martes, 26 de mayo de 2015

UNA CALLE DE PAMPLONA

En la hermosa capital de la no menos hermosa Navarra hay una calle que se llama Tiburcio Redín, o había… 
No sé si los “arranca-placas” de la memoria histérico-selectiva habrán puesto sus ojos en ella, estando la calle dedicada a un militar que, encima después se hizo cura, no me extrañaría lo más mínimo.

Tiburcio Redín y Cruzat nació en Pamplona en el año 1597, en el seno de una familia de rancio abolengo y valor acreditado. Su padre había combatido en la famosa batalla de Lepanto y su madre era temida y respetada en toda Navarra. Doña Isabel de Cruzat tuvo que criar a sus hijos casi ella sola y tenía la viuda un carácter firme y autoritario, tanto, que se contaba que sus vástagos la temían más a ella que a una compañía de arcabuceros.

Tiburcio con catorce años se alista en los Tercios que estaban en Italia guerreando y empezando a labrar su leyenda. 
Su hermano mayor, Miguel, era capitán de una compañía en el Tercio del Marqués de Hinojosa y a ella se acogió Tiburcio. 
Muy pronto y pese a su juventud demostraría un valor que rayaba en lo suicida. 
Se colocaba siempre en las primeras posiciones de los cuadros de infantería, en lugar en el que más riesgos, trabajos y fatigas debían encarar nuestros compatriotas, allí en dónde se olía el aliento del enemigo y se podía sentir la sangre chorrear hasta los codos.

Entre los años 1613 a 1617, Tiburcio Redín se destaca sobre todos los demás durante la guerra contra el Duque de Saboya. 
En la toma del reducto de San Andrés, acaecido durante el asedio de la ciudad de Vercelli, diecinueve soldados españoles asaltaron a la carrera la inexpugnable posición enemiga, saltaron los adarves gritando como endemoniados y una vez dentro no dejaron a nadie con vida. 
Al frente de todos ellos iba Tiburcio Redín con su cara de loco y su espada ensangrentada.
Era ya Alférez en la compañía de su hermano Miguel -que moriría poco tiempo después en La Habana peleando contra los holandeses- cuando hasta el Emperador llegaron los relatos de sus proezas y hazañas durante el asedio de Vercelli. El rey le concedío como premio el hábito de la Orden de Santiago.

En el año 1620 le otorgan el cargo de Capitán de Mar y de Guerra del galeón “Margarita”, que formaba parte de la colosal Carrera de Indias.
Tiburcio Redín no tardaría en demostrar que tenía las mismas aptitudes en la mar que en la tierra, y los mismos huevos.
Se cuenta -y esto demuestra el carácter de aquel hombre hijo de aquel tiempo en el que, el valor de un hombre se medía por sus actos y por su destreza manejando la espada- que durante una de las muchas travesías del océano y estando Redín dormitando embutido en su coy sobre la cubierta, muy cerca suyo dos marineros empezaron a discutir a voces y con grandes aspavientos de las manos, al modo en que solemos hacer esas cosas los españoles.
Don Tiburcio que se levanta el hombre mascullando pero, comprensivo con sus compatriotas, pone paz con buenas palabras y luego regresa hasta su coy. 
Al poco rato los dos marineros renuevan su pendencia con más voces y más escandalera todavía que antes, y el capitán Redín que se levanta de nuevo, esta vez soltando venablos por la boca, pero, comprensivo, pone paz otra vez de buenas maneras y se retira a intentar dormir… 
Pero los marineros no cejaban, sobretodo uno de ellos que era más chulo y vocinglero y que insistía, cabezón, en la pendencia y en seguir dando voces…

