Era un día de octubre de mil quinientos setenta y siete y en la casa de los Oquendo y Zandategui se escucharon los llantos de un niño, hijo del Capitán General de la Armada de Guipúzcoa y de la Señora de la Torre de Lasarte. El niño fue bautizado Antonio y se crió entre la espuma del Cantábrico y rodeado de jarcia, velas, pasamanos, palos de mesana y mayores y cañones de a veinticuatro.
Con tales antecedentes no es de extrañar que con dieciséis años y huérfano de un héroe de La Felicísima ingresase como caballero entretenido en las Galeras de Nápoles bajo mando de don Pedro de Toledo. A pesar de su juventud Antonio demostró su valentía y sus conocimientos marineros desde el principio, causando admiración y respeto entre sus compañeros y oficiales.
En el año mil quinientos noventa y cuatro, tras un tiempo curtiéndose en el Mediterráneo pasa a la Armada del Océano al mando de don Luis Fajardo que sin pensárselo dos veces y viendo la inmensa capacidad del joven marino le da su primer mando y su primera misión.
Don Antonio de Oquendo se pone al mando de los pequeños bajeles "El Delfín de Escocia" y "La Dobladilla" con los que debe buscar, capturar o hundir a dos galeones corsarios ingleses que se estaban enseñoreando de las costas del sudoeste de España y Portugal, provocando la desazón y el miedo en las poblaciones costeras y en los comerciantes de la zona. En julio de mil seiscientos cuatro, nuestro jovencísimo capitán zarpa desde Lisboa en busca de los piratas ingleses.
Rondando la Bahía de Cádiz los encuentran.
El capitán inglés, ante el pequeño porte de las naves que se le enfrentan, sus barcos superan en tonelaje y artillería a los españoles, se lanza sin dudarlo contra la capitana española, mientras, su camarada, más prudente se cañonea a cierta distancia con "La Dobladilla".
En "El Delfín de Escocia", las cosas son muy diferentes. Los ingleses tras el conveniente ablandamiento artillero se han abarloado al bajel español y han conseguido abordarlo. Todo parece perdido. Pero no.
Los españoles aguantan y con su joven capitán a la cabeza, tras dos horas y pico de matar y morir y convertir la cubierta del barco en matadero, los ingleses espantados y convencidos de que de allí no saldrá ni uno vivo reculan hasta su nave con intenciones de largarse.
"La Dobladilla" y el otro inglés siguen despachándose a cañonazos, con el hereje haciendo ya maniobras buscando el viento que le permita escapar, pues su capitán, incrédulo ha visto cómo los españoles del otro barco no solamente rechazaban el abordaje, sino que ahora los supervivientes abordaban a su compatriota con tanto valor y sanguinaria rabia que al que no saltaba por la borda lo degollaban sin piedad.
Así que con todas las velas desplegadas el inglés se larga de allí con el rabo entre las piernas.
Sin embargo las noticias que recorren los mares son que a los barcos de Oquendo los piratas ingleses los han destrozado y en Lisboa, don Luis Fajardo se muerde las uñas pensando en si se ha equivocado con el chaval, que si ha cometido un error y que si enviar a tan joven capitán, con barcos menores contra unos potentes galeones ingleses no ha sido una cagada de las de a ocho doblones.
Pero un griterío enorme, unos aplausos indescriptibles y una algarabía como no habíase visto nunca inundó las calles de Lisboa cuando por la embocadura del puerto apareció el bajel de Oquendo trayendo a remolque el barco de su enemigo y a éste colgando de la verga del mayor.
Su entrada en Lisboa fue apoteósica y recibió una carta laudatoria del mismísimo Felipe III. Don Luis Fajardo le abrazó como a un hijo. El chaval (confirmado) tenía dos huevos.
En mil seiscientos siete el Rey le nombra Gobernador y General de la Escuadra de Vizcaya. Enterados del nombramiento unos navíos holandeses que venían con intenciones de atacar los puertos vizcaínos se retiraron, sin decir ésta boca es mía, hasta aguas más seguras. Tal era ya la fama que había alcanzado don Antonio de Oquendo.
A mitad de ese mismo año, las escuadras de Guipúzcoa y de las Cuatro Villas están también bajo su directo mando con lo que se forma la llamada Escuadra de Mar de Poniente o del Cantábrico.
