sábado, 27 de junio de 2015

DIEGO DE NICUESA

Diego de Nicuesa era vástago de una familia emparentada con el mismísimo rey Fernando, y vería la luz en la hermosa ciudad de Baeza en el año mil cuatrocientos setenta y siete. 
Treinta y un años después se había convertido en un galán guaperas y simpático que traía loquitas a las damas, además contaba con muchos y buenos maravedíes en la bolsa que siempre estaba dispuesto a gastar a manos llenas, ya que Diego era manirroto, alegre, festivo, tocaba con mucho arte la guitarra flamenca y hasta le había enseñado, a su hermosa yegua andaluza, a que bailase al son de sus acordes.
Diego no era, ni mucho menos, el arquetipo de aquellos hidalgos hambrientos con nada que perder y mucho que ganar que se embarcaron rumbo a la mayor aventura de la Historia, como fueron Francisco Pizarro o Vasco Núñez de Balboa, por ejemplo, muy al contrario, Diego de Nicuesa vivía sin pasar necesidades ni miserias, era un hidalgo de postal, caballeroso, noble, elegante, con buenos contactos en palacio, cultivado en las letras y en el manejo de las armas.
Sin embargo decidió embarcarse en la mayor aventura de su vida que sería también, a la postre, la más desgraciada.

Convencido de que al otro lado del mundo estaba su destino, solicitaría a los Reyes el título de Adelantado para explorar la región bautizada como Castilla de Oro.
Como tenía muchos y muy buenos contactos en la Corte y a su majestad no le iba a costar ni un maravedí la broma, Nicuesa conseguiría rápidamente el nombramiento, eso sí, repartiéndose el pastel exploratorio con Alonso de Ojeda, que también había solicitado el permiso preceptivo para tomar posesión de aquella región que él mismo había descubierto en una expedición anterior.

A Ojeda la partición en dos del territorio, Veragua para Nicuesa y Nueva Andalucía para él, le había sentado como un pistoletazo en mitad de los morros.

Y encima, para más desesperación del conquense, el otro arribó a Santo Domingo al mando de una flota que relumbraba de nuevecita, cargada hasta los topes de abastecimientos, hombres y con los pendones de cada nave ondeando alegres al viento dominicano.
La armada de Nicuesa contrastaba tanto con la de Ojeda, que ésta resultaba ridícula, pequeña, sin apenas víveres ni pólvora en las bodegas y con las viejas y recosidas velas gualdrapeando al mismo aire que los coloridos pendones del otro pero con mucha, muchísima menos alegría y donaire. 
A Ojeda, claro, le sentaría todo aquello como una patada en mitad de los huevos:

- ¡Maldito niño pijo de los cojones...!- pensaba maldiciendo su perra suerte.

Diego de Nicuesa, ajeno a todo aquello, empezaría a vivir a todo tren en la ciudad, gastando oro a manos llenas en fiestas y saraos que duraban días enteros y a
sí, más pronto que tarde, se vería más tieso que la mojama y necesitado con urgencia de dineros y de préstamos.
Porque aquello, aunque era el Nuevo Mundo, funcionaba igual que el viejo. 
Mientras gastabas y convidabas todo el mundo te amaba, luego, convertido en pobre y miserable, los mismos que te habían palmeado la espalda, te escupían y te despreciaban. 
En poco tiempo empezaron a perseguirle y acosarle sus muchos- algunos de ellos muy poderosos- acreedores, que pretendían que pagara sus deudas vendiendo los barcos de su flamante flota. Nicuesa, para evitar el embargo, ordenó a sus hombres que zarpasen de inmediato, que más tarde, una vez burlados los acreedores, se les uniría en alta mar… 
Pero al pobre lo agarraron justo antes de poder embarcarse y, por supuesto, lo cargaron de cadenas:

- ¡O pagas lo que debes o te pudres en las mazmorras del Alcázar del Gobernador…!- le dijeron mientras le daban más palos que a una estera.

Y allí se hubiese muerto de pena, de hambre y de maltratos de no ser gracias a uno de los pocos golpes de fortuna que tendría en su aventura americana. 
Un rico potentado, antiguo compañero de juergas, pagaría sin parpadear la abultada deuda y gracias al gesto de generosidad de aquel anónimo camarada, Diego de Nicuesa sería liberado de prisión y podría embarcarse -a toda prisa eso sí, porque todavía debía dinero hasta en la cantina- reunirse con sus hombres y comenzar la aventura que llevaba años soñando.

Al primer lugar que llegaron fue a la región de Turbaco, situada en la actual Colombia y muy cerca del lugar que ocuparía en el futuro la hermosa ciudad de Cartagena de Indias. 
Allí se encontrarían con lo poco que quedaba de la destrozada expedición de Alonso de Ojeda y
el encuentro entre los dos hombres resultaría primero tenso y luego emocionante hasta casi las lágrimas.

A pesar de que Ojeda lo despreciaba y no podía verlo ni en pintura, Diego de Nicuesa, nada más enterarse de las terribles desgracias y miserias padecidas por sus compatriotas, la peor noticia de todas era la muerte a saetazos del insigne cartógrafo Juan de la Cosa, no dudó un instante y noble y generoso como era, ofreció su ayuda y amparo.
Todos juntos atacaron el poblado de los indígenas que les habían matado a tantos y tan buenos camaradas y lo arrasaron hasta los rudimentarios cimientos.
Luego le entregaría una buena porción de hombres, pólvora y avituallamientos para que pudiese proseguir con la exploración y toma de posesión de las tierras que conformaban su parte de la Gobernación.
Alonso de Ojeda, que también era noble e hidalgo, agradecido y olvidadas las viejas rencillas, no pudo hacer otra cosa más que abrazar al que ya era su amigo y del que jamás volvería a decir una mala palabra ni permitiría que en su presencia se dijese, so pena de tener que liarse a estocadas.

Tras haber afianzado su amistad, los dos hombres separarían sus caminos: Ojeda partiría hacia Nueva Andalucía, en deuda para siempre con su salvador, Diego de Nicuesa, aquel hidalgo noble, valeroso y ajeno al desaliento que encararía sonriente su triste destino cuando ordenó a sus barcos que pusieran rumbo al Golfo de Urabá.

Nada más alcanzar la desembocadura del río Darién empezarían los problemas.

Como no podían acercarse con sus barcos de más calado a la peligrosa costa, Diego las dejaría a cargo de su segundo al mando, un tal Olano. 
Él mismo, capitaneando la pequeña carabela, que sí podía navegar por aguas someras, costearía en busca del mejor lugar para poder establecer un asentamiento definitivo. Una gran ciudad que era el sueño de Diego de Nicuesa.
Las órdenes de Olano eran que debía navegar siempre paralelo al rumbo de la carabela y permanecer a la vista de sus vigías.

Pero, para más desgracias e infortunios, la región se vería azotada por una tempestad terrible, que desparramaría, como a corchos sin gobierno, todos los barcos de la expedición.
La carabela sería zarandeada de aquí para allá, con toda la tripulación agarrándose adónde podían mientras le rezaban a todos los Santos del calendario. Acabaría primero encallando en unos bajíos de afiladas rocas, para zozobrar después entre rechinar de tablas rotas. 
Tan solo Diego y unos pocos de sus hombres lograrían llegar a tierra. 
Los náufragos, empapados y ateridos de frío contemplaron desolados como el mar destrozaba lo que quedaba de la carabela y con ella se iban al fondo sin remedio todas sus pertenencias, todas sus armas y todas sus esperanzas. 
Para más miseria y por si fuese poco, la costa en la que habían naufragado, según los chismorreos y las leyendas que contaban los marinos, estaba habitada por sanguinarios indios caníbales.

