Más no es el caso de la historia que me propongo narrar a vuestras mercedes y que ha regresado a mi memoria impulsada por la presencia de mi nieto. Que no hay mayor ventura que marcharse de este mundo sabiendo que detrás queda la honra intacta y tu simiente bien sembrada.
El caso es que al crío, que va a hacer los seis años, le gusta que le cuente historias de aquel tiempo singular, en el que su abuelo fue soldado.
Llegada la festividad de la Natividad de Nuestro Señor, me pidió que le contase algo que hubiese sucedido durante aquellas fechas señaladas, durante mi servicio en las frías tierras flamencas.
- Los herejes también celebran la Navidad…
- ¿De verdad, abuelo…?
Y los ojillos verdosos, como los de su hermosa madre, brillaban tanto que mi viejo corazón se arrugaba emocionado.
Recordé entonces lo que nos había sucedido, a un grupo de camaradas, durante las Navidades del año del Señor de mil quinientos ochenta y cuatro, durante el largo y durísimo asedio contra la populosa y rica ciudad de Amberes, que sería rendida por la tenacidad, el ingenio y el valor de nuestro General, Alejandro Farnesio, al verano siguiente.
Pero para aquello todavía faltaba mucho, ya que corría el mes de diciembre y hacía un frío holandés de los que te helaban en un decir amén.
La nieve lo cubría todo y las zonas más pisoteadas se convertían en lodazal intransitable.
Como resultaba natural en nuestras circunstancias, soldados españoles sometiendo a sitio a la ciudad más poderosa de Flandes, no teníamos ninguno de nosotros, ni un maravedí en la bolsa y comíamos lo que podíamos, o sea, lo que cada cual adquiría de una u otra manera.
En definitiva, pasábamos más hambre que el perro del afilador, que tan sólo come caliente -el pobre- cuando caen las chispas de la piedra.
Como podrán imaginar, como a nosotros, lo mismo sucedía en cada camareta de cada Tercio: valón, italiano, tudesco o español que rodeaban la ciudad de Amberes. Cada cual buscándose la vida con lo que se habían esquilmado todos los alrededores y más allá.
En torno al asedio, formando círculos concéntricos, se acumulaban la miseria y el hambre.
Si los soldados las pasábamos negras, imaginen vuestras mercedes, cómo lo pasaban los campesinos.
Los que seguían vivos, claro.
Aquella Nochebuena recuerdo que había conseguido cada cual alguna cosa.
Pedro de Murcia, un trozo de bacalao reseco, Guzmán de Nájera unas cebollas y unos ajos, no sé quién, una damajuana de vino, y a un servidor le tocó dejar sus últimas monedas para unos trozos de chorizo y de tocino, algún otro había conseguido unos nabos enraizados, negros y retorcidos como los cuernos del mismo Lucifer.
Y allí estábamos, en nuestro rincón del campamento, sin cantar ni nada de eso, no se vayan a pensar vuestras mercedes que andábamos contándonos las penas ni nada de eso, había más silencio que otra cosa, roto, de cuando en cuando por alguna corta y amarga carcajada. Había camaradería y hermandad, pero resultaba ruda, sudada y manchada de barro, allí, pardiez, solamente había soldados.
Hoy todavía no sé si lo que vimos fue una aparición o realidad.
Entre dos silencios y dos risas, se escuchó, claro a nuestra espalda, el llanto ahogado de un niño de pecho.
Sin saber de dónde había salido, habían aparecido entre la bruma helada, que formaba rizos congelados a los pies de la mujer, una madre con su hijo en brazos, se veían dos bracitos regordetes y rosados que manoteaban pugnando con los rebordes de la manta rahída y escasa que le cubría, mientras su madre, con infinita paciencia, le sujetaba los bracirtos y nos miraba sin temor alguno en los ojos dulces y tranquilos.
Dos de los camaradas se arrodillaron ante ella.
Yo estuve a pique de hacer lo mismo.
