Isla de Bommel, Flandes, diciembre de mil quinientos ochenta y cinco.
En Flandes no existían las piedras, ni los cantos rodados, ni los peñones graníticos, ni las esquirlas de roca, ni la gravilla, ni siquiera había arena.
En Flandes solamente había barro y miseria.
Aquel pedazo de tierra robada al mar y sesgada por mil canales y tropecientos mil ríos era solamente un páramo húmedo, una eternidad inacabable de barro oscuro y un infinito pantanal en el que se hundían sin remedio nuestro oro y nuestra gloria.
También, y a pesar de la fe inquebrantable de la que hacíamos gala los españoles, aquella incluso se estaba a pique de perder en mitad del lodazal flamenco.
La Fe Verdadera, el motivo final por el que estábamos todos nosotros allí, en mitad de aquel mar de barro que se pegaba a la ropa, al acero de las espadas y que impregnaba el alma para siempre con el oscuro color del fango ensangrentado.
La Verdadera Religión, la única, la que tras la que estaban dándole su aliento y su apoyo, Cristo Bendito, su Santa Madre y el Espíritu Santo.
Claro que lo mismo pensaban los herejes iconoclastas -salvo en lo de Nuestra Señora-, los impíos anglicanos y hasta los mahometanos de Berbería.
Todo el mundo decía que Dios estaba de su parte.
Sin embargo todos nuestros enemigos se equivocaban.
Muchos dirán que un servidor de vuestras mercedes no puede ser imparcial pues su oficio se lo impide, más, les diré en mi descargo que siempre me sentí más soldado que fraile y que, tras haber asistido en primera persona a los hechos que voy a narrarles, mi fe, hasta aquel momento no mucho más devota que la de cualquier español de mi tiempo, creció hasta colmar mi alma y mi corazón.
Antes de todo aquello un servidor sentía por dentro que Dios me amaba lo que a los demás, o sea lo justo, y que tan solo mis propios medios y mi inteligencia me ayudarían en la vida.
Aquella y no otra había sido la razón por la que me había hecho fraile franciscano, pues, segundón en casa de mi padre solamente tenía dos caminos en la vida: la Iglesia o la Milicia, y he de confesar que a mí las espadas, la sangre y la guerra jamás me habían llamado la atención, así que me hice monje, o fraile, o cura o como se quiera nombrar al asunto de rezar mucho a cambio de poder comer caliente.
Pero por las bromas de la vida cuándo más a gusto me encontraba y mi existencia se reducía a ayudar en las labores del campo y en intentar aprender los latines, aparecieron por el monasterio aquellos soldados que iban camino de Flandes en busca de un hombre santo que les acompañase.
Yo me escondí, disimulé y le pedí a ese mismo Dios que aquellos soldados defendían que no me tocase la china.
Pero el Señor miró para otro lado y el Abad precisamente hacia donde yo estaba y así, sin desearlo ni pretenderlo, me vi convertido de la noche a la mañana en Páter de aquella Compañía del Tercio de Bobadilla.
Tropa famosa y abigarrada que había participado en la batalla de Lepanto.
Mi trabajo sería sencillo, o al menos eso creía en un principio. Escuchar las confesiones de aquellos hombres, saber oírles, saber darles el consuelo divino que buscaban y soltar algunos latinajos que me hiciesen parecer lo que no era. O eso pensaba yo.
Porque aquellos soldados me calaron desde el principio y desde el principio también me cuidaron con un cariño que no me había ganado- aún tardaría en hacerlo- y que no me explicaba:
- Páter, vuestra merced no es mala persona ni mal cura, pero nosotros lo que respetamos es ese crucifijo que lleva colgando...- eso me dijeron un día que les había preguntado. Uno de aquellos días en los que, entre chascarrillos, rumores y anécdotas soldadescas compartía con ellos un poco de pan duro y vino añejo.
Así poco a poco, mes a mes, año a año me fui haciendo a aquella vida. Una vida que podías perder en cualquier momento.
Porque en Flandes la guerra no terminaba nunca y los herejes no cejaban en sus pretensiones.
