Le bautizaron allá por el año mil cuatrocientos cincuenta y uno en la villa castellana de Ciudad Real, hijo de una hidalga familia de rancia tradición militar y caballeresca. Su abuelo, su padre y antes que ellos sus antepasados habían combatido con valor y denuedo contra los moros.
Así que Hernán sería educado en los valores caballerescos, en la fe cristiana y en el manejo de las armas en las que destacaría desde muy joven.
De su infancia y juventud poco se sabe. Las primeras noticias fiables lo colocan en la guerra contra Portugal y al lado de otro hidalgo que pasaría también a la Historia como el Gran Capitán.
Hernán Pérez del Pulgar y Gonzalo Fernández de Córdoba forjarían una amistad que duraría toda la vida.
Juntos aparecen de nuevo en la Guerra de Granada, en la que el bravo Hernán, por su arrojo, lealtad e hidalguía se ganaría la admiración de todo el mundo, incluidos los Reyes, que para el año mil cuatrocientos ochenta y uno le nombrarían Continuo de su Casa.
Hernán apenas era un escudero, pero su fama corría como la nueva pólvora de los nuevos cañones de asedio. Era muy admirado ya que siempre se le encontraba en las ocasiones de mayor riesgo y fatiga.
Durante el asedio de Alhama, ciudad estratégicamente situada en las tripas del reino nazarí, y ante lo desesperado de la situación, con el enemigo a pique de traspasar los muros y recuperar la Villa, Hernán decidió lanzarse a una misión suicida. Atravesaría las líneas de asedio nazaríes y pediría auxilio a la cercana Antequera.
El bravo soldado conseguiría su objetivo, burlando a los moros, llegaría a la ciudad de Antequera, allí reúne a unos pocos hombres, alertando a la población de la grave situación que atraviesa Alhama y se lanza al ataque de las líneas enemigas, provocando tanto espanto y sorpresa que los moros deciden levantar el sitio y la ciudad se salva.
Años después en premio a su valentía, Hernán recibiría el título de Capitán General de Alhama.
No conforme con su hazaña, a nuestro héroe se le ocurre atacar, con una escasa tropa de ochenta hombres, el Castillo de Salar, fortaleza cercana a Alhama y que cubría el camino de la capital.
Pulgar llega, conmina a los defensores a la rendición, estos se ríen en su cara, los hombres de Hernán escalan los muros, entran en los adarves, asaltan y avanzan hasta que el enemigo rinde sus alfanjes. Ya no se ríen ni hacen chanzas.
La fama de Hernán Pérez del Pulgar se multiplica por ciento.
El Rey Fernando, que le admira le reclama a su lado para la campaña de la toma de Vélez-Málaga y participará brillantemente en la batalla de Bentomiz, en la que su arrojo y ejemplo salva a los castellanos del desastre. Después el monarca le envía como parlamentario a Málaga, que resistía el asedio castellano pero que caería como fruta madura poco tiempo después.
La guerra de Granada no se detiene y encontramos a Pulgar de nuevo batallando, esta vez asediando la poderosa ciudad de Baza, que ha resistido hasta ahora todos los envites cristianos bajo el férreo mando de su caudillo Aben Zaid.
Pulgar, en singular y caballeresco combate, se cepilla al sarraceno y toma la Plaza. ¡Con dos cojones!.
El Rey Fernando no sale de su asombro y con él todo el Reino que no pueden creerse todavía la magnitud del valor, la honra y la hidalguía de tan buen soldado.
El Rey le nombra Caballero de inmediato, dándole Escudo de Armas con un león portando una lanza y un estandarte blanco, rodeado de once castillos, tantos como plazas había arrebatado Pulgar al enemigo, y un lema que rezaba: “Tal debe ser el hombre como quiere parecer”.
En una ofensiva de Boabdil, un último estertor de un reino muerto, Hernán, que manda la fortaleza de Salobreña, se ve rodeado y a pique de fenecer él y toda su guarnición, pues en la fortaleza apenas hay agua. Boabdil que lo sabe les invita a rendirse y a entregar el castillo, pero Hernán, (que para cojones los suyos), agarra un cántaro de barro rebosante del último agua que tenían y se lo arroja al nazarí a los pies, ordenando después prepararse para salir a combatir.
Los nazaríes, con su rey a la cabeza, convencidos de que no podrán echar de allí a aquellos locos, levantan el asedio y Salobreña se salva. Al tiempo, en otra fortaleza, en Mondújar, Gonzalo Fernández de Córdoba había vivido y solventado una situación parecida.
Unos meses después llegará la hazaña más sonada de Hernán Pérez del Pulgar.
Su loco plan de meterle fuego a Granada. Casi lo consiguen. Amparados por la noche y a través del río Geni, Hernán y varios de sus hombres atravesaron las murallas y llegaron hasta la puerta de la Gran Mezquita, allí Hernán clavó un cartelón con el Ave María y la promesa escrita de regresar y liberar a La Virgen que ahora dejaban cautiva de infieles, luego, una vez saltaron las alarmas en la ciudad y se armó la de Dios es Cristo, prendieron fuego a la Alcaicería, un barrio donde se almacenaban telas, sedas y tafetanes, y consiguieron escapar abriéndose paso a cuchilladas entre un tumulto cada vez mayor de soldados enemigos.
Cuando alcanzaron el campamento de Santa Fe nadie podía dar crédito a lo que habían hecho y logrado.
Los Reyes le otorgaron un castillo más para su Escudo y el honor de ser enterrado en la futura Catedral de Granada junto a los monarcas. Esto no se concedía a cualquiera y da fe del aprecio y agradecimiento que profesaban Isabel y Fernando a tan bravo capitán.
Al acabar la Guerra de Granada, y con ella finalizar el larguísimo periodo conocido como Reconquista, Hernán Pérez, quizás conociendo que su misión como guerrero estaba terminada, se casa en segundas nupcias y se marcha a vivir a Sevilla. Allí demostrará que sabe manejar la pluma tan bien como la espada, escribiendo sus andanzas y recuerdos, con tan buen tino que el mismísimo Emperador Carlos, le encarga una obra: Las andanzas de otro grande, Gonzalo de Córdoba durante la pasada contienda granadina y que Hernán, como amigo y veterano de la guerra conoce como nadie.
También le solicitó el Emperador otro servicio. Admirado y avisado de la valía del viejo soldado, se llevó a Hernán, que tenía setenta y pico de años, a la guerra contra los gabachos en el Pirineo. Aquella campaña le alargó la vida, y seguro que la sonrisa unos años, y más sabiendo que su hijo le seguía los pasos en hidalguía y bravura.
Murió Hernán Pérez del Pulgar en agosto de mil quinientos treinta y uno y fue enterrado, pues tal honra se había ganado, junto a los Reyes a los que había servido lealmente desde que no era más que un escudero imberbe que salía, en busca de aventuras, honra y fama, desde una calle del viejo y hermoso Ciudad Real.
“Tal el hombre debe ser como quiere parecer”
Este era su lema, y quizás por eso a Hernán le llamaron: El de las Hazañas…
© A. Villegas Glez. mayo-14
Muy buen trabajo y bien contado.
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