Con ella causa espanto entre los holandeses que no pueden acercarse ni por asomo a las costas españolas, perseguidos y acosados por los hombres de la indomable escuadra de Oquendo.
Destinado a la flota del Mar Océano viajará al Nuevo Mundo en continuos viajes con La Flota de Indias de los que no perderá ningún barco y al contrario enviará al fondo a cuanto enemigo ose acercarse a los nuestros.
Siendo esto España, tarde o temprano las envidias y celos no tardaron en cebarse con nuestro almirante.
Le ordenan hacerse cargo de la flota de Guarda del Estrecho, pero como resulta que el nombramiento le viene de rebote y encima debe pasar por encima de un compañero marino, don Juan Fajardo que se había negado a tomar ése mando tras cientos de peticiones al Rey y a sus lameculos y se había largado, tan ricamente, a su casa. Harto de ser ejemplo del verso del Cantar del Mio Cid, como tantos otros.
Antonio de Oquendo, por ejemplo, que se niega a obedecer por sentir deshonroso el nombramiento y es de inmediato cargado de grilletes. Lo encierran en el Castillo de Fuenterrabía sin miramientos. Y éso que el mismo Oquendo estaba construyendo, pagado de su bolsillo, un galeón con el que defender la corona de tan ingrato rey. Pero en fin, es lo que había.
Al poco le cambian del castillo al convento de San Telmo en San Sebastián, desde el que le permiten visitar el astillero donde se construye su barco. Su admirado amigo Filiberto de Saboya le saca de prisión y regresa a la Carrera de Indias. Durante los primeros tiempos del Conde-Duque de Olivares será consultado por éste en asuntos de mar.
Luego de unos pocos años demostrando su valía como marino de guerra a las órdenes del Príncipe del Mar, su amigo Filiberto y de mandar la Flota de Indias, para el año mil seiscientos y veinticuatro las envidias y los celos se ceban con él de nuevo. Acusado de favoritismos, de irregularidades, de negligencias y de mil perrerías más. Tras casi dos años de juicios, papeleos, acusaciones y burocracia palaciega le quitan el mando de la Flota y le obligan a pagar los dos galeones perdidos bajo su mando en un temporal.
Impasible al desaliento don Antonio de Oquendo, ahora destinado a la flota de Los Galeones, la escolta de la Carrera, seguirá demostrando su valor y su pericia. Aumentando su fama entre amigos y enemigos. Multiplicando la envidia que por su persona sentían, por supuesto. El Conde-Duque no le consulta ya nada.
En mil seiscientos veintiocho, recién arribado desde una de sus misiones de escolta, llegan a Cádiz las peticiones de socorro de don Diego Escobedo, gobernador de La Mamora que pide auxilio urgente so pena de perder la plaza que está asediada por los moros. El intrépido Almirante General no duda un instante, ordena preparar sus naves, alquila otras, recluta gente y zarpa de inmediato y en tiempo récord se planta ante la sitiada fortaleza dejando a los sitiadores tan sorprendidos y aterrados que huyen despavoridos, convencidos de que "la baraka" les ha abandonado. Los españoles desembarcan, rompen el cerco y expulsan a los sitiadores, refuerzan la posición, con un todavía incrédulo Escobedo con los lagrimones pugnando por salirse de los ojos despidiendo a don Antonio de Oquendo que con su valor les había salvado a todos de la muerte o el cautiverio.
El mismo Rey le envía una felicitación de su puño y letra, honor asombroso para alguien que jamás miraba al suelo ni a nadie por debajo de sus regios hombros. A pesar de tales honores al almirante, perseguido de nuevo por las habladurías y la envidia y la mala sangre que siempre hacemos a nuestros más grandes hombres, hacen que sea destituido de su mando en la flota y nombrado Gobernador de Panamá.
La tocada de huevos es tan inmensa que Don Antonio de Oquendo renuncia a todos sus cargos y pide retirarse a San Sebastián. El Rey entonces alarmado y por una vez, no le hace ni caso a sus consejeros y restituye a don Antonio al mando de La Flota.
En mil seiscientos treinta y uno, con cincuenta y cuatro años de mar en el lomo, Antonio de Oquendo zarpa de Lisboa rumbo a las colonias del Brasil de Pernambuco y Bahía de Todos los Santos, que estaban asediadas por una poderosa flota holandesa que pretendía tomarlas y expulsar de allí a españoles y portugueses que por aquellos años compartíamos imperio.
