Acababa de terminar de releer una de las aventuras del capitán Alatriste, creo que era la segunda entrega (Limpieza de Sangre), y estaba mi subconsciente algo predispuesto para lo que escuché. Por eso al principio no le presté demasiada atención, el día había sido largo y duro y solamente deseaba dormir y descansar.
Pero no me dejaban. Cada vez que el sueño llegaba en olas soporíferas, ahí estaban. Aporreando el tambor, formados en cuadro, la de San Andrés en medio, acribillada a balazos, los arcabuces humeando y las picas abatidas:
- Escriba vuesa merced sobre nosotros- me decían.
Siendo españoles pueden vuestras mercedes imaginar cómo me gritaban, con mil acentos diferentes, rudos, exigentes, mal hablados, valientes hasta lo imposible, arrogantes y orgullosos hasta para solicitar una merced.
Una ventaja que en su caso estaba más que ganada:
- ¡Yo no soy nadie, yo no sé nada!- les reclamaba.
- Vuesa merced maneje la pluma recordando cómo nosotros manejábamos la espada...
Intenté no hacerles caso, taparme la cabeza con la pequeña almohada, taponar mis oídos, pensar que lo que escuchaba, tan sólo era mi imaginación desbordada. Yo escribía, pero, ¡Dios!, ¿contar sus batallas, rememorar sus hazañas?, pardiez que no me atrevía, que me espantaba.
Pero cuanto más intentaba ocultarme, eludir la petición de mis compatriotas y escurrir el bulto, más entrechocaban sus viejos huesos unos contra otros y más repicaban en mi cabeza y en mi alma:
- ¡Voto a Dios!- blasfemaban- ¿habrase visto "rellena-renglones" tan cobarde?, pardiez que lo ensarto como a un capón- gritaban con cara de ferocidad infinita- vuestra merced ni es español ni merece tal honra…
Entonces salté del camastro impulsado por un resorte, la ira me nacía muy profunda desde las tripas:
- ¿Quién ha sido el hideputa que ha dicho eso?- sudaba y apretaba los puños, pero allí tan sólo estaba el guarnecido de plástico de la cabina del camión.
Pensé que estaba teniendo una pesadilla y hasta me sonreí a mí mismo pensando que me estaba volviendo loco. Pero no. Allí estaban, impávidos a mis ruegos, a mis negativas, entrechocando sus huesos sin parar, haciéndolos retumbar muy dentro de mi barriga, revolviéndome las tripas de vergüenza por decirles que no.
Se adelantó entonces un oficial veterano, con la banda roja desgastada cruzada al pecho y me miró muy fijo. Podía oler su aliento agrio y fuerte y el olor del metal y el cuero gastados por el tiempo. Tenía los ojos helados como los de cierto capitán al que yo admiraba:
- Vuestra merced se lleva bien con las letras, no sea avaro y repártalas al mundo contando lo que fuimos, lo que logramos, cuente las miserias y los fangales de barro, los canales helados, el hambre, el abandono, cuente vuestra merced, camarada Juntaletras, la gloria y el valor, la tenacidad y el esfuerzo, la bravura, el coraje, la astucia y el honor que nadie pudo jamás arrebatarnos, cuente cómo morimos aquí, tan lejos del sol de España. Y cuente vuestra merced que lo hicimos sí, porque nos vino en gana, pero también lo hicimos, pardiez, aunque algunos no me crean, por la honra de España.
Estaba paralizado, quemándome en el alma cada palabra y la mirada que no había dejado de clavarme en las entrañas, aquel capitán, que no era más que un fantasma.
- ¿Escribirá vuestra merced entonces?- interrogó, sin dejar de mirarme serio pero con un apunte de sonrisa en el rostro. Sabiendo ya que mi respuesta sería afirmativa.
- Sí mi capitán- le dije- lo haré.
El oficial sonrió y me volvió a mirar de arriba abajo:
- Lo harás bien- dijo- metiéndose de nuevo entre las filas apretadas que mantenían las picas en alto y las mechas encendidas.
Entonces en aquella gasolinera atestada de camiones cerca de Gante, el cuadro de infantería española se perdió entre la niebla hereje que empezaba a cubrirlo todo.
Antes de quedarme por fin dormido, me pareció escuchar en la lejanía el sonido de una descarga de arcabucería, y tras ella el viejo grito de guerra de los españoles:
- ¡Santiago!- gritaban-¡cierra, cierra, España!
Aquella noche, cerca de Gante, fue la primera en la que pude escuchar el repicar de los huesos de los soldados españoles que yacían bajo dos metros de tierra flamenca.
Todavía no han parado. Y como hidalgo y español les escucho y luego al papel les traslado, para que nunca abandonen nuestra memoria, para cumplir mi promesa. Para que jamás olvidemos que el mundo está repleto de sus huesos. Nuestros huesos.
© A. Villegas Glez.
