Poco a poco la luz regresó, era una luz tenue y amarillenta, mi cabeza parecía querer explotar por mil lugares distintos y no me atrevía apenas más que a parpadear.
El Mundo se balanceaba.
Escuchaba quejidos y lamentos, hasta mi nariz llegaba el olor inconfundible de los cuajarones de sangre coagulada, del sudor agrio y de la muerte y el dolor que revoloteaban por allí cerca.
Un grito horroroso, casi inhumano, me hizo abrir los ojos de par en par y levantarme de inmediato doblando la cintura y tratando de ganar la partida a las náuseas que habían acudido a mi boca, pues aquella voz que gritaba, de rabia y de dolor, la había reconocido al instante.
El cabo Arregui se batía tumbado sobre una tablazón gruesa que hacía las veces de mesa de operaciones, con el único brazo que le quedaba sano trataba de mantener en respeto a los que intentaban aserrarle la pierna derecha.
Al vascongado le habían alcanzado en el muslo al principio del combate en el "San Cristóbal", y aún así se había mantenido peleando sin tregua hasta que le arrearon el segundo arcabuzazo esta vez en el pecho y que yo creía que se lo había llevado para siempre.
Pero el cabo Arregui estaba hecho de la pasta invencible con la que están fabricados los hombre valientes y herido de muerte, casi indefenso y con su único brazo útil, seguía peleando por su pierna herida, peleando por evitar que aquellos hideputas le amputasen cualquier parte de su viejo y cansado cuerpo.
Uno de los hombres que rodeaban la tablazón estaba vestido con un mandil de cuero empapado en sangre y sostenía un serrucho, les gritaba a los otros:
- ¡Voto a Dios!, ¡Sujetadlo!- les juro que le oí gritar en lengua hereje aunque había entendido todo lo que había dicho.
Arregui pese a sus heridas no iba a dejarse cortar la pierna sin pelear y de un certero puñetazo le saltó varios dientes al primero que se había puesto al alcance de su peligroso brazo derecho. El hombre que sostenía el serrucho lo miraba con odio infinito.
Peleando contra la debilidad y las vueltas que había empezado a darme la cabeza me puse de pie, tenía un chichón del tamaño de un melón de Tomelloso y la bilis parecía querer escaparse de mi estómago a hectolitros, pero escuchaba la voz de Arregui y recordaba a mi amigo Guzmán muerto sobre las tablas del "San Cristóbal" y pensaba que aquellos que rodeaban al vasco, eran ingleses, por eso tambaleándome casi sin equilibrio, me planté en dos pasos junto a la tabla que hacía el avío para las amputaciones, me fijé en que había tirados en el suelo un brazo y un pie que estaban blancuzcos y horriblemente feos y que que se balanceaban con los vaivenes del barco, pues yo, ya no tenía dudas, estaba embarcado y seguramente prisionero en un navío enemigo:
- ¡Deberéis matarme para tocarlo!- grité con todas mis mermadas fuerzas y plantado junto a la mesa en la que el vascongado Arregui me miraba sorprendido de verme allí con vida y queriendo pelear por la suya. En sus ojos marrón oscuro vi brillar el orgullo y el agradecimiento y recuerdo que se estremeció mi alma con aquella mirada como jamás en la vida ha vuelto a estremecerse.
Entonces para pasmo mío y del que manejaba el serrucho, que se había quedado de piedra al verme aparecer -aunque mi aspecto debía dar más pena que otra cosa- por las angostas escalerillas que bajaban hasta aquel sollado lleno de heridos, imponiéndose por encima de los lamentos y del crujido que en la madera producían el buen par de botas que asomaban descendiendo los escalones, una voz poderosa y autoritaria, dijo:
- ¡Voto a Cristo!, mientras yo sea Capitán de ésta nave nadie va a amputarle nada a un amigo mío…
¡Estaba en un barco español!
No pueden imaginar vuestras mercedes el salto de alegría que dio mi corazón pues ya me imaginaba pudriéndome en un pontón del Támesis, prisionero de los ingleses quizá para el resto de la vida y resultaba que no, que estaba en un galeón de España y con rumbo a casa.
El hombre que había descendido por la escalera tenía el porte distinguido y noble, ojos limpios y verdes como las esmeraldas de Las Indias, vestía muy espartano y a lo soldado, con la banda roja de oficial muy gastada sobre un jubón de buen paño pero que no llevaba adornos ni florituras, portaba un sable de abordaje y una daga vizcaína con una pequeña gema roja engarzada en la cruz.
