1-
Los cuerpos estaban colgados muy cerca de
La Sublime Puerta como ejemplo y advertencia y llevaban allí, secándose al sol
de Estambul más de una semana, y lo que les quedaba.
Como cada mañana camino de las murallas,
dónde los turcos nos obligaban a reparar un lienzo, veíamos a nuestros
camaradas allí colgando. Y como cada mañana, Alí, nuestro guardián, se choteaba
de nosotros: ¡Perros cristianos! -decía- ¡Cani espanioli!-remataba.
Y después nos arreaba un rebencazo en la
espalda para no perder la costumbre, el hideputa.
Pero esta mañana es diferente. Distinta.
Aunque los cojones se te arrugan lo mismo que ayer, o más, cuando ves a Pedro
el malagueño, a Matías de Calahorra y a Vicenzo de Génova allí colgando,
resecos y devorados por los cuervos.
Te pones a pensar en cómo quedaría el
dogal alrededor de tu cuello y dan ganas de abandonar el plan y de no hacer
nada. Pero, ¡pardiez!, después recuerdas que eres cautivo de los infieles, el
maltrato y el desprecio diarios, y
recuerdas España, el sol, el vino y las hembras y tan sólo sientes deseos de
escapar de aquí y que el próximo turco que veas sea sobre las tablas de una
galera con su alfanje en la mano, como debe ser.
Por eso dejo de mirar a los ahorcados.
Miro a Paco, mi compadre, y él me mira a mí, y miramos ambos a los demás
camaradas. Alí, ni se imagina, el pobre, que esta mañana se ha puesto en paz con
Dios por última vez.
La populosa Estambul empieza a despertarse
y doce cautivos españoles, dispuestos a escapar, vamos camino de las
murallas.
Me llamo Diego de Quiñones, arcabucero en
el Tercio de Sarmiento y superviviente de Castelnuovo. Cautivo, por cinco años
ya, de los infieles sarracenos.
2-
Todo ha salido más o menos bien.
Quedamos vivos nueve, bueno ocho, porque a
Ricard de Barcelona le quedan dos Avemarías, puesto que se intenta agarrar, sin
éxito, las tripas que se le desparraman sobre la cubierta del falucho que hemos
capturado.
Los demás hemos salido más o menos bien
parados en el encontronazo con los dos jenízaros. Ya es mala suerte, pero así
son las cosas de la guerra y nosotros ahora, estamos en campaña. Españoles,
cautivos y fugados en tierra de infieles.
Ya me contarán vuestras mercedes.
Al pobre Alí, nos lo habíamos cargado
según lo planeado, quedándose con los ojos muy sorprendidos y la femoral segada
por un rápido y certero tajo, preguntándose todavía que de dónde habíamos
sacado el cuchillo, que no era, por cierto, sino un hueso humano convenientemente
afilado, un húmero creo recordar.
Mi compadre Paco de Larache lo había
fabricado. Y él mismo había sido el encargado de usarlo. Frío, sereno, rápido y
letal.
El alfanje y la lanza del desgraciado Alí,
nos sirvieron para el siguiente paso, matar al centinela que custodiaba los
muelles y robar una barca con la que huir por el canal.
Aquí es cuando, por desgracia, aparecieron
los dos jenízaros.
Fue vernos y liarse a espadazos todo al
tiempo, gritando así como lo hacen ellos que te ponen los pelos del cogote como
escarpias. Los camaradas Julián y Santiago, sorprendidos por la aparición
súbita de los dos enemigos cayeron abatidos de dos sablazos a las primeras de
cambio y después, Klaus un tudesco enorme como un búfalo y con las mismas
luces, se abalanzó contra ellos, pero lo atravesaron de parte a parte y allí se
quedó el pobre Klaus, soltando chorros de sangre gruesos como brazos, sin
embargo con su sacrificio nos dio tiempo a los demás para llegar hasta los
jenízaros, y éramos nueve, y muy cabreados.
Cuando embarcamos en el falucho ya
teníamos más armamento, hasta un pistolón que llevaba uno de los jenízaros y
que no le había dado tiempo a usar. Ahora sus restos estaban esparcidos sobre
el muelle, mezclados con los de su compañero. Lástima que hubiesen gritado
tanto. No pueden hacerse una idea de cuánto. Y claro, media ciudad corrió
curiosa hasta los muelles.
Por eso ahora Ricard se sujetaba las
tripas implorando a La Virgen de Monserrat. Los demás aparejábamos a toda prisa
la vela del falucho, que apenas cogía viento y miramos atrás, hacia el
embarcadero.
Allí el gentío empezó a acumularse y
pronto se vieron carreras y se escucharon gritos de al arma en los minaretes. A
nuestro alrededor había cientos galeras y galeazas fondeadas, desde algunas, a
través de las tablas, podíamos ver las caras mugrientas y sorprendidas de los
galeotes y desde arriba, otras caras alarmadas que empezaron a apuntarnos con
sus arcabuces y muy pronto, empezaron a llovernos encima pelotas de plomo.
