martes, 17 de diciembre de 2013

Deo Patrum Nostrorum. Don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel

Cuando su padre García murió en la isla de los Gelves, en dónde tanta sangre española se ha derramado, el pequeño Fernando, que apenas tenía tres años, pasó a ocupar el primer puesto en la línea sucesoria del Ducado de Alba. 

Había nacido en la hermosa Piedrahita, provincia de Ávila el veintinueve de octubre de mil quinientos siete y fue educado por hombres tan preclaros como Juan Boscán y otros profesores italianos que le inculcaron el espíritu humanista de la época. Aprendió y dominaba los idiomas latín, francés, inglés y alemán y desde el principio de su vida se sintió atraído, casi magnetizado, por la carrera de las armas. Por eso su abuelo Fadrique lo llevó con él a la campaña de la conquista de Navarra cuando el pequeño Fernando tenía apenas seis años. 
Allí empezó a calar en su alma el espíritu guerrero que le acompañaría ya hasta la tumba.

Por eso con dieciséis años se escapa de casa y se une a las tropas del Condestable de Castilla en la campaña para liberar Fuenterrabía de manos francesas. Era el año mil quinientos veinticuatro y por su valor y pericia, por su arrojo desmedido, por su templanza en el combate y por arrastrar tras él a sus soldados, el jovencísimo Fernando deja a todo el mundo admirado y como premio le nombran gobernador de la ciudad. En esta campaña conoce y se hace íntimo amigo de otro grande de España, Garcilaso de la Vega.

Con veinticinco años hereda el título del Ducado de Alba y sin dudarlo entra a formar parte del poderoso ejército que el Emperador ha reunido para  socorrer Viena del asedio otomano. Los turcos, ante tal muestra de poder y decisión, levantan el sitio y regresan a Constantinopla dándose patadas en el culo. 

Tres años después, Fernando embarca en la expedición del Marqués del Vasto contra Túnez. Allí combatirá contra los sarracenos en el asalto a La Goleta y a la misma ciudad de Túnez, defendida por el famoso almirante otomano Barbarroja. España se convertía así en el principal enemigo del turco en el Mediterráneo y la única potencia capaz de hacerle frente, ni Venecia, ni el Papa y mucho menos Francia, que hasta hacía tratados con los turcos, tenían poder suficiente para lograrlo. Las galeras españolas se convirtieron en el terror de berberiscos y otomanos. Era el año mil quinientos treinta y cinco y el Duque tenía veintiocho años. 
Al año siguiente su gran amigo Garcilaso morirá en el asalto a la fortaleza de Le Muy. Fernando llorará amargamente la muerte de tan leal, valiente y talentoso poeta-soldado, que, aún nombrado Maestre, fue el primero en subir los adarves enemigos animando a sus soldados.

Llegará ahora para el Duque un tiempo de paz y tranquilidad y de reconocimiento de sus muchos méritos y desvelos. Primero es nombrado Mayordomo Mayor y por tanto jefe de la Casa de Carlos de Gante. Poco después, el emperador agradecido por su lealtad y buenos servicios le nombra Gran Maestre de la Orden del Toisón de Oro.
Al año siguiente los protestantes alemanes se coaligan en la llamada Liga de Esmacalda y el mismísimo Emperador se pone al mando del ejército, asesorado, como no, por el Duque, que es quien manda a los temidos Tercios españoles que son, a la postre, los que obtienen la victoria sobre los protestantes en la Batalla de Mühlberg, a orillas del río Elba. 
Fueron los soldados españoles los que atravesaron el río a nado, tomaron el puente de barcas y permitieron así, que el Emperador obtuviese su más resonante victoria. El Duque, que siempre nombraba a sus hombres de "señores soldados", no podía reprimir su orgullo al saberse hijo de la nación más grande y valerosa del Mundo.

Al año siguiente, Carlos que está preparando su abdicación, nombra a Fernando Mayordomo Mayor de la casa de su hijo Felipe, al que acompañará durante un extenso viaje por toda Europa. Unos pocos años después, el Duque de Alba será uno de los Grandes de España que en la abadía de Winchester asistirán al enlace entre el príncipe Felipe de España y María Tudor. 
El pobre Felipe huyó como de la peste de la corte inglesa y de su nueva esposa, mucho mayor que él y tirando a feilla. Las malas lenguas cuentan que una pelirroja llamada Isabel, se enamoró perdidamente del apuesto príncipe español y que hasta un pequeño retrato suyo guardaba junto a su lecho. 
Felipe no le hizo ni caso, y claro, el odio de una mujer despechada...