Redín, que tenía poca reserva de paciencia en el alma, se levanta de un salto, desenvaina la espada y se arroja como un oso cabreado y directo a por el marinero que daba los gritos, dispuesto a convertirlo en espetón. 
El otro que ve cerrar contra él a semejante fiera dispuesta a hacerlo pedazos y se arroja al mar sin dudar un instante pensando que las frías y oscuras aguas serían su salvación. Pero no. 
Tiburcio Redín una vez metido en faena ya no se detenía ante nada ni ante nadie. 
Se arroja de cabeza al mar, empieza a nadar tras el desgraciado, lo alcanza y lo apuñala con saña asesina hasta que el otro se hunde en las aguas oscuras. Cuando regresó al barco, se secó y se volvió a tumbar en su coy, en el galeón “Margarita” no se volvió a escuchar en toda la noche ni el zumbido de los mosquitos.

Sirvió en La Carrera hasta el año 1624, año en el que le dieron el mando de una compañía de piqueros que estaba destacada en Portugal bajo mando del Marqués de Hinojosa.
Con esa compañía protagonizaría otra gesta de valor inaudito:

Estando en el puerto de Lisboa ve pasar a lo lejos tres navíos ingleses, y sin pensarlo, embarca en sus galeones y sale en su captura. 
Pero los rubios se defendieron bien y lograron desarbolar el galeón que capitaneaba Redín, que se ve obligado a regresar a puerto, además Tiburcio tenía una fea herida y también una cólera oscura que le rastrillaba las tripas-risssrassss-y que le escocía mucho más que la herida. Por eso, ni corto ni perezoso, se sube en el galeón que mandaba Atonio de Oquendo, el famoso barco: “Nuestra Señora de Atocha” y se lanza de nuevo en persecución del enemigo al que encuentra a la altura del Cabo de San Vicente.
Con Redín a la cabeza los marinos españoles les dan tal somanta de palos a los ingleses que estos se tendrán que retirar- los que pudieron, claro- vapuleados con muchas bajas y muchos daños en los barcos que se alejaron cuanto pudieron de las costas portuguesas.

Al año siguiente se encontraba en Madrid solicitando un puesto en la Armada del Mar Océano. En aquel Madrid claroscuro y peligroso en dónde todo el mundo iba embozado y las querellas se arreglaban a puñaladas, Tiburcio Redín no despegaba lo más mínimo. 
Me lo puedo imaginar prefectamente bebiendo en la Taberna del Turco con Alonso de Contreras y el Capitán Alatriste.
Uno más de aquellos hombres irrepetibles, valientes y coléricos, que solamente se arrodillaban ante Dios o ante el Rey, españoles peleones, irascibles, arrogantes, hombres que jamás dejaron que nadie insultase a su nación, hombres que jamás permitieron que nadie nos viese la suela del zapato. 

Lances de espada y demás pendencias eran el pan nuestro de cada día.

Un día, jugando a las cartas en una famosa casa de Madrid, Redín y sus camaradas fueron sorprendidos por el Alguacil Mayor y sus corchetes. Que si su majestad había prohibido el juego a los soldados, que si no me lo creo, que si daos preso y allí que fue Tiburcio y con la vaina de la espada corrió a cintarazos al alguacil y a todos los corchetes.
Cuando la queja llegue hasta el Rey, este se tronchará de la risa y ordenará que nada se tenga en cuenta a su bravo capitán, que aquello de los corchetes era como si lo hubiese hecho él mismo.

El servicio de armas de Tiburcio Redín en la Armada del Océano resultaría impresionante, el valor era su divisa y siempre estaba en las posiciones más arriesgadas empujando a los hombres con su ejemplo. 

Se convierte así en el mejor capitán de Antonio de Oquendo durante la campaña caribeña. 

En la Isla de Las Nieves combate muy bravamente contra los barcos ingleses a los que, por supuesto, puso en fuga. 
En la isla de San Cristóbal, Redín y sus hombres fueron los que tomaron el fuerte que los franceses defendían, muy pocos gabachos sobrevivirían al asalto español encabezado por los bigotazos de Redín.
En la isla de San Martín, Tiburcio sería el hombre que, a la cabeza de los arcabuceros y a dentelladas tomarían los glacís y luego los adarves ensangrentados mientras los enemigos huían despavoridos para poder salvar la vida. 
Los que podían, claro.

