martes, 25 de junio de 2013

UN PUÑADO DE ESPAÑOLES. MANILA 1945

Tal y como había prometido el general estadounidense Douglas Mac Arthur había regresado a las Filipinas. Los japoneses se retiraban en todos los frentes y su derrota inevitable se alargaba en agonía interminable.

El día tres de febrero de mil novecientos cuarenta y cinco, las tropas norteamericanas liberan a los prisioneros del Barrio España de la capital filipina y el general, que para arrogante, sus cojones, el día seis declara que Manila está prácticamente tomada y que preparen un desfile que él quiere pavonearse.
Mientras los japoneses se atrincheran, siembran minas y comienzan a perseguir y a matar a todo el que se le pone por delante, hombres mujeres y niños.

Comienza la batalla de Manila. Comienza el horror.

Desde Tokio se ordena resistir a toda costa y quince mil soldados nipones utilizan los muros de la antigua y bellísima arquitectura colonial española como defensa y resguardo. Los norteamericanos no dudan un momento (¡qué coño valor histórico si esto no es Wisconsin!), y utilizan la artillería para ablandar la enconada resistencia japonesa. 

Para entretenerse entre los bombardeos y los asaltos de la infantería yanqui, que avanza a base de lanzallamas, bazucas y granadas de mano, los soldados japoneses siembran el terror entre los civiles. Especialmente entre los súbditos extranjeros, aliados o no que encontraban a su paso.

El diez de febrero en el Club Price, los japoneses obligaron a los incautos refugiados que estaban allí resguardados del intenso bombardeo de aquella mañana, a salir al patio del edificio en dónde los ametrallan sin piedad mientras les tiran granadas de mano. Se cree que hubo doscientos muertos. Algunos de ellos eran compatriotas nuestros.

En el Club Alemán había refugiadas ochocientas personas. Muchos españoles. De allí tan sólo  salieron vivos cinco para poder contar el horror vivido. Un terrorífico final entre llamaradas, explosiones y bayonetazos.
La Compañía de Tabacos de Filipinas fue asaltada y asesinados cuantos allí había. 

El día doce los japoneses, mientras los norteamericanos siguen a lo suyo, o sea, bomba va, bomba viene, haciendo migas siglos de Historia, ponen sus ojos en el Consulado de España, que está, como pueden imaginar, hasta arriba de refugiados españoles.
El primero en morir fue un valeroso y desconocido soldado o guarda que enarbolando la rojigualda salió a pecho descubierto contra los nipones declarando que aquello era territorio español.
Lo mataron en la misma puerta, abrazado todavía  a su bandera. La nuestra.
Luego dentro se desató tal barbarie que solamente sobrevivió una niña de siete años que perdió el habla y la memoria para siempre.

El día dieciocho los norteamericanos están ya en Intramuros. El salvajismo se multiplica entre las enloquecidas tropas japonesas que asesinan y matan sin piedad. Encierran a los civiles, ahora han sumado a los misioneros de los conventos de Intramuros, en búnkeres y allí apelotonados les arrojan granadas o les meten fuego. Al que sobrevive lo ensartan con las bayonetas, o lo decapitan con sus espadas. Como a un pobre misionero español que, allá cuando la invasión y la expulsión y derrota vergonzosa de los americanos, había declarado muy ufano: " Que le habían sacado la espinita del noventa y ocho". Ahora le segaban la otra espina, la dorsal, aquellos mismos que había alabado.

Los tesoros arquitectónicos de Manila y el legado español se perdieron entre los montones de escombros y de cadáveres. Intramuros había quedado arrasado por completo y entre los montones de muertos cosidos a bayonetazos, desgarrados por la metralla o quemados vivos siempre se encontraba el de algún español, el de algún hermano.

Manila junto a Varsovia es la ciudad más devastada por la guerra y aquel mes de febrero fue el más terrorífico y atroz que jamás se viera en contienda alguna.
Y allí en medio, aterrados, hermanados bajo el horror, rezando a Dios y a la Virgen, abrazados unos a otros, con gestos de valor como el del joven de la bandera en el Consulado, allí en medio, no podía ser de otra manera, había, un puñado de españoles.

En Memoria de los caídos en Manila en febrero de mil novecientos cuarenta y cinco.

© A. Villegas Glez.  





2 comentarios:

  1. Conmovedor...LA TIERRA ENTERA ESTA REGADA POR NUESTRA SANGRE...........GLORIA A NUESTROS CAIDOS

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  2. Sí, la verdad que fue un horror y no sé por qué silenciado en la Historia general de la segunda guerra mundial como en nuestro país. Escribiendo "Los últimos años de mi primera guerra" me topé por casualidad con una página en inglés que hablaba del suceso (huelga decir que yo no tenía ni idea, sobre todo de la masacre de españoles). Ese encuentro fortuito modificó la parte final de mi novela para obligar a su protagonista a plantar el pie en Manila y ser testigo de todo aquello. Dicen que es la mejor parte de la novela, quizá porque rezuma la mayor realidad y terror posibles de la guerra.

    Un saludo!

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