiendo a hacerlo con la mano zurda:

- Que si adquieres buena maña Miguelillo, es más peligrosa que la diestra pues nadie se espera los relámpagos por esa banda- me repetía machacón el Maestro de Esgrima.

Fueron muy largos aquellos meses de trabajos y de decepciones una tras otra. Manejar la mano siniestra si no es de nacimiento es difícil destreza y pueden jurar vuestras mercedes que me acordé un millón de veces de los Santos Sacramentos y renegué de mí mismo, del Maestro y del cabo Arregui en otro millón de ocasiones.
Cada tarea, cada faena, cada rascarme la inexistente barba, cada puntada de costura, cada cepillado a los cintos, cada pasada a la piedra por las mellas de las espadas, toda tarea, toda, debía realizarla con la mano izquierda y luego Guzmán me hacía repetirlo cien veces, para después, de postre, obligarme a repetir las mismas faenas usando la diestra en cuya muñeca me había atado un canto rodado:

- Para que no se te atrofie Miguel, que una cosa es perder movimiento y otra fuerza, ¿o acaso no quieres clavar la daga bien dentro de las tripas de tus enemigos...?- me decía sonriente el sevillano.

- Sí, maestro- le contestaba yo mientras repasaba con grasa un cinto.

- Pues eso muchacho… ¡Más lustre a ese correaje de cuero, que brille para el viaje!
Cada día entrenaba con Guzmán y con Arregui en el uso de la espada y, sin casi darme cuenta, en unos meses adquirí fuerza y destreza en el brazo izquierdo como si hubiese nacido con aquella virtud y mi brazo derecho, pese al defecto en el movimiento -aquel tendón segado que me había dejado el vizcaíno de recuerdo- también se recuperó de buena manera, pudiendo manejar sobradamente la daga, que como iba dirigida a las tripas del enemigo aquella altura la alcanzaba de sobra y con fuerza más que suficiente para atravesar a cualquiera.
De hecho tanto entrenamiento y tanto trabajo extra me habían convertido, a mis recién cumplidos trece años, calculados así a ojo pues nunca supe el año exacto de mi nacimiento, en mozo recio que ya se afeitaba el bozo esperanzado en poder lucir pronto -pardillo de mí- los bigotazos de soldado viejo.

Nunca podré agradecerle bastante al pícaro, simpático y culto buscavidas sevillano lo que hizo por mí durante aquellos meses.
Nunca le dije una palabra agradecida, aunque supongo que él leería el agradecimiento en mis ojos cuando, por ejemplo, tras toda una de aquellas tardes dale que te pego a la espada de madera, se llegaba hasta mí sin aliento y con el pelo escaso y rubio pegado a la frente por el sudor y el viejo Maestro revolvía mi melena rizada, morena y abundante y yo lo miraba como si mirase al mismo Dios y él debía verlo reflejado en mis ojos, pues sonreía contento y me miraba como quien mira a su propio hijo. 
Yo jamás había conocido a mi padre, muerto en aquella misma tierra que yo ahora pisaba, pero aquellos años en Flandes me dieron dos padres a los que jamás podré olvidar.

Jamás le dije una palabra agradecida, ¡pardiez, si hubiese sabido que su final estaba tan cerca!, pero claro eso nadie puede saberlo y estas cosas se ven a toro pasado, cuando los años te hacen recordar y pensar en lo que hubiese pasado si hubieses actuado de una manera y no de otra, ejercicio inútil que debe venir pegado con la vejez.

Habían pasados unos meses desde la toma y saqueo de Mastrique, que quedó en manos del Emperador y la situación en Flandes se había estabilizado un poco. Por tanto ya no se requerían tantos soldados en aquellas tierras y además no había dineros para pagar a tanto arcabucero y la palabra encadenada -puesto que era sólo una- "motínpagasputaqueosparió", se oía cada vez más en los campamentos españoles, así que el mando decidió licenciar a una parte del Tercio, otros serían enviados a guarniciones y otros, los menos afortunados, a Berbería.

Arregui y Guzmán habían decidido licenciarse una temporada y meter más inútiles hojas de servicio en los abollados canutos de hojalata que todo soldado español llevaba al cinto junto a la espada y la daga con los que se los habían ganado. Aquellos canutos, yo mismo cargaría los míos con el tiempo, representaban la más miserable condición de nuestra patria, pues pese a llevar dentro la gloria y la honra de toda la nación, a nadie les importaban una mierda. Al Rey o a sus Validos menos que a nadie.

Sin embargo no conocerán vuestras mercedes a ningún soldado español que no se los muestre orgulloso, un punto arrogante, el pecho henchido y la barbilla alta, pese al hambre y la falta de pagas, pese al abandono y las miserias, ningún soldado español escupiría jamás sobre sus canutos de hojalata, pues esto sería cómo escupir contra la honra de España o lo que es lo mismo, contra la honra propia.

Fue Guzmán de Sevilla el que selló su propio destino.

En un principio íbamos a regresar por el Camino Español para una vez en Lombardía embarcarnos para España, pero al sevillano aquello de andar le gustaba menos todavía que cavar caponeras, así que avalado por sus trapicheos, sus contactos y su picaresca andaluza, nos había conseguido tres pasajes en un galeón que saldría, en poco más o menos un mes, 
desde Dunquerque.
Recuerdo con toda claridad las palabras del cabo Arregui mientras Guzmán nos lo contaba:

- La ruta marítima es peligrosa Guzmán…
- Iremos en un galeón artillado no en una achacosa carraca…
- Eso jamás detuvo a los herejes...- entonces el sevillano soltó una de sus pullas andaluzas que hizo que el vascongado lo mirase un segundo irritado, casi a punto de echar mano a la espada, para luego sonreír bajo la espesa barba bermeja.

- ¡Ozú compadre!... ¡Nunca vi un vascongado con miedo al agua!

De esta manera lo que quedaba de la antigua escuadra Arregui nos encaminamos, un día de mayo de mil quinientos ochenta, en larga carretada de bueyes, caballerías, carros de bastimentos cargados hasta arriba de heridos y enfermos, hacia el puerto católico de Dunquerque, en dónde una flota de corsarios, carracas de transporte y galeones del Rey se preparaba para atravesar el Canal de la Mancha, que era un avispero de herejes embarcados y su travesía uno de los mayores peligros a los que los españoles debíamos enfrentarnos durante aquel tiempo, pues a los buitres enemigos había que sumarle que aquellas aguas eran las más traicioneras y peligrosas del Mundo y los barcos que se había tragado aquel trozo de mar, tanto amigos como enemigos, eran incontables.

Yo sin embargo como pueden imaginar vuestras mercedes, iba dando saltos de alegría pues en mi corazón esperaba con ansia verme dentro de uno de aquellos enormes galeones, que imaginaba portentosa e invencible máquina de guerra.
Mientras caminaba en mi estropeado brazo derecho manejaba, haciendo malabarismos que pareciese un bufón, la gruesa y redonda piedra -debía ser la única de todo Flandes- que Guzmán me había dado:

- Hasta que veamos el mar no quiero que dejes de mover la piedra, Miguelillo- me dijo
- Y si se te cae al suelo te arreo un guantazo... - apostilló el vascongado.

Ni que decir tiene que no dejé caer el canto rodado al suelo de Flandes ni una sola vez durante todo el camino…
© A. Villegas Glez. 2013

Imagen: Asedio de Mastrique, 1579.




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