Era tal la fama adquirida por el navarro que cuando regresa a Madrid y durante una recepción oficial, el mismo Rey le regala como premio por sus servicios una hermosa y pesada cadena fabricada con gruesos eslabones de oro indiano.
Ahora en España lucharía muy cerca de su casa durante la campaña contra los franceses que andaban chuleadose y hostigando la frontera del norte. 

Redín tomaría la fortaleza de Zocoa atravesando el río en un barco que había apresado y con el que lograría pasar al otro lado para pasmo y canguelo de los franceses.

Tras su servicio en el norte, Tiburcio Redín regresaría a Sevilla, cogollo de la riqueza y urbe esplendorosa en aquellos tiempos, meta de cada lingote de oro y de plata que llegaban desde Las Indias.
En Sevilla ocurrirán otros dos episodios que vuelven a demostrar que aquellos capitanes no temían a nada ni a nadie y que su concepto de la justicia, el honor, de la honra y de la ofensa resultaban tan estrechos que era complicado no vérselas en mitad de un lance y por cualquier peregrino motivo.

En el primero el capitán Redín se entera de que uno de sus soldados, preso por la Justicia, iba a ser colgado tras haber cometido el delito de batirse en un duelo con otro hombre. 
Redín con buenas palabras apela al tribunal para que le entreguen al reo, que él haría justicia según la ordenanza militar, pero los otros se mofan de Tiburcio en sus mismas narices y le dicen que nones… 
Mala elección.
Sin pensárselo mucho Redín acude al tribunal, esta vez armado, rodeado de sus hombres y exigiendo la inmediata entrega del preso. 

Los magistrados, muy chulos y arrogantes, le repiten que no hay trato, pero en cuanto huelen las mechas de arcabuz  encendidas y escuchan el siseo de las espadas saliendo de los tahalíes, los señores magistrados reculan y entregan el soldado a su capitán. 
Luego Tiburcio se chotearía de los magistrados mientras iban saliendo de la Audiencia, mucho soltarles sus mercedes y los pocos cojones que manejan y etcéteras parecidos.

El otro suceso tiene que ver con cierta dama casada. 
Una noche Tiburcio, no se sabe si con permiso o sin él, aunque yo sospecho que sí, que con permiso, entra en casa de la mujer dispuesto a solazarse con ella.
Una vez en el dormitorio es descubierto por los sirvientes que, claro, arman la Marimorena y entonces también aparece el marido y los vecinos que acuden en tromba... Y Tiburcio allí en medio rojo de ira y de vergüenza, sin explicarse todavía cómo es posible que haya sido tan pardillo,  al pobre no le queda otra que escabullirse entre las sombras y correr hasta el río y desde allí, a Cádiz.
Pero él no iba a dejar aquella afrenta sin respuesta. 

Mataría a la dama, al marido y a la ciudad entera si se interponía.  
Así que se presenta -con todo el morro- ante el General de la Armada y le cuenta que necesita cuatro bajeles artillados para cierto servicio al Rey, el otro, conociendo su fama de bravo soldado y de malas pulgas y sin hacer demasiadas preguntas, se los entrega.
Tiburcio ordena poner rumbo río Guadalquivir arriba, con los artilleros en zafarrancho de combate y Sevilla a pique de quedarse sin Giralda. 
Gracias a un Intendente Mayor, conocido y camarada de Redín, se lograría salvar la ciudad del bombardeo del amante despechado. 
Tiburcio recibiría como castigo un leve tirón de orejas. 
Cuentan que en palacio atronaban las carcajadas del Rey mientras el Valido le contaba la peripecia.