Diego, pensando que su Segundo los había abandonado a su suerte, decidió que lo mejor era emprender camino en busca de sus barcos, o lo que de ellos quedase.

Los supervivientes deberían atravesar una región en la que no llovía casi nunca, pero que, cuando llovía, lo hacía con tanta intensidad que se formaban enormes torrenteras de fango que lo arrasaban todo a su paso. 
Allí no había caníbales, tan solo mosquitos, soledad, desolación, calor, sed y muerte.
En otro golpe de fortuna, encontraron una vieja barca, medio destrozada, que repararon para lanzarse al mar con ella. Mejor morir en el agua que no allí, mirando al sol que los cocía lentamente.

Los hombres se apiñaron en la pequeña barca que se convirtió en su única posesión y esperanza. Recorrieron la agreste y árida costa en busca de alimentos, agua o una salida hacia la Tierra Firme, pues allí, en mitad de la infernal desembocadura del río Darién, morirían todos sin remedio.
Diego de Nicuesa, a pesar de haber pasado toda su infancia sin sufrir estrecheces y su anterior vida de calavera y galán, era el que mejor aguantaba las miserias y los sufrimientos que padecían, era el más espartano, el más duro e impasible. 
Su carácter, todavía alegre y bromista, alentaba, empujaba y daba fuerzas a sus sedientos y demacrados compañeros.

Por fin, tras largos días de navegación, lograron llegar hasta una pequeña isla que no era más que un yermo trozo de arena en mitad del mar.
Aquella misma noche, mientras los supervivientes dormían derrengados y rotos, la miserable barquichuela desapareció y con ella cuatro de los hombres.
Diego y el resto de los que se quedaron abandonados, con cara de haba y acordándose de las puñeteras madres, tías y abuelas de los cuatro desertores, intentarían construir una balsa con la que poder navegar hasta Tierra Firme, porque aquella isla era solamente la antesala de infierno.
Pero los pobres fracasarían en todos sus intentos ya que en aquel malhadado pedazo de tierra no había más madera que la que traía la marea.
Pasarían así lentos, muy lentos y sedientos los días, primero uno, luego otro, luego otro y mientras tanto, los espectros resecos en que se habían convertido Diego de Nicuesa y sus cuatro leales gatos, se iban muriendo desecados como bacalaos. 
Al pobre Diego se le partía el alma cada vez que enterraban a alguno de sus camaradas. 
Y había funeral casi todas las mañanas… Perdida toda esperanza a Diego de Nicuesa el carácter, antes alegre, se le tornaría agriado y endurecido.

Sin embargo lloraría como un niño chico, igual que los otros que quedaban con vida, cuando vieron aparecer unas velas por el horizonte:

¡Gracias a Dios, estaban salvados!
¿Pero, quienes eran los que llegaban...?

Para sorpresa de todos, de Nicuesa el primero, eran los cuatro desertores, que no habían sido tales, sino que, a sabiendas de que Nicuesa no les permitiría el intento, se habían visto obligados a obrar de aquella oscura forma, pareciendo que desertaban y los abandonaban a su suerte.

Pero la prueba innegable de la hidalguía y honradez de aquellos cuatro compatriotas quedaría demostrada de sobra al regresar a por ellos.
Los cuatro hombres habían navegado durante días hasta que, por suerte y a pique de fenecer todos en el intento, encontraron los restos de la expedición en la desembocadura del río Belén. 
Allí, Olano, que había sobrevivido a las catástrofe y estaba al mando, intentaba construir una embarcación aprovechando los restos de las naves perdidas durante la tormenta.

Cuando llegaron a la pequeña colonia Diego de Nicuesa y el resto de supervivientes fueron aclamados y recibidos con desbordante alegría, muchos hombres se congratulaban del regreso de Diego Nicuesa, y de que volviese a hacerse cargo del mando. 

Había mucho descontento con el antiguo Segundo, que no se atrevería a presentarse ante Diego y enviaría unos emisarios, leales suyos, para dar la cara ante él... Aquello provocó que Diego ordenase que lo ahorcasen del árbol más cercano. 
Pero los ruegos de algunos de sus hombres evitarían el ajusticiamiento.

La situación y el ambiente en la colonia del río Belén no era mucho mejor de lo que lo había sido en la isla. 

Allí no había comida ni agua, así que a diario había que organizar razzias en busca de alimentos. Durante aquellas escaramuzas siempre caía algún camarada, y aquella circunstancia, sumada al hambre, las fatigas y las enfermedades, provocaban que la pequeña colonia del río Belén se hiciese cada día más y más pequeña.
Diego pensó entonces que la mejor opción era largarse de allí en busca de un puerto mejor, algún otro lugar en el que pudiese cumplir su sueño de fundar una gran ciudad.
Sin embargo, algunos de sus hambrientos hombres, que esperanzados miraban crecer los campos cultivados, se negaron a abandonar el río Belén y el pequeño puñado de tierra en el que, a duras penas, germinaba la magra cosecha de maíz.
Diego se iría con unos pocos hombres en busca de aquel lugar soñado, mientras que en Belén se quedaría una pequeña guarnición en espera del ansiado grano.

El primer sitio al que arribaron fue a la conocida y turística Bahía de Portobello, llamada así precisamente, por hermosa y de excelente puerto. 

Diego pensó que, por fin, había llegado al lugar de sus sueños, pero, nada más encarar la embocadura de la bahía, la pequeña embarcación española fue atacada por una turba inmensa de indígenas en canoa que remaban directos hacia ellos disparándoles un millón de flechas por minuto. 
Allí lo mejor era ni asomarse.
Y la menguada expedición cambió de nuevo su rumbo hacia ninguna parte.
Pocos días después llegarían a otro atracadero que alguien identificaría como Puerto Bastimentos, ya que así lo había bautizado, en su último viaje, el mismísimo almirante Colón:

- ¡Pues aquí nos quedaremos en el nombre de Dios…!


Y Nombre de Dios se quedaría ya bautizado para siempre aquel pedacito del Nuevo Mundo.
Mas tarde se trasladaría hasta allí lo que quedaban de la guarnición del río Belén con la pequeña cosecha de maíz que habían recolectado y que a todas luces era insuficiente para alimentarlos a todos.
Regresaron las razzias y los combates y el fantasma del hambre y la muerte que revolotean por encima de la expedición desde que habían salido de Santo Domingo. 

Sin embargo Dios apretaba pero no ahogaba y otro golpe de fortuna, en forma de buen y viejo amigo, llegaría a Nombre de Dios proveniente de La Española.

Era Rodrigo de Colmenares que traía con él un barco atestado de provisiones, de ropa, de armas y de pólvora recién molida, pasándose las órdenes del Gobernador, Diego Colón, por el forro de los cojones.
Colmenares había pagado de su bolsillo el barco y las vituallas para socorrer a su amigo, porque todo el mundo en Santo Domingo sabía de la terrible situación de aquellos españoles de Nombre de Dios, pero el pérfido Gobernador se había negado a ofrecer o financiar cualquier ayuda o socorro.  
Colmenares les llevó también la noticia de que en el Golfo de Urabá se había fundado la ciudad de Santa María Antigua del Darién, y que el lugar parecía fértil y apropiado para establecerse de manera definitiva. 
Y aquella ciudad se había fundado en tierras que pertenecían, por prerrogativa real, a Diego de Nicuesa.