En mil quinientos cincuenta y cinco le dan el cargo de Gobernador de Milán y luego el de Virrey de Nápoles, tiene el Duque cuarenta y nueve primaveras. 
Entonces el Papa Pablo Cuarto, que es enemigo acérrimo de los Hasburgo incita al rey de Francia para que meta mano en los asuntos de Italia, al tiempo que arrebata a Felipe de España el título de Rey de Nápoles. El listo.
El Duque de Alba, sin dudar ni un segundo, ordena a su ejército iniciar la marcha hacia Roma.
Los franceses han enviado al Duque de Guisa para apoyar a las tropas papales, pero a mitad de camino se enteran de la aplastante derrota francesa en San Quintín y el de Guisa y su flamante ejército ponen pies en polvorosa,(volved a casa hijos míos y ni se os ocurra poneros delante de los arcabuceros españoles, decía el mensaje), las tropas del Papa son entonces arrolladas y el Duque entra victorioso en Roma en mil quinientos cincuenta y siete. El Papa, cagadito de miedo, pide la paz de inmediato. El espabilado.

Es el Duque quien hace el papel del rey Felipe durante su boda con Isabel de Valois que sellaba el tratado de Cateau -Cambresis, ventajosísimo para España, (para algo habíamos ganado, pardiez), y que nos dio un largo periodo de paz y tranquilidad en Italia. Fernando Álvarez de Toledo recibe como premio el Señorío de Huéscar, sumando así otro título más, creado por el rey tan sólo para él en agradecimiento a sus desvelos por la Monarquía Católica.

Y entonces, en el año mil quinientos sesenta y seis, se desata la furia iconoclasta en Flandes. Entre agosto y octubre de aquel año los calvinistas inician su campaña de asaltos a iglesias y monasterios católicos, destrozando las imágenes, profanando los templos y de paso asesinando a cientos de católicos. Este hecho, muy ocultado por los herejes, es el desencadenante principal de la guerra en Flandes, pues de inmediato el rey Felipe nombra gobernador de aquellas provincias al Duque de Alba. El Duque tiene cincuenta y seis tacos en el lomo.

En agosto del año sesenta y siete del siglo, llega el Duque a Bruselas y con él, sus señores soldados, los Tercios, los más bravos, aguerridos y eficaces guerreros de su tiempo. También los más díscolos e indisciplinados excepto, claro, bajo el fuego enemigo. Fernando ocupa el cargo y se da cuenta en seguida de que aquello es una olla a presión y que los nobles flamencos apoyan casi todos la rebelión y no pueden ver a Felipe ni en pintura, aunque lo pintase el mismísimo Tiziano.

El Duque que no es hombre que se ande con tonterías crea el Tribunal de los Tumultos, rebautizado como "De la Sangre" por sus enemigos, sin acordarse ninguno de ellos de las matanzas y humillaciones sufridas por los católicos tan sólo un año antes. El tribunal actuó con el rigor necesario para atajar la rebelión y al Duque, aunque personalmente había cosas que no le gustaban e incluso le provocaban desazón, no le tembló el pulso lo más mínimo.
Los cabecillas de la rebelión fueron prendidos, juzgados y ajusticiados. Entre ellos los Duques de Horn y de Egmont, éste último amigo personal del Duque y del que solicitó, para su viuda, claro, una paga vitalicia.
Se cuenta que Fernando no pudo reprimir las lágrimas cuando el hacha cayó sobre el pescuezo del Egmont, el cinco de junio de mil quinientos sesenta y ocho en la hermosa plaza del ayuntamiento de Bruselas.

Después las cosas empezaron a complicarse. Desde España apenas se mandaban dineros para el mantenimiento de las tropas en Flandes y al Duque no le quedó más remedio que imponer un diezmo a las ciudades flamencas. La ciudad de Utrecht fue la primera en negarse a pagar y en encender la llama de la rebelión, y es que cuando se nos toca el bolsillo todos saltamos como muelles, y más si eres holandés y hereje.

En mil quinientos sesenta y ocho Luis de Nassau, otro de los cabecillas holandeses, que había vencido en Heilergee a los españoles y que se piensa que todo el monte es orégano intenta tomar la ciudad de Groninga, pero el astuto Alba no presenta batalla, sino que escaramuza contra los holandeses y los pone de los nervios, hasta que estos se refugian tras el río Ems. 
Entonces el Duque despliega a sus Tercios, que ocupan un puente vital sobre el río y resisten impávidos los asaltos enemigos. Los Tercios Viejos de Lombardía y Sicilia provocan la derrota holandesa al adelantarse a sus líneas y quedar solos y expuestos a la artillería enemiga, y el Nassau cae en la trampa urdida por el Duque y el ejercito hereje es aniquilado. Ni siquiera abrir las esclusas y anegar el campo les sirvió de nada a los holandeses más que para que su jefe, aterrado, huyese disfrazado y a nado de aquel infierno que los españoles, con el agua por las rodillas, habían desatado. Es la batalla de Jemmingen.