Los barcos españoles escoltan a las carabelas portuguesas que van atestadas de infantería española, no es una flota todo lo potente que Oquendo quisiera, pero es lo que hay. Al menos va estrenando su nuevo galeón el "Santiago".
El doce de septiembre de mil seiscientos treinta y uno, la flota española se da de bruces contra la holandesa mandada por el almirante Hans Peter. Los navíos holandeses son de tonelaje y artillería muy superiores a los de los españoles así que Peter gallardo y prepotente, ataca con el mismo número de naves. Uno contra uno. No cuenta el almirante holandés que pese a sus cañones de a veinticuatro por los del doce de los españoles, cada galeón que ondea la de San Andrés es bastión inexpugnable y revellín de gruesos muros, aunque estos sean de madera y floten en mitad del mar.
Antonio de Oquendo observando lo que se le viene encima ordena al capitán de las carabelas que ponga rumbo a la costa y desembarque a los hombres, que esa es su misión, que la suya es desjarretar holandeses y que a éso iba. Despide al otro con un lacónico "son poca ropa".
Los holandeses a todo trapo y desplegados en media luna se abalanzaron sobre la flota española a las ocho de la mañana cerca del lugar llamado Los Abrojos.
Los galeones se enzarzaron unos a otros en bestial degollina. El capitán Oquendo había llevado sus naves, en peritísima maniobra a barlovento del enemigo al que cañoneaba a placer antes de abarloarse unos a otros y destrozarse a dentelladas como perros salvajes.
A las cuatro de la tarde los barcos no eran barcos y los hombres no eran hombres. El mar estaba cubierto por una capa de restos que flotaban alrededor de los galeones que aferrados unos a otros no dejaban de pelear, de morir y de matar. El combate era a muerte y el resto de la flota holandesa, pese a su superioridad, no osaba acercarse al centro de la acción, allí dónde los españoles aferraban los barcos enemigos para abordarlos y hacerlos pedazos. Sin embargo sus cañones gruesos castigaban muy duro a la flota española que se debatía como gato panza arriba, con el galeón "Santiago" convertido en el terror del enemigo con su capitán don Antonio de Oquendo muy tieso sobre el castillo.
Del "Santiago", no podía ser de otar manera tratándose de herejes, pardiez, vino la andanada que decidió la batalla.
Un taco encendido se cuela en la santa bárbara holandesa y la explosión hace que salte por la borda hasta el gato. Almirante Hans Peter a la cabeza y eso que el hombre no sabía nadar. El galeón español a duras penas y remolcado por otro barco consigue alejarse del barco holandés justo antes de que éste estalle en mil millones de trocitos de madera, hierro y hombres.
La flota holandesa viendo los fuegos artificiales y que algunos barcos españoles orzaban hacia ellos, izan trapo, ponen proa al viento (popa a los españoles) y escapan de allí como del mismo demonio. Supongo que para ellos satanás tendría la cara de don Antonio de Oquendo.
Se despachó a los holandeses de Brasil, quedado aquellas aguas tranquilas y al regreso a Lisboa la fama del Almirante le granjeaba las más ardientes simpatías y la más ferviente admiración. También las más oscuras y agrias bilis rebosaban de los estómagos de los encelados, lameculos, hideputas y demás calaña patria.
En el año treinta y seis, tenía el almirante cincuenta y nueve primaveras y cien mil cañonazos y doscientos mil temporales, el último muy reciente, en las espaldas cuando lo arrestan en Madrid acusado de despachar a un caballero italiano que le había tocado demasiado tres o cuatro palmos por encima de las rodillas.
Al año siguiente recibe la orden de incorporarse a la escuadra de Nápoles, pero Oquendo no se corta un pelo y le dice al rey que nones, que sin pólvora ni bastimentos no es cuestión de jugarse el honor de la nación, que lo mejor es hibernar y recuperarse del estado calamitoso en que se encuentra la flota mediterránea.
De esta manera es nombrado Gobernador de Mahón, isla dónde reparará las fortificaciones y artillará, trayendo él mismo los cañones desde Nápoles.
En agosto de mil seiscientos treinta y nueve, Antonio de Oquendo es nombrado vizconde y puesto al mando de una flota que debía dirigirse a Flandes y desembarcar tropas y abastecimientos para los exhaustos Tercios.