Había tenido que aprender a manejar con destreza la espada y la daga con las que defender al Rey, al Imperio, a la Religión y lo que, ¡pardiez!, era más importante, mi propio pellejo, pues como sacerdote católico -estuviese ordenado o no, la circunstancia a los herejes les importaba poco- mi persona se convertía en objetivo principal para aquellos hideputas.
Por eso me sentía muchas, muchas veces más soldado que fraile, pues, aunque mi trabajo era salvar almas, me dedicaba más bien a lo contrario.
Fraile me sentía cuando le cerraba los ojos a un camarada caído al que previamente habían despojado sus propios compañeros. Fraile me sentía cuando escuchaba junto al fuego a alguno de aquellos hombres endurecidos que me contaban cómo se sentían tras haber visto llorar a un mocoso holandés ante el cadáver de su madre:
- ¿Dónde está Dios para esa gente, padre...?- me preguntaban y yo no sabía muy bien qué responder.
- Está, es omnipresente, omnipotente, misericordioso y sus caminos bla, bla, bla - les decía- y ponía cara de obispo convencido aunque por dentro me preguntase lo mismo que ellos.
En Flandes no existían las piedras, solamente el barro, el agua, el frío gélido y la certeza de la muerte.
Como durante aquel mes de diciembre en el monte de Empel.
El Tercio de Bobadilla se había desplegado durante el verano en la isla de Bommel, situada en la confluencia de los ríos Mosa y Waal, así la isla se había convertido en el bastión español en Zelanda y en una cuña que pretendía proteger la populosa y católica ciudad de Bolduque.
Pero, claro, los herejes no nos iban a dejar allí tan tranquilos y desde el primer momento del despliegue el líder contrario, un tal Almirante Holak, había posicionado diez de sus barcos para que bombardeasen, hostigasen y acabaran con aquel Tercio español que ocupaba Bommel.
Pasó el verano, llegó el otoño y luego el invierno, frío como la misma madre que lo había parido y como al almirante holandés y su propuesta de rendición los había mandado el Maestre Bobadilla, muy finamente, a tomar por donde amargaba el pepino, el holandés abrió los canales y nos inundó hasta la gorja.
Y no exagero a vuestras mercedes.
El agua anegó los pueblos en los que pernoctábamos a tal velocidad y con tanto ímpetu que apenas pudimos escapar con lo puesto para no ahogarnos.
Salvamos lo justo, espadas, dagas, cuatro arcabuces y tres cañones, un poco de pólvora, las banderas y un servidor el crucifijo grande, el de las ceremonias, de buena madera tallada y con un Cristo crucificado de metal bañado en oro.
El barro nos inundó hasta el pescuezo y los holandeses nos bombardeaban sin descanso:
¡Bumbaummboommbumm!
Y saltaban destrozados los míseros tablazones con los que habíamos construido los parapetos y junto a ellos los hombres caían destrozados, mutilados, pidiendo a gritos confesión antes de emprender el postrer camino.
De un lado para otro, con los bajos del hábito pesando como el plomo por el barro que acumulaba, acudía aquí y allá, hacia donde escuchaba los gritos. A veces llegaba justo para cerrarle los ojos al muerto, otras le quedaba un hilo de vida:
- ¡Perdóneme, padre!- gemían, luego abrían mucho los ojos y se morían con su sangre mezclándose con el barro de Flandes que adquiría un tono rojizo que si mirabas mucho rato te provocaba náuseas.
Todo el Tercio de Bobadilla nos apiñábamos sobre el dique y el montecillo de Empel.
No era más que un bultito en la tierra, una protuberancia que apenas sobresalía del agua, un montón de barro que se deshacía bajo el fuego naval holandés, una tumba de lodo para un Tercio entero.
Y, a pesar de ello, a despecho de los cañones holandeses, del frío que arreciaba por momentos, del agua que lo inundaba todo, del barro que nos engullía, de la seguridad de la muerte -algunos capitanes voceaban de morir como los numantinos antes que rendirse-, a pesar de que nos sabíamos acabados, ninguno queríamos rendirnos y el Tercio entero pedía en sus rezos una oportunidad para poder irse de pie y no allí, masacrados sin compasión y sin posibilidad de defensa.