Guillermo de Orange, el tercer cabecilla de la revuelta, que había escapado a la degollina de Bruselas, apoyado por los hugonotes franceses, entra en Flandes y toma varias ciudades por la fuerza. La cosa ya se había liado de nuevo. 
Los Tercios, que no veían un óbolo desde que habían llegado, asaltan y saquean la ciudad de Malinas, y luego toman en rápida sucesión varias ciudades más. Hasta que llegan a Haarlem en donde los herejes se han enrocado. 
El sitio fue de los más duros y salvajes de la guerra, los holandeses recibían pertrechos y víveres casi a diario, mientras que los españoles carecían de casi todo, la guerra de minas y caponeras se hizo terrorífica y don Fadrique, el hijo del Duque, a punto estuvo de abandonar el asedio, pero su padre, en famosa carta, le dijo que nones y muy finamente le advirtió que: o terminaba el sitio y vencía o le repudiaría como hijo, y que si a él le faltaban cojones ya vendría desde España su madre a terminar la faena.
Como pueden imaginar, Fadrique redobló sus esfuerzos.

Los holandeses resistían, pues como se ha dicho,  recibían refuerzos, municiones y víveres sin problema alguno a través del lago Haarlemmermeer,(pardiez, que es complicada la parla hereje), en donde estaba estacionada una gran flota enemiga. 
Ordena entonces el Duque la construcción de setenta bajeles idénticos a los de los rebeldes, los llena hasta la perilla de infantería y sin dudarlo un segundo ataca y destroza a la flota enemiga al estilo español, o sea a base de abordajes sin cuartel de nave a nave. Los pocos barcos herejes que quedaron huyeron despavoridos mientras dejaban atrás a sus camaradas en manos de la picadora española. 

Los de Haarlem se quedan desolados. Ya no hay refuerzos, ya no hay nada más que un lago ensangrentado y para colmo de sus males un ejercito comandado por Guillermo de Orange, que venía muy chulo a abastecer la ciudad, es vapuleado por el Duque, que ordena luego a los Tercios desfilar ante los muros de Haarlem llevando las banderas capturadas y las cabezas de los herejes clavadas en las picas.
La ciudad, claro, se rinde de inmediato. Pagaron doscientos cincuenta mil florines para que los españoles no la sometiesen a saqueo, pese a lo duro de su resistencia, cosa que se respetó. Sin embargo el Duque ordena ahorcar a dos mil defensores que quedaban. Por tocar los cojones. 
Al Duque de Alba le ponen entonces el apodo del Duque de Hierro, ye les dije que a Fernando Álvarez no le temblaba el pulso lo más mínimo.

Al rey prudente sin embargo, parece sí temblarle, pues, como es natural en España, en la Corte había dos facciones irreconciliables, los que envidiaban al Duque y apoyaban la leyenda negra que sobre él empezaba a circular, comandados por el traidor Pérez, y la otra que apoyaba su mano de hierro como único método eficaz para meter en cintura a los rebeldes flamencos.
El rey hace caso a los primeros y destituye al Duque de Alba y manda de Gobernador a Luis de Requesens que intentará una política conciliadora que fracasa. Fernando regresa a España en mil quinientos setenta y tres, con sesenta y seis años cumplidos en el calendario.

A su regreso es desterrado de la Corte, ignominia que el Duque acepta sin rechistar. Todo a cuenta de unos deslices de su hijo Fadrique,(¡la leche que mamó el niño!, pensaría el Duque), y cierta dama a la que había prometido matrimonio. Fernando pasa su destierro en Uceda por romper el protocolo de la corte. Y es que entre unas cosas y otras no hay gran hombre español que no hayamos encarcelado, desterrado, humillado u olvidado. Que se lo cuenten a Cervantes, por ejemplo.

Sin embargo los vaivenes de la Historia y su enorme valía como general, hacen a Felipe rehabilitarlo cuando Portugal se queda sin rey y el de España reclama sus derechos sucesorios.
Al Duque de Alba con setenta y dos tacos es rehabilitado y le encargan la misión de hacerse con la corona portuguesa.

En junio de mil quinientos ochenta el Duque y sus cuarenta mil soldados, que irían con él hasta las mismas puertas del infierno si se lo pidiese, cruzan la frontera directos a Lisboa. 
Derrota severamente al general Meneses en la batalla de Alcántara y abre las puertas de la unión dinástica de los dos reinos peninsulares. Felipe en agradecimiento le nombra Condestable y Virrey de Portugal.

Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, uno de nuestros más grandes hombres, muere en Lisboa a la edad de setenta y cinco años, junto a su lecho Fray Luis de Granada contemplaba como ni siquiera la muerte hizo mella en aquel hombre extraordinario, seco, duro, inflexible, valiente soldado y excelente general que además era despierto, inteligente, culto y que un día dijo:

"Los reyes usan a los hombres como si fuesen naranjas, primero exprimen el jugo y luego tiran la cáscara"

Y más razón que un santo llevaba el buen Duque. 
Sus restos mortales reposan en el convento de San Esteban de Salamanca, aunque, como es natural, pocos españoles lo saben y muchos menos le visitan.
Porque como es sabido, en España, cuanto más grande y honrosa es una figura, más envidias genera y antes preferimos creer a los enemigos que nos escriben leyendas negras que homenajear como se merecen tan grandes hombres.

Como el Duque de Alba, que en sus setenta y cinco años de vida tan sólo tuvo como ideal, a Dios y a su vieja y amada patria. La nuestra, España.

© A.Villegas Glez.





















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