El cinco de septiembre con el "Santiago" a la cabeza, seguido por la Flota de Dunquerque salieron del puerto de La Coruña los barcos españoles. El día diecisiete chocaron con la flota holandesa y durante tres días consecutivos se estuvieron cañoneando sin piedad la una a la otra, sin decidirse los holandeses a intentar abordar las naves españolas, que agotadas las municiones y la pólvora, tuvieron que refugiarse el el estuario del Támesis, pues por una vez, los ingleses se estaban manteniendo neutrales, o casi.
La flota holandesa se reabasteció en puertos gabachos, mientras que a los españoles se nos ponían toda clase de trabas y de impedimentos por parte de los ingleses y cada bala de cañón y cada saco de pólvora nos costaba un riñón. A pesar de todo esto, se burla el bloqueo holandés y seis mil compatriotas desembarcan a salvo en puertos aliados franceses.
A don Antonio de Oquendo no le queda otra que salir y entablar combate. Como el mismo decía: "Nunca me vio el enemigo las espaldas".
Lo que no se esperaba el bravo almirante era lo que llegó después. Pues la incompetencia de algunos de sus capitanes llevó a la mitad de la flota española a quedarse varada en las dunas que se formaban en el estuario del famoso río. Y claro, así como a patos de feria oiga.
Sin embargo la flota, pese al terrible error cometido por algunos, que dejaba a los otros con el culo al aire y a ellos irremediablemente perdidos no es de las que se rinden ni de las que se dejan matar así sin pelea ni lucha. No señor.
Los holandeses lo primero que mandan son brulotes incendiarios los hideputas.
El combate entre los galeones varados, los que navegan y los holandeses es brutal y sangriento. Los españoles no se rinden jamás y venden su pellejo y la madera de sus naves a precio de oro de las Indias.
Como don Lope de Hoces que había rechazado a todos los atacantes holandeses que se le echaron encima provocándoles muchas bajas y daños, y estos le habían lanzado tres brulotes incendiarios al tiempo contra su maltrecho casco y el de dos naves propias que el español mantenía aferradas y que se llevaría con él al fondo. Se cuenta que entre las llamas que devoraba los tres galeones se podía ver la figura de don Lope todavía espada en mano atacando a los enemigos de España.
Todo parece sin embargo a punto de perderse, pese al tesón y el valor español, la varada de tantas naves había hecho el desastre inevitable. A mediodía con los galeones españoles muy maltratados y desarbolados casi todos, aparecen los barcos que regresan de Flandes de dejar a las tropas y sin dudarlo se abalanzan contra el cerco holandés que tiene atrapados a sus compatriotas.
A puros huevos los españoles consiguen sacar de aquel infierno a sus camaradas. Entre ellos al "Santiago".
El almirante holandés, admirado por tan brava defensa cuando le reprochan su decisión de no perseguir a los españoles declara: "La nave capitana de España con don Antonio de Oquendo dentro es invencible".
Por una vez y sin que sirva de precedente: "Olé los cojones del hereje". Almirante Trump se llamaba.
El "Santiago" y otras naves españolas alcanzan el puerto amigo de Mardique casi de milagro. El almirante Oquendo está gravemente enfermo. Llevados el barco el estandarte y el barco a puerto tan solo le queda morir, como él mismo dice.
Al año siguiente, durante el regreso a España y cuando pasan cerca de las costas que le vieron nacer, sus oficiales le aconsejan, le suplican que desembarque y se vaya a su casa a morir en paz con los suyos.
Don Antonio de Oquendo se niega en redondo y dice que su deber y las órdenes del rey son llevar el barco a La Coruña y allí lo llevará él, como es su obligación, hasta que la casque y entonces hagan sus mercedes lo que les salga de los cojones.
El siete de junio de mil seiscientos cuarenta, postrado en la cama, sin apenas fuerzas escuchó el tronar de las salvas de artillería que disparaban en honor del Corpus. Intentó levantarse gritando: "Enemigos, enemigos... Dejadme ir a defender la capitana..."
Y don Antonio de Oquendo, marino y héroe de España exhaló así su último suspiro.
© A. Villegas Glez.
Espectacular no,lo siguiente mil gracias maese villegas
ResponderEliminarEspaña ¡Arriba!
ResponderEliminartanta historia y los malos politicos que tenemos.ARRIBA ESPAÑA
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