Nublado el juicio por las penalidades, la ambición y los sueños rotos Diego de Nicuesa se dejaría arrastrar por los muchos colonos que llegaron a Nombre de Dios desde Antigua exigiéndole que hiciese valer sus derechos y tomase posesión de su cargo, pues el actual gobernador, un tal Enciso, no tenía a nadie contento porque, según ellos, era déspota y cruel. 

Diego aceptaría la propuesta al momento pero, para su desgracia, lo primero que prometió fue que, en cuanto tomase posesión de su cargo, haría nuevos repartimientos de tierras y encomiendas de indios, quedando las del actual y maligno gobernador sin valor alguno.

Entonces los mismos colonos que le habían ido llorando, y que habían sido casi todos ellos favorecidos por Enciso, y solamente habían acudido en busca de Diego empujados por ambiciones oscuras y propias, recularon en sus intenciones y muy alarmados por las promesas de Nicuesa, que a aquellas alturas de la vida tenía una cara de loco que te rilabas patas abajo, en dónde habían dicho digo, dijeron Diego -nunca mejor dicho- y viceversa… 
Regresaron a toda prisa a la ciudad del Darién y se dedicaron a poner a todo Cristo en contra de Diego, metiendo cizaña entre propios y extraños, contando perrerías y mentiras sobre el Adelantado que venía dispuesto a exigir sus derechos y a quitarles sus tierras.

Por eso cuando la nave de Diego arribó a Antigua -él iba muy contento y erguido en la popa- los lugareños le dijeron que de desembarcar nada y que, de tomar posesión de su cargo, menos.

Que ni se le ocurriese bajar del barco o sería recibido a arcabuzazos…
Engañado, desesperado y tragándose la bilis amarga que le inundaba la garganta, solicitó entonces atracar en el puerto para abastecer sus bodegas y reparar las averías de su barco como simple soldado del Rey que era.

Tanto Diego como sus tripulantes y los habitantes de Antigua sabían de sobra que, si no le dejaban hacerlo, sería condenarlos a una muerte terrible.
A los de Antigua les importó tres pimientos. Que se fuese de allí era lo único que deseaban. 

Ni agua, ni víveres ni buenos deseos le dieron…

Así el primero de marzo del año mil quinientos once, Diego Nicuesa y diecisiete compatriotas abandonaron las costas de Antigua del Darién, se internaron en el Mar Caribe y nunca más volvió a saberse de ellos.
Hay historiadores que cuentan que, en la isla de Cuba, se encontró grabada en la corteza de un árbol una inscripción que decía:

“Aquí feneció el desdichado Diego de Nicuesa…”

Otros dicen que la inscripción es falsa ya que Diego y sus hombres jamás pudieron haber llegado tan lejos.
Sin embargo adónde sí que llegó Diego de Nicuesa fue al legado de la Historia. 

Aquel conquistador alegre, hidalgo, simpático, inocente y soñador, que fue brutalmente arrastrado a la realidad de la vida y de sus vaivenes.

A mí, personalmente, qué quieren que les diga, tras haber leído su biografía, y a pesar de sus desgracias y muchos errores, Diego de Nicuesa me cae especialmente simpático.
Le puedo imaginar montando su yegua andaluza, que bailoteaba por bulerías, mientras Diego rasgaba las cuerdas de su guitarra bajo el balcón de alguna dama, y 
el aire caribeño lo llenaba todo de olores nuevos y de sensaciones por descubrir.
Mientras aquel hidalgo sin suerte miraba el corpiño de la mujer y pensaba:

- ¡Pardiez! ¡Solamente por esos pechos ya ha merecido la pena venir hasta las Indias…!

A. Villegas Glez . 2012



Imagen: mapa de los viajes de Diego Nicuesa. Fuente: life.coffeemountainin.com















sábado, 20 de junio de 2015

EL INFANTE QUE QUISO SER CAPITÁN

Nuestro regio personaje nació en El Escorial y fue el tercer hijo de Felipe III y Margarita de Austria. 
Fernando le bautizaron igual que su primo el futuro emperador del Sacro Germánico.
Desde muy pequeño demostró poseer un carácter extremadamente inteligente, valiente y despierto. Bien pronto le atrajeron 
las armas con las que adquirió mucha destreza y buena mano además de prendarse, hasta el tuétano de los huesos, de la vida en milicia. 

Sin embargo su padre quería, por encima de todas las cosas, que su tercer vástago luciese el púrpura cardenalicio, por eso, en cuanto Fernando cumplió los diez años, que era la edad mínima requerida por el clero, le nombró Arzobispo de Toledo y poco después: Cardenal.

Y el Papa, que era el único que tenía la potestad y el privilegio de nombrar a los cardenales de la iglesia católica, no se atrevió a decir ni pío, no fuese que el tercer Austria hiciese lo mismo que había hecho su antepasado Carlitos y le montase, otra vez, la pajarraca en Roma.
Fernando de Austria no sería nunca ordenado sacerdote, ni siquiera monaguillo, tampoco juró los votos ni tenía ningún interés en hacerlo.

Su vida transcurría entre cirios, capillas y rezos obligados, todo bien trufado con sonadas escapadas a los corrales de comedias, a los tugurios de mala muerte y a las casas de mala nota. 

Como buen Austria dejaba bien alto el pabellón, que lo cortés no quitaba lo valiente y, al fin y al cabo, lo del cargo eclesiástico no era más que un capricho de Papá…

Pasaba así plácidamente sus días nuestro personaje, adquiriendo el Cardenal de Toledo fama bien ganada de mujeriego, espadachín, mejor camarada, avispado y lúcido conocedor de la historia militar y el arte de la guerra.

Entonces las cosas se pusieron muy calientes en Europa cuando el continente se metió de cabeza en aquel túnel largo, sangriento y oscuro que se llamaría: Guerra de los Treinta Años.
Un periodo negrísimo para los españoles que saldríamos, no podía ser de otra manera, escaldados, arruinados y con el país envuelto en revueltas separatistas que nos costaron Portugal... Y gracias.

Al poderoso Valido del rey no se le ocurrió otra cosa que otorgar, el espinoso y complicado cargo de Gobernador de los Países Bajos españoles o lo que era lo mismo, el embarrado Flandes de toda la vida, al Infante Fernando de Austria o sea, al Cardenal de la hermosa ciudad de Toledo.


Pensaba el astuto Olivares que así mataría dos pájaros de un tiro: primero se quitaba de en medio al inteligente, perspicaz y tocapelotas de Fernandito, que en nada se parecía a los inútiles de sus hermanos, muy al contrario era muy consciente de los problemas de su nación, y segundo, como guinda del pastel, al carecer el joven Austria de experiencia política ni militar, Olivares podría manejarlo a su antojo desde la Corte de Madrid.

O al menos aquello era lo que creía el Conde-Duque.

Porque Fernando demostraría muy pronto su valía y que Olivares se había equivocado. El Infante iba camino de convertirse en uno de nuestros más grandes Generales.

La ruta marítima que llevaba hasta Flandes estaba cortada por los ingleses y holandeses que, como buitres, esperaban el paso de nuestros convoyes para abalanzarse sobre ellos.

El Camino Español también había saltado por los aires al ocupar los franceses la región de Lorena que era de paso obligado en la ruta hacia Bruselas
Sin embargo el joven Cardenal-Infante, como le había bautizado algún avispado camarada, no se arrugaría ante la enorme tarea que se le presentaba.

Llegó al frente de sus tropas a la ciudad de Génova en el año 1633, desde allí marcharon a Milán para luego atravesar el Tirol, Suabia, los Alpes y el Rin.
Fue una marcha al infierno ya que 
desde el principio los españoles tuvieron que atravesar territorio hostil combatiendo en terribles y sangrientas escaramuzas contra cientos de enemigos.
Pero también Europa entera temblaba al ver pasar, por el Camino Español, a la vieja y buena Cruz de Borgoña ondeando al viento. 