El campamento español reverberaba con el sonido de cinco mil voces que rezaban en voz baja. Algunos hombres reclamaban mi presencia para que rezase junto a ellos el Credo o, el favorito de la tropa, el Ave María.
Acudiendo junto a un grupo de aquellos soldados sucedió.
Primero oí gritos enloquecidos- ¡Milagro, milagro, decían- luego más gritos incrédulos al principio y colmados de éxtasis religioso después, se unieron a los primeros.
Igual que un reguero de pólvora encendida los gritos se extendieron por todo Empel de forma tan unánime y atronadora que consiguieron hasta acallar la artillería enemiga.
¿Qué sucedía...?
Tardé muy poco en enterarme pues, al igual que los truenos de una tormenta, la noticia se extendía como una mancha de aceite.
Un oficial me abrazó tan fuerte que sentí crujir los huesos de mi cuerpo:
- ¡Nuestra Señora, Padre, es Nuestra Señora que viene a salvarnos!
Era una tablilla flamenca, muy bonita y elaborada, de hermosa policromía que representaba a la Inmaculada Concepción.
Al verla había caído de rodillas ante ella y junto a mí los cinco mil españoles asediados en el monte de Empel, isla de Bommel, Flandes.
El sonido de nuestras cinco mil voces rezándole a aquella tablilla creció en intensidad y fuerza, nuestra devoción se multiplicó por ciento.
El Maestre ordenó que la imagen recorriese en procesión todo el campamento para que así todos los hombres pudieran ser testigos del prodigio acaecido aquella noche de diciembre, en la que Nuestra Señora había venido en auxilio de unos españoles que, perdidos y abandonados, no habían dejado de rezarle.
Nunca en mi vida, ni antes ni después, me he sentido tan orgulloso del hábito que visto, más que aquella noche durante la procesión en Empel.
Marchaba lo más tieso que podía, con el vendaje que cubría parte de mi rostro- un bombazo holandés que había caído demasiado cerca-, mi espada colgando del cinto bamboleando contra la tela manchada de barro holandés de mi raído hábito franciscano y entre las manos, bien alto, el crucifijo ante el que los hombres y mujeres del campamento se hincaban de rodillas a su paso.
Detrás dos oficiales llevaban la tablilla de nuestra señora, el Maestre Bobadilla a caballo -el único que quedaba con vida- los escoltaba y todos caminábamos al ritmo que marcaba el tambor que tocaba, marcial y orgulloso, un chavalín que había venido desde Ultramar para servir en los Tercios.
Bajo nuestros pies el barro de Flandes, empapado de sangre española, formaba cenagales y charcas oscuras que, según íbamos avanzando, se helaban formándose sobre la superficie pequeños cristales que brillaban a la luz de la luna.
El frío se había tornado glacial y el viento helado correteaba por encima de las aguas del río Mosa:
- ¡Milagro...!- gritó alguien.
- ¡Ahora sí que se van a enterar estos!- apostilló otro.
Casi al unísono los cinco mil españoles nos asomamos por encima de los parapetos y las trincheras anegadas para contemplar, admirados y enardecidos, cómo las aguas del río se iban helando poco a poco y que metro a metro, inexorable, el hielo se acercaba hasta las naves holandesas y las dejaba varadas.
A los cinco mil soldados españoles, y algunos frailes que estábamos amontonados sobre el embarrado monte de Empel se nos iluminó el rostro con una sonrisa devota y agradecida.
Alguien, una voz desconocida, dijo junto a mí:
- Sin duda que esta noche, Dios se ha hecho español...
No pude estar más de acuerdo...
Fray Beltrán Del Valle. Memorias de un cura-soldado.
A. Villegas Glez- mayo/2015
a los soldados españoles
ResponderEliminarRelato que pone los pelos como escarpias, que grande el Tercio.
ResponderEliminarestas como otras ,las de Filipinas o las de Africa, me llenan el deposito ante la adversidad
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