Las eran manos recias y encallecidas y me habían revuelto el pelo con cariño indisimulado cuando el hombre había llegado a mi lado y hasta la mesa que ocupaba el cabo Arregui, que lo miraba respirando con dificultad:
- Hola Miguel - dijo el vasco.
- Hola Antonio… Te veo fatal camarada.
- ¡Pardiez, perros ingleses!- Arregui hizo una mueca que parecía una sonrisa.
Mi tocayo se acercó hasta el cabo Arregui y los hombres se agarraron de los antebrazos, rudos y al tiempo derramando cariño y respeto mutuo.
Al capitán del barco se le quedaban bailoteando las lágrimas en los párpados. Se quedaron así mucho rato, tan sólo mirándose el uno al otro.
En la sentina de los heridos todos contemplábamos la escena emocionados y no se escuchaba más que el respirar entrecortado del cabo Arregui, al que la herida del pecho le había comenzado a sangrar de nuevo...
Epílogo
La luna rielaba en el cielo y las lonas gualdrapeaban en los palos y un millón de estrellas enjugaban mi llanto. A mi lado el capitán Miguel López de Ayala permanecía en silencio mientras observaba la difusa y desdibujada línea de la costa.
Hacía dos días que habíamos enterrado al cabo Arregui en el mar, envuelto su cuerpo en un coy y con una bala de cañón atada en los pies, arrojado a aquel mismo Cantábrico que le había visto nacer. Al cabo no había sido la herida del pecho sino la infección en la pierna la que había acabado con él.
Y el vascongado se había negado a perder la pierna y perdió la vida, aunque como decía, en España siendo soldado mejor muerto y enterrado que tullido y olvidado.
Para mí era como haber perdido al padre que jamás había conocido, el dolor me corroía y me machacaba, me pudría los sentimientos, arrasaba mi corazón y destruía mi alma.
Por más que le había rogado y suplicado, Antonio Arregui Paredes que así se llamaba, se había negado en redondo a que el cirujano del galeón, “Nuestra Señora del Pilar”- que fue el que nos había rescatado cuando ya el “San Cristóbal” había arriado la bandera tras morir sobre su cubierta la mayoría de los defensores y estaba en manos inglesas,- le amputase la pierna y murió de gangrena unos pocos días después, entre fiebres y sufrimientos que mi padre soportó como lo que había sido siempre, un hombre valiente.
Su amigo y capitán del galeón, tampoco había podido hacer nada para convencerlo.
Me acuerdo de la conversación de la última noche, con Arregui ya muy debilitado y que hasta el último momento pensaba en mí. Supe entonces que desde el día que había mandado recogerme en aquel camino de Barcelona, el viejo y duro Cabo de los Tercios, me había querido y me había considerado como su propio hijo.
Aquella noche le rogué a Dios que le respetase la vida llorándole como una plañidera a la luna mientras mi pobre padre agonizaba en la cámara del capitán. Fue la misma noche que me dejó a cargo de Miguel López de Ayala:
- Prométeme que te encargarás del chico- le dijo.
- Lo juro por Dios y por mi sangre, amigo mío.
- Es buen muchacho, valiente y despierto. Maneja la toledana con la zurda pues se estropeó el brazo en Mastrique, haz de él buen soldado.
- Lo haré Antonio, palabra de hidalgo y de español.
- ... Gracias Miguel...
- No ha de darlas quien para mí no es sino un hermano…
- Pásame el aguardiente entonces que me duele horrores la pierna…
- Hiede a cabrales que tira de espaldas, camarada…
- Lo sé amigo, lo sé...
- ¡Pardiez Antonio!... ¡maldita cabezonería!
- Anda, dame la jarra... ¿Recuerdas Nápoles, Miguel...?- Arregui se llevó trabajosamente el barro a los labios y bebió despacio. Mientras bebía, sonreía.
En aquel instante fue cuando salí de la cámara a gritarle a Dios que no se lo llevara, pero el Señor andaría ocupado en otras lides de más enjundia que la de escuchar y atender los lamentos y ruegos de un simple mochilero, imberbe y desharrapado, aunque fuese un mochilero de Su Católica Majestad.
Y no me escuchó.