Fernando pretendía ayudar a su primo y tocayo, el futuro emperador del Sacro Imperio, que estaba siendo vapuleado, una y otra vez, por los protestantes y los muy disciplinados y eficaces suecos. 
Al lado del germano combatían las aguerridas tropas del Duque de Feria, metidos hasta el cuello en una durísima campaña de desgaste en la que los españoles se estaban deshaciendo como un azucarillo, pero que, al mismo tiempo, les estaban haciendo pagar muy caro cada victoria a sus contrarios. 
Aquellos barbudos impasibles sabían morir como lo que eran y los temibles suecos solamente estaban empezando a aprenderlo.

Tras vencer mil y una dificultades, apretando los dientes y peleando a muerte por cada palmo de terreno, los Tercios Viejos, al mando de su nuevo, valiente y atrevido General, que era muy respetado y muy querido por sus soldados a los que había demostrado su valor personal 
y su experto conocimiento del arte de la guerra, lograron alcanzar la región de Baviera y allí se reunieron con lo que quedaba de las tropas del Duque de Feria.
Era el año mil seiscientos treinta y cuatro y los españoles habían realizado una proeza que dejaría sin aliento, y bien acojonados, a sus enemigos:

- ¡Ya están aquí estos Erik…!

- ¡Qué pequeñajos son pero qué cara de mala leche tienen…!

El ejercito protestante intentó desesperadamente que los dos primos no se encontrasen pero no lo consiguieron.
Se quedaron los suecos y la amalgama de herejes a un lado y los ejércitos del Rey Católico al otro.
En medio había una colina que se llamaba Albuch muy cerca de un pueblo que se llamaba Nordlingen.

Resumiré contando que en la colina Albuch y en los alrededores no quedaron ni suecos o herejes con vida, al menos los que no corrieron como galgos y sin mirar atrás hasta la Península de Jutlandia.
El
 Tercio de Idiáquez y el napolitano de Torralbo aguantaron como jabatos quince cargas consecutivas de la caballería acorazada para luego pasarse por la piedra a los afamados, y hasta aquel momento invencibles Regimientos suecos, después, de postre, no dejaron de perseguir soldados en fuga hasta que la luna se puso roja de sangre y los enemigos de España aprendieron, una vez más, que aquel siglo y pico de imperio no había sido de casualidad.

Fernando de Austria tras haber acabado de un mazazo con el poderío sueco en Europa, continó su viaje, ahora mucho más tranquilo, para tomar posesión de su cargo.
En Bruselas fue recibido como un héroe con las calles llenas de gente extasiada que daban la bienvenida a su nuevo, flamante y victorioso Gobernador.
En muy poco tiempo y gracias a su gran habilidad como diplomático logra enfriar la olla a presión que era Flandes. 

Tan persuasivo era que hasta conseguió el apoyo flamenco para la campaña contra los franceses, porque las tropas de Richelieu habían invadido el Flandes Español y avanzaban imparables.

Fernando de Austria, al frente de sus soldados, conseguiría detener el avance gabacho tomando al asalto las ciudades de Diest y Limburgo, de esta manera el poder y presencia españolas se aseguraba en la importante y leal provincia de Luxemburgo.

Tras un asedio largo y durísimo caería en manos holandesas la famosa ciudad de Breda en el año mil seiscientos treinta y siete. 
Esta vez no habría cuadro de Velázquez.
Pero como contrapartida el Cardenal-Infante tomaría la populosa y rica Amberes.
Fernando de Austria le plantaba cara a su homólogo gabacho y a su puñetero rey.

Pero, como tantas veces en nuestra Historia, las malas lenguas, las habladurías malintencionadas, los chascarrillos con muy mala leche, las confidencias falsas y los consejos impregnados de propio y mezquino interés vertidos en los oídos poderosos, empezaron a minar la buena fama de Fernando, empañando las victorias con sucias y falaces acusaciones, y lo que era todavía peor, socavando la confianza que le tenía su hermano.


Los deslenguados envidiosos propagaron la falacia de que el plan de Fernando era el de independizar Flandes de La Corona, proclamarse gobernante, desligarse de España y hasta de querer convertirse al calvinismo lo acusaban.
También de hacer planes con los franceses para casarse con la maciza hija del Duque de Orleans y repartirse luego Flandes como buenos hermanos o primos.

Todo, por supuesto, era mentira…

Pero el joven corazón de Fernando, noble y luchador, recibió un golpe devastador. 

Su hermano, el Rey, se creía a pie juntillas todo lo que le contaba el de Olivares.
Y el Conde-Duque no podía ver a Fernando ni en pintura. Aunque lo pintase el mismísimo Rubens.

Aquel mismo mismo año, el funesto mil seiscientos cuarenta, Fernando de Austria enfermaría misteriosamente. 
Al año siguiente, tras resultar herido durante una escaramuza contra los franceses, su cuerpo no resistiría más y moriría en Bruselas con treinta y un años de edad.
Sus restos mortales tardarían cuatro años en poder regresar a su patria.

Se cuenta que Fernando de Austria murió envenenado poquito a poco, tacita a tacita.
Y siendo esto España y Fernando querido, admirado, inteligente, culto, valiente, hidalgo y noble caballero, a mí, ¡pardiez!, no me extrañaría lo más mínimo.



A. Villegas Glez 2012


Imagen: Fernando de Austria en Nordlingen. Rubens.
















domingo, 14 de junio de 2015

El Navío Glorioso: Un barco y una bandera

La proa cortaba el mar como un cuchillo y creaba espuma blanca que resaltaba contra la oscura capa de animales marinos y mugre que se acumulaba contra la madera del barco.
Rolaba el viento de noroeste y la brisa llegaba fresca y embriagadora desde las cercanas Islas Azores.
El largo viaje desde La Habana estaba llegando a su parte final, las últimas millas, las más cercanas a puerto amigo y que resultaban -¡tócate los cojones!- las más peligrosas de toda la travesía.


Porque resultaba que, como era normal y natural desde que Colón había llegado a las Indias hacía la tira de años, rondando las costas atlánticas de la Península Ibérica, siempre andaban, o mejor dicho, navegaban, los barcos de la Armada Real inglesa con la intención de darnos todo el por saco que pudiesen y de paso, robarnos el oro, la plata y los codiciados productos ultramarinos que transportábamos en nuestros barcos.
Por eso aquellas últimas millas de la travesía eran las más peligrosas y por eso, el Capitán De la Cerda había ordenado redoblar la guardia de vigías en las cofas y en la proa.

Por aquella misma razón allí estaba yo, con el frío que me helaba el tuétano de los huesos y los ojos como dos platos de porcelana de la China buscando velas en el mar, que es como buscar una aguja en un pajar, pero en húmedo.
Porque puede parecer sencillo pero no lo es distinguir entre borregos de espuma, luces que se reflejan en el agua, el horizonte que sube y que baja, sumado todo esto a que entre nieblas, neblinas y nieblones, nubes bajas y altas, vientos que rolan y corrientes que te llevan de aquí para allá como un corcho, en la mar, localizar y distinguir las cosas resulta muy distinto que en la tierra, es mucho más complicado y sobretodo, más necesario.
Y más necesario resulta todavía si eras un barquito español solitario en mitad del mar y que hacía el viaje de vuelta cargado hasta los topes de ricas mercaderías.
Por que en vez de barco te convertías en dulce de caña de azúcar, en zorro para que te pudieran dar caza los piratas malnacidos de los ingleses.
Y aquello, claro, nos pasó a nosotros. 