Dos galeras comenzaron a mover sus remos
para intentar cerrarnos el paso. La latina sigue sin recoger ni pizca de
viento, y solamente hay cuatro remos en la embarcación, que agarramos y
empezamos a bogar con fuerza. Otra vez al remo. Aunque ahora bogábamos por
nuestras cabezas.
Un cañonazo suena y después otro y cerca,
muy cerca de nuestra proa, y se levantan dos columnas de agua, y sobre nosotros
cae un enorme roción que nos empapa a todos:
- ¿Qué rumbo…?- me grita, casi en el oído,
el granadino Gutiérrez, que se ha puesto a la caña del timón.
- ¡A tierra…! - grito yo, y el camarada me
obedece, y así con este gesto, me
nombran su capitán.
3-
Cuando alcanzamos la orilla corremos todos
a ocultarnos en un espeso bosque cercano. Todos menos el pobre Ricardo,
que se sigue intentando sujetar las tripas, que rebosan de entre sus brazos y
manchan las tablas de sangre oscura, y nos mira con reproche mientras
abandonamos el falucho en la playa y a él dentro. Pero nada podemos hacer por
él. Y Ricardo lo sabe y aún así cuesta dejar atrás a un compañero, aunque se
sepa que está muerto más que todavía respire y se queje y te mire.
Llega la noche. Nueve españoles ateridos
de frío, hambrientos y sin beber una gota de agua desde hace horas. Igual que
en campaña, así que nombro las guardias.
Mañana Dios proveerá y si no, nos dará de
comer en el mismo cielo –digo:
- ¡Amén…! - me contestan los camaradas.
4-
Por la mañana nos despiertan los gritos agónicos
de Ricardo pues una patrulla turca había encontrado el falucho y a él
dentro.
Seis hombres la forman y lo más
importante, traen seis caballos.
¿Estamos locos?
Parece que nos decimos unos a otros
mientras miramos, desde la linde del bosque, hacia donde los turcos se
entretienen martirizando al pobre Ricardo.
Dios nos ha dado, pero como a buenos
castellanos, no nos ha dado gratis. Hay que ganárselo. La honra y fama de los
soldados españoles no desmerece tal trato.
Así que sigilosos y precavidos nos
acercamos hasta donde está la patrulla turca, con gestos y señales de milicia
nos colocamos muy cerca de ellos y a otra señal convenida, atacamos.
Demonios parece que han visto los turcos
salir del bosque, demonios asesinos.
Abatimos a los seis de forma salvaje como
una jauría de perros rabiosos y, ¿acaso no somos más que eso?
Lobos acorralados en territorio enemigo.
Españoles rodeados de moros.
Ya es tarde para el desgraciado Ricard,
pero los demás nos disfrazamos con los uniformes de los enemigos muertos,
montamos en sus caballos y salimos de allí como alma que lleva el diablo.
Nuestro pequeño Tercio tiene ya un arsenal
numeroso. Alfanjes, gumias, pistolas y hasta dos arcabuces. Me fijo que son
españoles, de buena fabricación.
Pólvora de España, la mejor del mundo,
oiga. Acaricio el arma como a un hijo pródigo y el tacto de la llave, me
reconforta.
Ahora sarracenos, os va a costar un poco más
haceros con nuestro pellejo, pienso mientras cabalgo y el aire de la libertad
va dándome en el rostro.
Al hacerlo miro a los dos camaradas que
llevan sobre las grupas de sus caballos a los compañeros. La escena es
casi cómica, digna de un corral de comedias, pero allí, en tierra extraña e
infiel, no tenía pizca de gracia.
No era muy normal ver a soldados montados
sobre las grupas de otros y la noticia de la fuga de varios cautivos cristianos,
ya se abría extendido por toda la región y por todo el imperio turco.
Pero nuestro amado patrón Santiago nos
ayudó en la ocasión. Nuestra fuga estaba siendo bendecida, a costa de sangre
eso sí, ya solamente quedábamos ocho españoles y a pesar del tiempo
transcurrido, recuerdo todavía sus nombres:
El granadino Juan Gutiérrez, Francisco de
Larache, José Cortés de Lepe, Blasco Pinzón de Cartagena, Felipo Trozzi
genovés, Guzmán de Aljarafe, pícaro sevillano, y un vascongado de nombre
impronunciable al que llamábamos simplemente Vizcaíno.
Y éste que les suscribe, claro. Ocho
hombres, ocho españoles fugados de las mismas garras de La Sublime
Puerta, perseguidos, acosados, prefiriendo morir libres e hidalgos que no
cargados de cadenas.
Y lo logramos, guiados siempre por el
Apóstol conseguimos alcanzar el Adriático y desde allí tierras cristianas.
Pero
eso Señores Soldados, es otra historia que quizás otro día les cuente a
vuestras mercedes.
Diego Quiñones.
© A. Villegas Glez.
Un mundo abierto a la imaginación... por contar. Me gusta, gracias.
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