Tiempo después de todo aquello y de regreso de un viaje desde las colonias americanas, el barco en el que navegaba Tiburcio fue atacado muy cerca de las costas de Valencia por una flotilla de piratas berberiscos. 
Los caballeros que viajaban y el capitán del bajel pretendían huir porque -decían- la superioridad numérica sarracena resultaba acojonantemente abrumadora.
Pero Tiburcio Redín, no podía ser de otra manera, montaría en cólera y nombraría a los otros de todo menos de hermosos, agarra sin miramiento el sable del capitán y ordena poner proa al enemigo. 
Los berberiscos se quedaron tan estupefactos que pese a ser más y mejor armados tuvieron que huir -los que pudieron, claro - por no verse cautivos o peor muertos a manos de aquella bestia navarra que no dejaba de acuchillar  sobre las cubiertas ensangrentadas de los bajeles piratas.
La noticia de la gesta llegaría de nuevo a oídos del rey Felipe IV que, admirado, le nombrará Comandante de la nueva Armada de Cataluña.

El nombramiento, sin embargo, tenía que pasar por las manos del Conde-Duque de Olivares, pero éste atrasa el nombramiento o lo olvida en un cajón perdido de su mesa...
Tras muchas y largas semanas de espera, más doscientos pliegos enviados al monarca, sumado a trescientas peticiones de audiencia con el Valido, a Tiburcio Redín se le agota la paciencia y lo que viene demuestra una vez más  que aquellos hombres a nada ni nadie temían.
Tiburcio Redín planea y ejecuta una emboscada contra el poderoso valido del Rey de España, Gaspar de Guzmán. 
¡Con dos huevos!

El carruaje llegaba al cruce de las Cuatro Calles camino del Retiro, cuando de repente la poderosa e inconfundible figura de Tiburcio Redín se planta delante de los caballos gritándole al cochero que se detenga. 

El hombre, claro, no le hace ni puñetero caso y sigue su marcha, pero Redín se mete entre los animales, corta las correas del tiro, salta al pescante y le arrea un guantazo al cochero que resulta de los de a ocho maravedíes y medio. 
El vistoso carruaje se detiene en seco con Olivares dentro preguntándose quién coño era aquel loco que lo asaltaba -¡a él!- y en mitad de Madrid.
Tiburcio Redín, claro… 

Desde el pescante el viejo soldado miraba y remiraba al Valido reprochándole su actitud bajuna, pero el de Olivares que es buen político y usando buenas palabras y mucha vaselina logra convencer al viejo soldado. 
Listo como el hambre y buen conocedor del alma humana convence al navarro de que el nombramiento era inminente, ¡vamos para ayer, Tiburcio!

Pero claro, el más poderoso hombre sobre la tierra y Olivares lo era, no iba a dejar las cosas así y aquella afrenta que ya corría por los mentideros sin castigo, además Guzmán era hidalgo y español y por tanto muy sensible en los asuntos de honra, así que ordena que se tenga preso al díscolo capitán.
Redín que se entera de que lo buscan y quizás arrepentido de no haber atravesado al de Olivares como a un capón, se embarca a toda prisa en el primer galeón que salía rumbo a Las Indias. 


Pero Olivares era muy poderoso y muy rencoroso, así que Tiburcio fue detenido en Panamá y reembarcado de inmediato con el correspondiente lastre de cadenas para la metrópoli. 
Sin embargo y para suerte de Tiburcio, al nuevo Virrey le caía especialmente bien el bravo capitán navarro y además sabía el Gobernador que era el mejor soldado que se embarcaba en toda la flota -aunque fuese reo del Valido- por eso el Virrey en vez de grilletes le otorga el mando de un barco. 