No podía ser de otra manera.

Entre la niebla aparecieron.
Primero no eran más que unas manchas grises recortadas contra el gris de las nubes que bailoteaban con el agua, luego, conforme el baile se terminaba y las nubes regresaban satisfechas al cielo, las manchas se convirtieron en cascos oscuros y en velas recosidas.
Era un convoy de mercantes británicos que navegaban muy tranquilos con rumbo a su isla, le brindaban protección un navío que, por la pinta, debía montar más o menos la misma artillería que nosotros, también había una fragata, que era una embarcación con mucho peligro puesta en manos expertas pues, más rápida y maniobrera que nuestro navío, podía acercarse hasta nosotros y cañonear nuestra arboladura o el timón, mientras el otro barco -el de los muchos cañones- se iba acercando para darnos la puntilla.


Pero el Capitán De la Cerda era perro viejo y apaleado, buen marino y mejor soldado y además el hombre llevaba media vida batiéndose el cobre contra los ingleses y jamás se había rendido sin pelea.
Y esta vez no iba a ser distinta.


Viendo el movimiento enemigo, efectivamente, nada más echarnos el ojo encima sus vigías, habían iniciado las maniobras pertinentes para darnos caza, y la fragata -ya sabía yo que esa vendría primero- desplegaba todo el trapo y ponía rumbo directo a nuestra popa, en la que ondeaba, más orgullosa y bonita que el mismo sol, la bandera de nuestra patria.
La vieja, desagradecida y hermosa España.


Sin embargo en la popa de los barcos no suele haber montada mucha -o ninguna- artillería, algún cañoncito de los de Pin y Pon y poca cosa más y resultaba devastador que te endiñasen andanada tras andanada por detrás y con toda aquella mala intención se nos estaba acercando, a toda vela, la fragata inglesa:

- ¡Mantened el barlovento...!- gritaba el Capitán y su voz corría por las cubiertas electrizándonos a todos.

Lo que ordenó después, que era lo más lógico y normal del mundo, porque la fragata se acercaba más y más y nuestro barco navegaba menos y menos, aunque, siendo lo más normal del mundo, la orden del Capitán nos puso a todos los pelos como escarpias:

- ¡Que lleven a popa dos cañones de "a dieciocho" y otros dos de "a veinticuatro"...! - dijo, y aquello significaba que, perro viejo como era, el Capitán sabía ineludible el combate y nos preparaba para lo que se nos venía encima.

Visto desde la distancia, nadie podía saber la que se nos estaba viniendo encima aquel día quince de julio de mil setecientos cuarenta y siete. Los ingleses, para su desgracia, tampoco imaginaban la que se les venía encima a ellos.
La fragata se puso a tiro de cañón cuando la noche empezaba a devorarnos, no era feo barco y desde mi posición -me había acercado a popa todo lo que había podido- pude ver los primeros fogonazos de sus cañones y escuchar las balas pasar por encima de nuestras cabezas - ¡zziussssssssss!- que luego caían al mar levantando sifones de espuma blanca que la luna iluminaba. 
La luna que estaba llena y clara, brillante sobre el mar y los barcos. Era tan clara que se podían distinguir hasta los botones del uniforme del capitán enemigo que nos miraba a través de su catalejo.
Supongo que el hombre podría ver, saliendo desde las bocas negras de los cuatro cañones de popa, las andanadas certeras y continuadas que no dejaban de disparar contra su flamante fragata.
Entre cada recarga podía escuchar a los artilleros:


- ¡Toma inglés, para ti y para tu puñetero rey...!
- ¡... Y para la puta de su madre...!- remataba algún otro y luego las carcajadas, roncas de pólvora y ebrias de orgullo, recorrían las tablas de nuestro barco para, de inmediato, enviarle otro regalo al inglés:


¡BAAAUM, BAAAUM!- ¡Toma dos cebolletas españolas de a veinticuatro!

Pasamos la noche entera así, cañonazo va, cañonazo viene, y alguna, claro, nos llevamos, pero al inglés lo habíamos puesto bonito, a pesar de lo cual, cabezones como son y oliendo la plata a cien millas de distancia, seguían emperrados, fragata y navío, en darnos caza.
La mañana nos quitó el viento, a nosotros, porque a nuestros enemigos pareciese que soplase solamente para sus velas.
La fragata, que se había retirado para reparar las muchas averías y lamerse las muchas heridas, volvió a arrimarse a nuestra popa mientras el otro barco, el de la mucha artillería, nos buscaba una de las bandas para hacernos pedazos con sus cañones.
Se llamaba " Warwick".


Primero le dimos a la fragata leña hasta que se hundió echando humo y chorreando sangre, más tarde me enteré de que el barco se había llamado: "Lark", aunque la verdad, a mí o a los camaradas como se llamase el barco enemigo nos importaba lo que tres pimientos morrones, o menos.

Luego el Capitán De la Cerda le demostraría a todo el mundo que no había mejor marino por los alrededores.

Tras haber destrozado a la fragata, y con el "Warwick" a punto de caramelo, venían muy seguros con las portas abiertas y pensando que vencernos sería coser y cantar, se ve que no habían aprendido la lección con la fragata, el Capitán ordenó una virada en redondo -que dejó a su homólogo inglés con la boca abierta y el culo cerrado- y en cuanto nuestra banda se puso paralela a la del enemigo ordenó abrir fuego a todas las baterías:


¡BATABUUUUUMMMMM!

De la proa a la popa el "Glorioso" se estremecía mientras, una a una, las bocas negras de los cañones escupían fuego contra el inglés, que se estremecía más todavía, claro:

¡Crackcrockcatacrokkkclingclong!

Todos gritamos, todo el navío español gritó desde la quilla a la cofa: 


- ¡Joderoooosssss!

Porque la andanada había resultado brutal y devastadora. 

Y los camaradas artilleros, sudando la gota gorda en las cubiertas inferiores, tardaron un suspiro en recargar y arrearle otro surtido de hierro español para que se repartiesen los del "Warwick".

¡BATABUUUUUUUMMMMMM!

A popa, picado de mosquetazos y de metralla ondeaba nuestro trapo, que era sólo eso, un trapo, pero un trozo de tela que nos llevaba a todos metidos entre sus hilos y enredados entre su madeja.
Y ahí seguía, como nosotros.


El "Warwick" se despegó de nuestra banda harto de recibir estopa después de un par de horas de combate. 
Supongo que su capitán, si no estaba muerto a aquellas alturas, querría poder volver a Inglaterra subido en algo parecido a un barco.
Mientras el inglés se retiraba volvimos a gritar como locos enardecidos y debieron escucharnos, porque de inmediato en los palos desmochados y las vergas partidas colgaron más velas agujereadas para poder coger todo el viento que pudiesen y salir de allí pitando.
Cosa que hicieron con el conocido garbo y salero inglés de toda la vida.

Nuestro barco había sufrido algunas averías que se empezaron a reparar de inmediato y nuestro Capitán pudo el hombre respirar aliviado. El valioso cargamento seguía seguro en nuestras sólidas bodegas de madera cubana.
El Segundo Oficial y él hablaban a popa contemplando al vapuleado barco inglés que se alejaba con un renqueante rumbo norte:


- Les hemos dado como para tres años, Capitán...
- Sí, gracias a Dios... Espero no tener más encontronazos...
- No creo, ya estamos cerca de casa...
- No me fío ni un pelo de estos ingleses, amigo...

Hacía muy bien el Capitán De la Cerda en no fiarse. 