- ¿Me dan vuestras mercedes, señores soldados, algo de comer?, nos pidió en perfecto y claro castellano.
Todos nos quedamos convertidos en piedra, como si Medusa nos hubiese hechizado con su mirada.
Luego, nos fuimos apartando de la mesa desvencijada, fabricada con troncos de madera que ocupábamos y la madre se sentó en un taburete de tocón con el niño sobre el regazo.
Comió de nuestro humilde, pero caliente y jugoso puchero, hasta saciarse, probando el vino a pequeños sorbos, mientras nosotros mirábamos extasiados aquellas manitas rosadas que jugueteaban con el pelo rubio de su madre.
Cuando acabó, disimuló un pequeño eructo satisfecho y luego nos miró muy fijamente y a cada uno de nosotros.
Tras aquello, igual que había llegado, desapareció entre la bruma helada, más, ahora el niño no gemía triste, si no que se escuchaba su risa, entre los chupetazos que le daba al pecho de su madre.
Nosotros nos habíamos quedado con el corazón colmado de paz y de alegría, y a pesar de que no nos quedaba nada que llevarnos a la boca a ninguno nos importaba, aún quedaba vino en la damajuana y a ella nos acogimos con la debida disciplina de soldados sedientos.
Fue Juan de Antequera el que se marchó a hacer sus necesidades unas varas más allá, entre las espesuras nevadas, y fue el que nos contó lo que había sucedido cuando, al poco rato de haberse marchado, le oímos gritar como a un endemoniado:
- ¡Milagro, milagro!
Cuando llegamos, con las espadas en la mano y dispuestos a despachar herejes, le encontramos extasiado mirando algo que había frente a él.
Algo que brillaba.
Nos apelotonamos detrás suyo, como una avalancha sobre sus hombros, y a todos se nos pusieron los ojos como platos al ver lo que vimos.
Había un pequeño cofre del que rebosaban embutidos y dos panes de hogaza, dos buenos y bien colmados pellejos de vino flanqueaban el cofre del que también rebosaban, una buena cantidad de monedas de oro que brillaban más que el mismo sol:
- ¿Quién ha dejado esto aquí, Juan?- preguntamos...
- No van a creerme vuestras mercedes…
- Prueba…
- Un tal Nicolás, hereje… y...
- ¿Qué...?
- Dice que viene de España…
- ¡No me j…!
No voy a terminar contando lo que pasó con aquellas monedas y con aquellas viandas, pueden imaginarlo vuestras mercedes, pero aquella Nochebuena, durante el asedio de Amberes, a ninguno de los que salimos vivos de allí -la mitad tan sólo lo pudimos conseguir- la podremos olvidar nunca...
A. Villegas Glez. 2013
¡¡¡ FELIZ NAVIDAD, TENGAN VUESTRAS MERCEDES!!!
Una historia preciosa, y me quedo con; "que no hay mayor ventura que marcharse de este mundo sabiendo que atras queda la honra intacta y tu simiente bien sembrada"
ResponderEliminarMuchas gracias, yo también me quedo con eso... Felices Fiestas
EliminarFeliz Navidad, Don Villegas.
ResponderEliminarFeliz Navidad, don Anónimo.
EliminarGenial. Que no se borre, por favor. Feliz Navidad!!!
ResponderEliminarFeliz Navidad... No se preocupe, éste no, y le pido disculpas...
EliminarEl que me tengo que disculpar soy yo porque con mi comentario no quería quejarme de nada.
EliminarEs un honor leer estas historias tan geniales, porque los hechos que cuentas son verdad....y te has atenido fielmente a ellos, introduciendo detalles literarios...que bien pudieron ser también todos ciertos.
Y es un honor, porque ya era hora de que la verdad gloriosa de los españoles resplandeciese, a pesar de las sombras y los silencios.
Te digo lo del capitán de Flandes: Sigue escribiendo sin miedo.
Mis más cordiales saludos. Y feliz 2014 que empieza!!
Pues ¡ no seré tonto que me emocionó el relato !
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