miércoles, 3 de junio de 2015

ALONSO DE OJEDA

Alonso de Ojeda nació en la provincia de Cuenca en el año mil cuatrocientos sesenta y ocho, hijo de una familia de cristianos viejos venida a menos al igual que otros tantos miles de jóvenes en aquella España, tan solo el valor y la fortuna podrían sacarle de los secarrales castellanos.
Quiso Dios que el valor le sobrase pero que la Diosa Fortuna siempre se mostrase esquiva con él.

Tanto es así que Alonso de Ojeda pese a ser el pionero de todos los demás, a ser el primero que quiso explorar Tierra Firme, a pesar de ser de los primeros que comprendieron que el flamante Almirante Colón y su camarilla de pelotas solamente perseguían su enriquecimiento personal, sin importarles un carajo ni los Reyes ni la audaz nación a la que representaban, Ojeda es el más olvidado y desconocido de todos aquellos hombres que, sin saber qué iban a encontrase, se atrevieron a embarcarse rumbo a la mayor aventura que vieron los siglos.


Tuvo la suerte de, siendo aún muy niño, entrar como paje al servicio del Duque de Medinacelli. En la casa del duque adquirió educación y destreza con las armas. 
Alonso era despierto e inteligente, pequeñajo de estatura hasta provocar la mofa- en los que se atrevían a burlarse, claro- pero su alma estaba rebosante de valentía, de coraje y de devoción en la Santísima Virgen, era ágil como un gamo y manejaba la espada y la daga con eficiencia mortal.
Desde muy joven, muchas veces a causa de las bromas sobre su escasa estatura, se vio envuelto en pendencias y peleas que casi siempre ganaba y de las que solía salir sin recibir ni un solo rasguño. 
Su fama de excelente espadachín y de protegido de la Virgen empezaría a forjarse en aquellos primeros años de su vida.

Alistado en el ejército de Isabel y Fernando combatirá en la Guerra de Granada con tanto valor y entusiasmo que se ganará el aprecio y la admiración de los mismísimos Reyes Católicos, que veían 
encarnadas en el pequeño Ojeda todas las virtudes de su nación.

Tras la guerra el Obispo Fonseca le tomaría bajo su protección, el menudo conquense resultaba un excelente aliado ya que era honrado, valiente, con el punto justo de ambición metida en las venas y con unas ganas locas de querer explorar aquellas nuevas tierras que muchos sospechan -Fonseca entre ellos- que no eran el Cipango que pregonaba a los cuatro vientos el Almirante.

Alonso de Ojeda formaría parte del segundo viaje de Colón que llegaría a la isla de la Española y fundaría allí la que sería la primera ciudad del Nuevo Mundo: Isabela, bautizada así en honor de la Reina de Castilla y que se edificaría sobre un pantanal infecto lleno de mosquitos. 

Antes de aquel primer emplazamiento español en Las Indias, hubo otro, el arrasado Fuerte Natividad, construido con las maderas de la Nao  “Santa María”, perdida entre los bajíos de la isla un poco antes de iniciar el regreso del primer viaje. 
Del fuerte no quedaba en pie más que el viejo palo mayor con un raído jirón de vela que flameaba al viento cuando regresaron los expedicionarios del segundo viaje.
De los hombres que se habían quedado como guarnición del fuerte no volvería a saberse jamás. Desperdigados por todas partes había restos de madera, de cabos y de despojos de seres humanos que habían devorado los cangrejos hasta el hueso.
Parecía que el mismo Dios había borrado el fuerte de la faz de la tierra y, ¡pardiez!, así había sido.

Después de haber soportado un terrible huracán de los que asolaban periódicamente el Mar Caribe y que los españoles del fuerte no habían sufrido nunca en su vida, con el viento haciendo volar todo por los aires, las cabañas, las empalizadas, los hombres y la misma tierra, los pocos que habían quedado con vida tuvieron que hacer frente a un fulminante y sangriento ataque indígena que remataría, de un plumazo, aquel primer asentamiento español en el Nuevo Mundo.

A pesar de los restos esparcidos por toda la playa, que evidenciaban la falta de supervivientes, Colón le asigna la peligrosa misión a Alonso de Ojeda de que explore la isla en busca de españoles, y de paso, que mirase a ver si se encontraba por el camino con algo que brillase mucho y de color dorado…
Ojeda en compañía de quince valientes se interna en la selva de la inexplorada y hostil región que llamaban el Cibao. 
Región que gobernaba el valiente y feroz cacique Caonabó.

Ojeda y sus hombres descubrirán ricos yacimientos de oro. 

Al recibir la noticia -la más deseada noticia que esperaba Colón- y a pesar de estar sufriendo de fiebres, la avaricia le hizo marchar, temblando como un flan y en silla de manos, hasta la región del Cibao, para tomar posesión de ella -en su propio nombre más que en el de Castilla y Aragón- y mandar luego construir el Fuerte de Santo Tomás, en el que pondría de Capitán al aguerrido Ojeda.
Corría el año noventa y cuatro del siglo.

El cacique Caonabó no iba a dejar las cosas así, para eso era el más temido y respetado de los caciques y el único que se había atrevido a plantar cara a los dioses barbudos que habían desembarcado en su reino. El indio organizaba constantes razzias y ataques contra las patrullas o el fuerte.