Porque a fin de cuentas estábamos en guerra contra los ingleses y, a pesar de la recuperación de nuestra Armada, ellos eran los dueños indiscutibles del mar. 
Buenos marinos con buenos barcos y dotaciones disciplinadas, que encima, envidiaban y codiciaban -desde que Colón había llegado- las Provincias Españolas de Ultramar.

Así que no me resultó nada raro que el día catorce de agosto, con Finisterre a dos pasos, nos saliesen al encuentro tres nuevas naves enemigas. Un navío, una fragata y una corbeta que se nos vinieron encima más chulos que un ocho.

El Capitán miraba a su Segundo como diciéndole: ¿ves, no te lo decía yo, que no me fiaba?, y luego nos miraba a nosotros, los hombres de su dotación, aspiraba una bocanada de aire de mar y ordenaba cebar los cañones y esperar hasta que se nos echasen encima los barcos enemigos.


El navío inglés "Oxford" era muy bonito, con sus bandas pintadas de un gastado tono amarillo. 
Fue el primero en acercarse y por tanto, el primero en llevarse la bienvenida en forma de hierro vizcaíno que se tiraba contra el casco y no contra la arboladura, para así poder desmontar todos los cañones que pudiésemos antes de que se acercasen los otros y sumasen sus bocas de fuego a las del navío. 
Porque la cosa estaba en eso, en teoría, el que más cañones tuviese llevaba la ventaja. 
Más cañones y el barlovento, al menos eso era lo que enseñaban en la Academia Naval, aunque yo de ésta solamente conociese las puertas, desde afuera, claro.

El "Oxford" se tragó entera toda la andanada de la banda de babor y crujió como si talasen de golpe todos los árboles del mundo. Mientras apuntaba mi mosquete podía ver las caras desencajadas de los marineros enemigos, la cara asombrada de quién estaba preguntándose: ¿cómo puede estar pasándonos esto?, ¡a nosotros!, los Britannia Rules, los amos del mar...

Entonces la proa del "Glorioso" viró en redondo y crujieron las cuadernas y chillaron los palos que parecía que iban a quebrarse, pero el barco viró, y nada más acabar la maniobra los cañones tronaron de nuevo y la corbeta y la fragata, que ya se nos habían acercado lo suficiente, también recibieron su buena ración de hierro y de plomo.


Nosotros, por supuesto, recibíamos también lo nuestro, que allí no estábamos de fiesta precisamente. Los compañeros caían como moscas destrozados por los bombazos ingleses que no dejaban de disparar, los hideputas, que nuestros enemigos ni eran mancos ni mudos, aunque en verdad, allí no había más mudos que los muertos pues todos los demás gritábamos desesperadamente, quizás para así demostrarnos que seguíamos vivos.

En mitad de la locura crujió, entre lamentos de astillas quebradas, nuestro palo bauprés: ¡CROCK-CRACK! 
Y junto al palo se fueron al mar algunos buenos amigos que combatían en proa. 
¡Adiós camaradas, que las Sirenas os acojan!

En aquel momento pensé que los ingleses nos vencerían. Era tanto el fuego que se abatía sobre nosotros, tanto el humo y tanto el estruendo, tanta la sangre que corría por la cubierta, que imaginé que íbamos perdiendo.
Pero no, ¡que va!


Se levantó una fresca corriente de aire que hinchó las velas, cosa que aprovechó el Capitán de inmediato para ordenar una maniobra que nos sacó del cerco de los tres barcos ingleses. 
Comprobé entonces satisfecho que si nosotros habíamos recibido, ellos se habían llevado ración doble.

Los tres ingleses estaban muy tocados, sobretodo el "Oxford", que por haber sido el primero en acercarse se las había llevado todas, o casi. 

La fragata y la corbeta, que estaban algo más enteras, se lanzaron en nuestra persecución.
Pero nuestro barco, a pesar de las muchas averías -lo del bauprés nos tenía bien jodidos y no había vela sin agujero- navegaba firme y seguro hacia el puerto, con los dos ingleses detrás como moscas oliéndole el culo a un caballo.

Mientras miraba los barcos ingleses, que, una vez en vista de que no nos iban a dar caza, decidieron retirarse vapuleados, humillados y vencidos, caí en la cuenta y me acordé de nuestro trapo que estaba allí detrás, en la zona más acribillada tras los dos combates sufridos. 

El corazón se me aceleró y corrí por la cubierta hacia la popa.

De la Cerda miraba por su catalejo observando como los tres ingleses se auxiliaban los unos a los otros. 

El Segundo sonreía de oreja a oreja a pesar del aparatoso y sucio vendaje que le cubría la frente y parte de la cara:

- ¡Dos de dos, mi Capitán...!
- Pues ya conoces el dicho...¿no?
- ¿Qué dicho...?
- A la tercera, la vencida...
- No creo que haya tercera, don Pedro...
- No sé amigo, ahora que les hemos tocado la honrilla creo que no pararán hasta hundirnos...

Tras ellos, flameando contra el viento, estaba nuestra bandera. 

La pobre estaba hecha jirones, destrozada por los balazos y la metralla, pero aquellos jirones seguían sosteniéndose los unos a los otros. 
Igual que nosotros-pensé- igual que nosotros.

A la mañana siguiente entrábamos en el puerto de Corcubión. 
Había decenas de personas en el muelle, subidas a las murallas y encaramadas a los palos de los navíos atracados y los vítores y los aplausos se podían oír por encima del sonido de las olas, eran nuestros compatriotas que, enterados de los sucesos, nos recibían como a héroes. 
El Capitán por fin podría dormir tranquilo ya que la plata quedaría a resguardo y su misión y la de su barco estaba cumplida.
Y encima el "Glorioso" se había convertido en azote y escarnio de la Armada Inglesa.

Fueron muy gratos aquellos días en Galicia, llenos de trabajo reparando el barco pero llenos también de orgullo en cada tabla que claveteábamos. 

En popa los ventanales se cambiaron por paneles de buena madera, se apañó un bauprés de otro barco, se reparó la verga rota, se recosieron las velas y, por supuesto, nuestra bandera que con aquellos parches y costuras estaba, aunque no lo parezca, más bonita todavía.

También nos recuperábamos los hombres, que buena falta nos hacía a todos y se alistaron algunos nuevos tripulantes y además de pasajero para la siguiente travesía, embarcó en el "Glorioso" un pintor que había retratado al mismo rey y era muy querido y famoso en toda España.


Así, tras las reparaciones pertinentes, con la dotación recuperada y el barco medio en condiciones, repuestas la pólvora y las balas en la santa bárbara, la comida y el agua en las bodegas y con mucha, muchísima pena en los corazones, nos despedimos de Corcubión y emprendimos la travesía.
Nada más abandonar el puerto y en vista de los vientos, que al fin y al cabo son los que mandan el el mar, el Capitán ordenó poner rumbo sur, directos a Cádiz, pero eso sí, alejados de la peligrosa y hostil costa portuguesa que se había convertido en el patio trasero de los ingleses.

Todo fue como la seda hasta el diecisiete de octubre. 

Estábamos a la altura del Cabo de San Vicente, de nuevo a cuatro pasos de la meta, cuando cuatro fragatas inglesas nos avistaron y se arrojaron sobre nuestro barco como lobos hambrientos. 
Y eso que en las bodegas solamente llevábamos el lastre.
Aunque, aquella vez, sospechaba que no era la avaricia del oro indiano lo que empujaba las velas inglesas, sino la venganza. 
El Capitán tenía razón y el vapuleo recibido por sus barcos, en proporción de tres a uno, le había escocido a la "Navy" como la sal gorda escocía sobre una herida abierta.
Nos habían declarado en busca y captura y les daba lo mismo que vivos o muertos a los hideputas.