Ahora lloraba manso y destrozado, irritado con el Mundo entero, enrabietadas las tripas, ennegrecida el ánima por funestos pensamientos mientras la costa iba tomando forma delante de mí, montañas verdes que sobresalían sobre la bruma:
- ¡España!- dijo Miguel López de Ayala y en su voz pude percibir un tremendo orgullo y una inmensa alegría.
Yo sentí como las tripas se me revolvían de asco y de vergüenza al pensar en al cabo Arregui, que había preferido morir antes que verse desamparado, cojo y pidiendo limosna delante de las iglesias y despreciado por todo el mundo:
- No me alegro de volver... ¡Mierda de tierra...! - dije.
Entonces el capitán me dio una colleja que debieron escuchar hasta en la Corte de Madrid y que hizo que me temblasen hasta las quijadas y que casi cayese de cabeza al agua, el pescuezo me escocía horrores, pero luego lo que más me escoció fue mi propia vergüenza:
- ¡Parece mentira que vuestra merced se haya batido el cobre en Flandes!. ¿Por qué cojones crees que se combate allí, Miguel?- me dijo el capitán López mirándome muy fijo.
Yo no me atrevía a contestar pues no sabía qué decir, sentía el calor en el cuello pero mi sentimiento era de rabia y desconsuelo contra mi propia patria, mi alma me gritaba que tal tierra desagradecida no merecía ni una gota de la sangre de hombres como Antonio Arregui. El capitán López de Ayala pareció leerme el pensamiento:
- Eso que sientes por dentro es natural, Miguel... Pero has de aprender que esta tierra a la que ahora llegamos, con sus cosas negras -que toda tierra tiene- y sus cosas blancas - que aquí relucen como el sol- esta tierra es tu madre y es tu raíz y es el hogar de tus ancestros y lo será de tus hijos. Esta tierra Miguel es España y ahora asómate por la borda y dime lo que sientes cuando la miras…
Y miré...
Al principio nada cambió en mi corazón, pero poco a poco el sol comenzó a iluminar la costa y el aire a traer olores desde la tierra y algo se removió muy dentro de mi barriga y juro a vuestras mercedes que pude entonces escuchar, nítida y clara, la voz del cabo Arregui, que gritaba desaforado, igual que cuando peleaba en mitad del cuadro de infantería, igual que cuando defendía aquella tierra a la que ahora regresaba, pude oírle gritar muy fuerte:
- ¡¡¡España!!!
Entonces yo también lo grité llorando lágrimas como uvas, de rabia, de pena y de emoción porque, por fin, después de tanto tiempo, regresaba a casa.
A mi lado el capitán López sonreía y la misma mano maciza y fuerte que antes me había golpeado, revolvió mi pelo igual que había hecho aquel día en la sentina de los heridos. Mi corazón empezó a latir acompasado, seguro y firme, apreté las mandíbulas y aclaré la mirada.
- ¡...España...!- musité. Ahí estabas...
FIN
© A. Villegas Glez. 2013
Dedicado a Don Diego Alatriste y Tenorio, soldado del Tercio Viejo de Cartagena y al Maestro Don Arturo Pérez Reverte. Gracias por abrirnos el alma y el corazón, y enseñarnos a sentirnos orgullosos de ser descendientes de tan bravos e irrepetibles compatriotas.
preciosa narración .
ResponderEliminarPreciosa narración .
ResponderEliminarLastima de españoles olvidados.
ResponderEliminarprofundo como las entrañas de Arregui, duro como el corazón del capitán...
ResponderEliminarCuantas historias reales con nombre y apellidos de las cuales se puede extractar enseñanzas de valor, coraje, capacidad de sufrimiento, en una donación de sí mismos... narración extraordinaria. Estas cosas deberían inculcarles a los críos en el colegio y no tanto futbol y aborregamiento en una enseñanza mediocre y aburrida. Ahora todo el mundo tiene licenciatura, pero pocos tienen cultura, que es otra cosa diferente. El saber estar, el saber ser y el conocer nuestro pasado para comprender el presente y afrontar el futuro. Al fin y al cabo, el ser humano se rige por idénticos resortes y comportamientos estructurales frente a las circunstancias. Por algo somos el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Hoy en día la heroicidad ya no existe. Ven a una persona en la calle tirado y pasan de largo huyendo de responsabilidades ciudadanas... lo que ha cambiado el mundo.
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