Pero no me dejaban. Cada vez que el sueño llegaba en olas soporíferas, ahí estaban. Aporreando el tambor, formados en cuadro, la de San Andrés en medio, acribillada a balazos, los arcabuces humeando y las picas abatidas:
- Escriba vuesa merced sobre nosotros- me decían.
Siendo españoles pueden vuestras mercedes imaginar cómo me gritaban, con mil acentos diferentes, rudos, exigentes, mal hablados, valientes hasta lo imposible, arrogantes y orgullosos hasta para solicitar una merced.
Una ventaja que en su caso estaba más que ganada:
- ¡Yo no soy nadie, yo no sé nada!- les reclamaba.
- Vuesa merced maneje la pluma recordando cómo nosotros manejábamos la espada...
Intenté no hacerles caso, taparme la cabeza con la pequeña almohada, taponar mis oídos, pensar que lo que escuchaba, tan sólo era mi imaginación desbordada. Yo escribía, pero, ¡Dios!, ¿contar sus batallas, rememorar sus hazañas?, pardiez que no me atrevía, que me espantaba.
Pero cuanto más intentaba ocultarme, eludir la petición de mis compatriotas y escurrir el bulto, más entrechocaban sus viejos huesos unos contra otros y más repicaban en mi cabeza y en mi alma:
- ¡Voto a Dios!- blasfemaban- ¿habrase visto "rellena-renglones" tan cobarde?, pardiez que lo ensarto como a un capón- gritaban con cara de ferocidad infinita- vuestra merced ni es español ni merece tal honra…
Entonces salté del camastro impulsado por un resorte, la ira me nacía muy profunda desde las tripas:
- ¿Quién ha sido el hideputa que ha dicho eso?- sudaba y apretaba los puños, pero allí tan sólo estaba el guarnecido de plástico de la cabina del camión.
Pensé que estaba teniendo una pesadilla y hasta me sonreí a mí mismo pensando que me estaba volviendo loco. Pero no. Allí estaban, impávidos a mis ruegos, a mis negativas, entrechocando sus huesos sin parar, haciéndolos retumbar muy dentro de mi barriga, revolviéndome las tripas de vergüenza por decirles que no.
Se adelantó entonces un oficial veterano, con la banda roja desgastada cruzada al pecho y me miró muy fijo. Podía oler su aliento agrio y fuerte y el olor del metal y el cuero gastados por el tiempo. Tenía los ojos helados como los de cierto capitán al que yo admiraba:
- Vuestra merced se lleva bien con las letras, no sea avaro y repártalas al mundo contando lo que fuimos, lo que logramos, cuente las miserias y los fangales de barro, los canales helados, el hambre, el abandono, cuente vuestra merced, camarada Juntaletras, la gloria y el valor, la tenacidad y el esfuerzo, la bravura, el coraje, la astucia y el honor que nadie pudo jamás arrebatarnos, cuente cómo morimos aquí, tan lejos del sol de España. Y cuente vuestra merced que lo hicimos sí, porque nos vino en gana, pero también lo hicimos, pardiez, aunque algunos no me crean, por la honra de España.
Estaba paralizado, quemándome en el alma cada palabra y la mirada que no había dejado de clavarme en las entrañas, aquel capitán, que no era más que un fantasma.
- ¿Escribirá vuestra merced entonces?- interrogó, sin dejar de mirarme serio pero con un apunte de sonrisa en el rostro. Sabiendo ya que mi respuesta sería afirmativa.
- Sí mi capitán- le dije- lo haré.
El oficial sonrió y me volvió a mirar de arriba abajo:
- Lo harás bien- dijo- metiéndose de nuevo entre las filas apretadas que mantenían las picas en alto y las mechas encendidas.
Entonces en aquella gasolinera atestada de camiones cerca de Gante, el cuadro de infantería española se perdió entre la niebla hereje que empezaba a cubrirlo todo.
Antes de quedarme por fin dormido, me pareció escuchar en la lejanía el sonido de una descarga de arcabucería, y tras ella el viejo grito de guerra de los españoles:
- ¡Santiago!- gritaban-¡cierra, cierra, España!
Aquella noche, cerca de Gante, fue la primera en la que pude escuchar el repicar de los huesos de los soldados españoles que yacían bajo dos metros de tierra flamenca.
Todavía no han parado. Y como hidalgo y español les escucho y luego al papel les traslado, para que nunca abandonen nuestra memoria, para cumplir mi promesa. Para que jamás olvidemos que el mundo está repleto de sus huesos. Nuestros huesos.
© A. Villegas Glez.
Nuestros huesos, nuestra dignidad, nuestra alma.
ResponderEliminarNo soy el capitán, pero por favor sigue adelante y escribe, escribe. Y que Dios te bendiga.
Genial... y no pares. Ansioso espero tu segundo libro (que podría ser, si me permites decírtelo, de esos otros héroes olvidados, los de la Guerra de Africa). Un abrazo.
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