Aquellas cuatro fragatas eran solo el principio, todos sospechábamos que, como buitres hambrientos, acudirían más y más barcos hasta que acabasen con nosotros.

¡Pues allí estábamos...!

Aquello debió pensar el Capitán, porque ordenó que se izase el pabellón de guerra, antes llevábamos uno mercante y extranjero para despistar, que en el mar ya se sabe: camarón que se duerme... 
Nada más subir el Estandarte de España a lo alto del palo, De la Cerda ordenó que se abriese fuego contra la fragata inglesa más cercana:

¡BBBRRROOUUUMMMMMMMMMMMMM!

Los cañones del "Glorioso" cantaron todos a la vez y el coro inglés consecuente resultó tan glorioso como el nombre de nuestro barco. 
La fragata quedó envuelta entre humo y lamentos, se le partió el Mayor y saltaron trocitos rojos por todas partes.
Al tiempo, por nuestra banda contraria, retumbaba la andanada disparada desde aquel lado.
Luego respondieron los ingleses y el humo y la locura nos envolvió de a todos.


Hervía el mar y hervía el cielo mientras rodeados por las fragatas inglesas nos debatíamos como numantinos. 
Podía ver a los artilleros de la cubierta empapados en sudor, negros de pólvora quemada, sin aliento, exhaustos, pero que no dejaban de recargar los cañones, disparar, tirar de las cuerdas, recargar y disparar de nuevo.
De vez en cuando entraba una bala inglesa y se llevaba a unos pocos por delante entre alaridos de dolor y pedazos de carne exprimida. 
Por todas partes llovía el granizo de los mosquetazos, por todas partes había restos de aparejo y cada cañonazo, cada disparo, cada insulto y cada grito que lanzaban los ingleses era respondido por las baterías del "Glorioso".
Pasito a pasito intentábamos zafarnos del enemigo y seguir rumbo a Cádiz, casi lo logramos.

Luego llegaron los dos navíos.
Venían flamantes, sin mácula, frescos, enteros y con ochenta cañones cada uno. 

Pensarán que aquella aparición nos hizo flaquear, pues no, ya nos daba lo mismo pelear contra cuatro que contra cuarenta, a aquellas alturas de la función estábamos todos convencidos de que éramos invencibles y que nada podrían los ingleses contra las férreas cuadernas de nuestro navío ni contra nuestra voluntad de vencer o de hundirnos con nuestro barco.

Por eso les plantamos cara a los ingleses, por eso y por nuestra bandera que, otra vez acribillada, ondeaba impasible y orgullosa de sus bravos hijos que la defendían como leones. 
Entre ellos estaba el famoso pintor que había cambiado los pinceles por un botafuego con el que alimentaba una pieza del castillo de proa. Estaba negro de pólvora, brillante de sudor y sonreía como un niño en mitad de una fiesta mientras arengaba a los servidores de la pieza:

- ¡Vamos muchachos, otra bellota, ésta por Valladolid...!

Acercaba el botafuego -¡BAUMM!- y la pieza se encabritaba y la sonrisa del hombre se ensanchaba al ver la bala impactar contra el pasamanos del ingles que saltaba destrozado- ¡Catacraaaakkkk!

No sé si fue su cañón el que acertó, no puedo decir que fuesen ellos, pero bien pudo ser aquel cañonazo, me parece que dijo: ¡por Barcelona!, el que impactó contra la santa bárbara de uno de los navíos ingleses. La bala entró limpia, atravesando tablas y cuerpos hasta que llegó a las tripas del barco. Primero vino una llamarada inmensa, amarilla y roja, que nos dio a todos los que peleábamos en la cara como un tortazo de calor que hizo que el combate se detuviese y que girásemos la cabeza para contemplar el espectáculo.
Tras la llamarada se escuchó un silbido agudo y un segundo después el mundo estalló en un millón de pedacitos.
El barco inglés se desintegró y junto al barco la mayoría de la tripulación.

Desde el "Glorioso" retumbó entonces, por encima de la batalla, nuestro grito inhumano y enardecido, el grito desesperado de los que no dábamos nuestro brazo a torcer, de los que no nos rendiríamos. 

Al menos, no todavía.

La pérdida del barco enemigo nos concedería una última oportunidad.
Pusimos rumbo a Cádiz  mientras la noche se nos echaba encima. Quizás lo lográsemos...


Sin embargo nuestros enemigos, admirados, temerosos y deseando hundirnos seguían con su acoso. La noche del dieciocho de octubre la pasaríamos entre los fogonazos de los cañones y los mosquetes, peleando como jabatos por nuestra vida y nuestro barco.
Por la mañana estábamos agotados, sedientos, destrozados, hambrientos y deslomados, pero había que seguir adelante, reparar las averías, cebar los cañones, repartir el bizcocho y el vino, arrojar a los muertos al agua, desembarazarnos de la jarcia destrozada y seguir, seguir adelante hasta que nos hundiesen.


Era el diecinueve de octubre de mil setecientos cuarenta y siete. 
El navío "Glorioso" seguía resistiéndose a arriar la bandera acribillada y rota que ondeaba exhausta en el mocho del palo que nos quedaba.
El Capitán Pedro Mesía de la Cerda estrujaba el catalejo entre las manos pensando en cómo podríamos escapar y burlar a los ingleses:

¡BAAUUMMM!- ¡...por mis cojones...!


Al famoso pintor, herido de un astillazo en la cabeza, se le habían terminado todas las ciudades y todas las regiones de España.
Igual que al barco se le habían agotado todas las municiones:


- Ya no nos quedan balas, don Pedro- le dijo el Segundo al Capitán.
- ¿Nada con qué disparar a esos hideputas...?
- Ya echamos mano a las cadenas, los escapularios, las cuchillas y hasta a los utensilios del cocinero... ¡Como no les tiremos canciones del Perales...!

Entonces y solamente entonces, sin municiones, sin pólvora, sin palos ni aparejo, con la lumbre del agua destrozada, la popa inexistente y sin saber muy bien como no estábamos todos en el fondo del mar, el Capitán me ordenó que arriase la bandera.
El "Glorioso", por fin, se rendía.

Mientras arriaba el trapo del que solamente quedaban jirones, un trozo del castillo, media cabeza del león, jirones llenos de agujeros y rasgones, de parches y de gloria, mientras arriaba la bandera mis ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas que me dolían y que me quemaban.


¿Es solamente un trozo de trapo?, ¿qué te pasa?, me pregunté a mí mismo.
Y las mismas lágrimas que me quemaban y me abrasaban, fueron las que me contestaron desde muy dentro de las entrañas:

¡No es solamente un trapo roto, chaval!, ese trozo de tela, te duele, te quema, te abrasa, porque eso que arrías no es tan solo una bandera, eso amigo, eso es España...


Fin


© A. Villegas Glez. 2015


Imagen: El Combate de Finisterre. Navío Glorioso. Augusto Ferrer Dalmau




















viernes, 12 de junio de 2015

ALAS DE ACERO

En el año veintiséis del siglo pasado la aviación todavía era una aventura. Los aparatos, aunque muy avanzados con respecto a la bicicleta con alas de los hermanos Wright, y gracias en buena parte a la primera conflagración mundial, todavía resultaban máquinas peligrosas que requerían de mucha pericia y de mucho valor para ser pilotados.
Los aviadores buscaban nuevos desafíos y gracias a ellos nacieron las grandes rutas aéreas del mundo.

Los Raids estaban de moda y por todo el orbe hombres y mujeres valerosos se subían en aviones y arriesgaban sus vidas en aventuras extraordinarias, igual que habían hecho Colón y los grandes exploradores del pasado, pero ahora conquistando el cielo que era de lo poco que nos quedaba por conquistar a los seres humanos.