Conocedor del valor y fogosidad del navarro le avisa de que un famoso pirata holandés estaba al acecho en aquellas aguas y que habría que afrontar grandes peligros durante la travesía.
Sonriendo de oreja a oreja Tiburcio Redín solicita el mando de la carraca más vieja, achacosa y lenta que haya en toda la flota y luego la carga con piedras hasta los topes de modo que parezca que iba hasta las bordas de plata indiana, luego ordena clavar los cañones, embarca a su infantería y sale a la mar disfrazado de inocente corderito…

Los piratas holandeses no tardaron ni un segundo en abalanzarse contra la lenta y pesada carraca que imaginaban con las bodegas hasta arriba de plata. 
Cuando los piratas se iban acercando los tripulantes españoles, con mucho teatro, fingieron terror y cobardía, haciendo como que se rendían sin pelear y al capitán pirata, que los miraba muy chulo y arrogante, le dicen que el capitán español se encuentra en su cámara muy enfermo, muriéndose.
El holandés abre la puerta y allí se encuentra a Tiburcio Redín, muriéndose sí, pero de ganas de arrearle al holandés un pistoletazo en todo los morros, cosa que hace nada más asomar el otro el hocico por la puerta: 
¡PAM!

El disparo era la señal convenida para que su tripulación de corderos se convirtiesen, en un segundo, en lobos sanguinarios. Los españoles abordan la nave contraria y hacen filetes finos a cuantos piratas encuentran en su camino.
Los holandeses que estaban en la carraca española intentan responder al ataque disparando los cañones, pero claro, estaban todos clavados y entonces se dan cuenta de la trampa mortal en la que los habían metido y se rinden, los que pueden, claro, mientras las picas españolas no dejaban de moverse como olas ensangrentadas por las cubiertas de ambas naves.
Tiburcio Redín entraría en la Bahía de Cádiz aclamado por el pueblo como un héroe y el Rey, al que le caía simpatiquísimo, lograría convencer al de Olivares para que le perdonase la ofensa de Madrid. Redín tomaría por fin el mando de la prometida Armada de Cataluña…

Poco tiempo después en una visita a Madrid, durante una trifulca- otra, para no variar- 
recibirá una pedrada tan certera y profunda que todos le dan por muerto. 
Sin embargo se recuperaría milagrosamente y tanto rezó y tan devotamente que cuando se restableció de la herida Redín decide abandonar su vida soldadesca, cuajada de honrosos servicios a su rey, pero algo apicarada y disoluta, para dedicarse a servir a Dios. 
Los camaradas de Redín que se iban enterando no podían creérselo y hasta alguno de ellos viajaría hasta Navarra para contemplar en primera persona la insólita transformación de tan valeroso soldado, en monje.

En el año 1637, anegada su alma de misticismo y agradecido sinceramente por seguir vivo, ingresaría en la Orden de los Capuchinos de Tarazona… Desde aquel momento se llamaría Fray Francisco de Pamplona y seguirá el camino del rezo, la pobreza, la humildad, si bien, su viejo carácter salía a relucir en muchas, muchísimas ocasiones y siempre en defensa de los débiles y los desamparados. 
Como cierta vez que, a palos y puñetazos, había defendido a un grupo de mujeres que unos soldados pretendían violar, y a los que sus espadas, dagas y posturas de fina esgrima de nada sirvieron ante la cólera, los cojones y el bastón del viejo capitán.

Llevaría la Cruz hasta las selvas venezolanas en donde hoy en día es admirado y respetado por su labor misionera. 

Moriría en La Guaira y de forma totalmente imprevista en el año 1651.

Así que ya saben vuestras mercedes, si un día pasean por la hermosa ciudad de Pamplona, capital de la no menos hermosa Navarra,  y se dan vuestras mercedes de bruces con la calle Tiburcio Redín, ya saben en honor de quién está así nombrada.


Si todavía se usaran los sombreros sería el lugar ideal para descubrirse ante aquel compatriota valiente, pícaro, arrogante y colérico que representaba como nadie a aquella España irrepetible que hizo que el mundo entero temblase solamente con oír su nombre.

A. Villegas Glez. 2012





1 comentario:

  1. Sin palabras. El rey aguantándose las costillas y de Olivares para abajo mascando clavos recien forjados. ¡Eso sí que son huevos!

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