España, aunque parezca mentira, se dejaría seducir por la aeronáutica y aquí nacerían hombres tan importantes para la nueva ciencia como lo fueron Torres Quevedo o De La Cierva.

Además nuestros pilotos serían los primeros en usar aquellos conglomerados de madera, alambre y tela para combatir a los enemigos de su patria. Durante la Campaña del Rif, nuestros valientes pilotos se dejarían la vida en muchas ocasiones.

También protagonizaron expediciones que llevarían el nombre de España hasta el fin del mundo. 

Aventuras que pretendían unir a la vieja metrópoli con sus antiguas colonias y fortalecer así los lazos que nos unen.
Sería el caso del raid Madrid-Manila que recorrería diecisiete mil kilómetros cruzando una 
peligrosa e inexplorada ruta que cruzaba África, Medio Oriente, la India y Vietnam para alcanzar las Islas Filipinas.

La expedición sería bautizada como: Escuadrilla Elcano. 
La componían seis hombres que contaban con tres aparatos "Breguet XIX" equipados con unos nuevos motores marca "Lorraine" que generaban cuatrocientos cincuenta caballos de fuerza.
Además a los tres aviones se les instalaron unos nuevos y flamantes depósitos de combustible con capacidad para novecientos litros. 
Los aviones se distinguían entre ellos solamente por su numeral: el número "4", capitán Martínez a los mandos y el mecánico Calvo, número "29", capitán Loriga y mecánico Pérez y el número "30" pilotado por Gallarza y Arozamena de “aprieta-tuercas”.

El día cinco de abril de mil novecientos veintiséis los tres aparatos despegaban del aeródromo de Cuatro Vientos en Madrid para encarar la primera etapa de su viaje. 

En teoría era la más sencilla pues sobrevolarían el norte del continente africano que era casi la segunda casa de los aviadores españoles.
Tras superar sin novedad la primera etapa que les había llevado hasta Argel, a Bengasi, destino final del segundo tramo, solamente llegarían los aparatos "4" y "29". 
Gallarza había sufrido una avería en el motor y había tenido que aterrizar de emergencia en Túnez.
Hasta el nueve de abril no podrían reunirse los tres aviones en El Cairo. 
Desde la capital egipcia debían encarar la etapa más complicada y peligrosa del viaje, atravesar el árido y solitario desierto. 
Nuestros compatriotas contarían, como única referencia en tierra, con los solitarios, somnolientos y desperdigados aeródromos que la RAF mantenía operativos para que funcionase el correo Cairo-Bagdad. 

El día once de abril despegaban los tres Breguet con la escarapela rojigualda brillando contra el fuselaje y con rumbo a la exótica ciudad de Bender-Abbas que estaba en el actual Irán.
Tan solo consiguen llegar dos aparatos.

El número "4" de Estévez y Calvo había desaparecido en mitad del desierto y se temía lo peor.
Sus compañeros decidieron esperar varios días en Bagdad antes de continuar el raid. 

Nada se sabía del destino de los dos aviadores españoles que pasarían cinco largos días bajo el sol del desierto intentando reparar el puñetero motor que se negaba a arrancar. 
Me puedo imaginar al mecánico con los brazos negros de aceite, apretando juntas y purgando circuitos, ajustando las bombas de alimentación y cagándose en el diseñador gabacho del motor, en la arena del desierto y en todos los Santos del cielo. 
Un avión inglés localizaría su posición y los españoles serían rescatados. 
Después los mismos ingleses, entre mucha excusa, mucha envidia y mucha arrogancia denegarían el permiso de despegue a los pilotos españoles. 
Calvo y Estévez se quedaban en Oriente Medio y la Escuadrilla Elcano, igual que la expedición de su homónimo, iba perdiendo expedicionarios por el camino.
La siguiente etapa, que tenía como punto de destino Karachi, empezaría muy bien cuando los españoles recibieron la noticia del rescate con vida de sus camaradas. 
Con aquella alegría, que contagiaría a los mismos aviones, se llegaría sin novedad hasta Saigón. 
Los aparatos españoles habían sobrevolado Agra, Calcuta y Rangún, después y a través del Golfo de Bengala, a Bangkok y desde allí a Saigón solamente había unas horas de vuelo. 
Habían pasado veinte días desde el inicio de la aventura.

Pero aún no había terminado.
Nada más despegar de la capital vietnamita empezarían los problemas para la expedición hispana. 

Una espesa nube de mosquitos se cruza por delante y obtura el motor del aparato que pilotaba Loriga que se vio obligado a regresar de inmediato hacia el aeródromo con el motor petardeando, ahogado y a punto de detenerse. 
Gallarza y Arozamena lograrían llegar hasta Hanoi.

El día veintisiete, una vez reparado y limpio el motor, el aparato número "29" llegaría también a Hanoi. 
Una vez allí y para más desgracias, al pobre Arozamena le salió un flemón más gordo que la cúpula de San Pedro. 
No quedaba mas remedio que retrasar la salida.
El primero de mayo se reiniciaría la expedición pero parecía que la mala suerte quería cebarse con el raid español. 
Los dos aviones se vieron obligados a aterrizar de emergencia por causas mecánicas. 
El "29" aterrizaría en el pequeño aeródromo de Tien Pack por culpa de una fuga en el circuito de refrigeración del motor. 
A Gallarza y Arozamena -con una muela de menos- se les pararía el motor en pleno vuelo. 
Manteniendo la sangre fría Gallarza conseguiría planear hasta que logran tomar tierra muy cerca de la colonia portuguesa de Macao.

La pista de aterrizaje no era más que un campo de fútbol que poco antes había sido patatal y que terminaba en una fila de gruesos y frondosos árboles.
Solamente la pericia de Gallarza lograría que los dos hombres no se dejasen los sesos pegados contra la línea de árboles, aunque el avión quedaría seriamente dañado. Arozamena, auxiliado por los mecánicos portugueses que habían ofrecido su ayuda a los camaradas españoles, se pusieron de inmediato a reparar los muchos daños del Breguet número "30".

El día cuatro de mayo llegarían a Macao los compañeros Loriga y Pérez. 

Alcanzaron el pequeño aeródromo de la arboleda con el motor renqueando, soltando humo negro y además el mecánico Pérez llegaba muy enfermo de fiebres. 
Al día siguiente el aparato de Gallarza ya estaba reparado y listo para afrontar la última etapa de la aventura.

Arozamena cedería su puesto en el avión al capitán Loriga… Que
donde manda patrón…
Sin embargo lo más importante era que el raid español debía terminar y terminar con éxito, dando igual quien estuviese a los mandos del aparato. 
Estaban a un paso de lograr la hazaña y la expedición española había admirado y tenido pendiente de la aventura al mundo entero.
Por eso navíos de la Armada francesa y portuguesa escoltaron al solitario avión español durante la travesía marítima.

Luego, muy poco antes de alcanzar los cielos de Luzón, una escuadrilla de aparatos norteamericanos les rendiría escolta de honor hasta que aterrizaron en el aeropuerto de Manila.
Los pilotos españoles fueron aclamados como héroes.
Era el once de mayo de mil novecientos veintiséis.
Los valientes pilotos españoles habían demostrado que nuestra nación seguía siendo pionera y descubridora, adelantada, valiente y enamorada hasta el tuétano de aquellos frágiles aparatos.
Aeroplanos pilotados por los corazones de acero de aquellos hombres valientes que paría un tierra lejana que se llamaba España.

A. Villegas Glez. 2012.









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