Alonso de Ojeda, en un alarde de valor y de astucia trazaría un osado plan que puso en marcha de inmediato:
Organizó a sus tropas que, tocando el tambor y dando gritos que aterrorizaban a los animales de la selva, con lo que el jolgorio y la escandalera se multiplicaban por ciento, los españoles avanzaron directos hacia el poblado enemigo. Ojeda iba a caballo, rodeado por su más leales camaradas que ondeaban banderolas de vivos colores que flameaban al viento caribeño y con los morriones, petos y moharras refulgiendo bajo el sol dominicano.
El jefe indígena se quedó de piedra, boquiabierto, impresionado y atemorizado con el espectáculo y Ojeda lo sabía.

Disimulando mucho y con mucho teatro, desmontó del caballo y luego entre muchas reverencias le ofreció al jefe indio el privilegio y el honor de poder montar en tan magnífica y desconocida bestia.
Caonabó, estupefacto, halagado y tocado en la fibra de la vanidad, intentaría torpemente subir al caballo. 
Al cacique lo tuvieron que aupar sobre la silla dos soldados que apenas podían contener la risa.
Luego Alonso de Ojeda puso en marcha el segundo acto del engaño. Convenció al indígena, con más teatro y más alabanzas, de que para poder manejar aquella bestia era imprescindible ponerse unos brillantes grilletes de acero en las muñecas... Y el otro, pardillo, se los puso sin chistar.

Entonces Alonso de Ojeda, con movimiento felino y una vez engrilletado su enemigo, de un salto monta a la grupa, agarra las riendas y espolea al caballo que sale al galope como alma que lleva el diablo, los quince hombres de Ojeda echan a correr detrás suyo disparando los arcabuces en todas direcciones.
Ojeda había logrado capturar al gran jefe indígena en su misma casa y en en las mismas narices de sus guerreros.
Por toda la isla su nombre se convertiría en mito por aquella hazaña.
Muy poco tiempo después sucedería la batalla llamada de la Vega Real, en la que, bajo el mando de Alonso de Ojeda, quinientos españoles destrozarían a cinco mil guerreros indígenas.

Fue también durante aquellos años cuando comenzaría la enemistad y el odio entre el Almirante Colón y Ojeda. 
El primero no podía soportar la fama adquirida y la honradez a toda prueba del otro, Colón envidiaba el sincero y leal aprecio que todo el mundo demostraba por Alonso y mucho más todavía envidiaba el respeto que el pequeño conquense se había ganado a base de hidalguía y de valor.
Ojeda por su parte no soportaba la bajuna crueldad, la avaricia, la ambición, la deslealtad y la cabezonería arrogante de quien creía haber cruzado el Océano Tenebroso, pensando que había llegado a la China, y se había topado, en mitad del camino, con aquellas tierras agrestes, paradisíacas e inacabables.

Por aquella razón Alonso de Ojeda regresaría a España, para una vez en la patria, solicitar capitulaciones a los Reyes -pasándose el título de Adelantado que tenía Colón por el forro- y pedir una Real Cédula que le permitiese explorar y levantar asentamientos en lo que ya se empezaba a conocer como Tierra Firme.
Los Reyes, que le tenían buen aprecio, se la concedieron sin hacer demasiadas preguntas.

Así que en el año mil cuatrocientos noventa y nueve con la inmejorable compañía del cartógrafo cántabro Juan de la Cosa, los dos hombres se habían conocido hacía poco tiempo pero ya habían labrado una profunda y leal amistad, la expedición de Alonso de Ojeda zarpaba rumbo a lo desconocido.
Algunos autores afirman que en aquella expedición viajaba también Amerigo Vespucio, el cartógrafo italiano en cuyo honor sería bautizado aquel nuevo continente. 
Otros autores afirman, sin embargo, que el italiano jamás salió de Sevilla, y que sus mapas y sus crónicas eran en realidad los relatos que marinos como Ojeda o De la Cosa le habían contado y que el espabilado de Amerigo se encargaría de recopilar y plasmar en papel, convenciendo así al mundo de que era el mejor explorador de su tiempo. ¡Y sin salir de su patio sevillano, oiga!
Lo demostrado es que Alonso de Ojeda alcanzaría el Golfo de Paria y la nave en la que viajaba Vespucio se extravió y tuvo que regresar a España…


Los españoles recorrerían toda la costa de la actual Venezuela a la que Alonso daría su nombre: Pequeña Venecia o Venezuela la bautiza porque al arribar a la entrada del lago Maracaibo se dio de bruces con cientos de poblados lacustres, en los que decenas de barcas indígenas, que le recordaban las góndolas venecianas, navegaban entre un inmenso laberinto de pilares, redes y canales.


La expedición no había resultado demasiado fructífera en lo económico, apenas dos puñados de perlas y unos gramos de oro que no alcanzarían casi ni para pagar el sueldo de la marinería.
Sin embargo, en lo científico sería un éxito. Juan de la Cosa dibujaría el primer mapa que representaba las costas de aquel Nuevo Mundo. 

Y además se refutaba al Almirante y se certificaba que aquellas nuevas tierras eran mucho, muchísimo más extensas de lo que ninguno de ellos pudiera haber imaginado nunca.

Cuando los expedicionarios regresen a La Española se encontrarían el ambiente denso y enrarecido, con los españoles, como era su más rancia costumbre, divididos en bandos irreconciliables, que si los que apoyaban a Colón y su camarilla y, al otro lado, los que querían abandonar la pútrida ciudad de Isabela para establecerse en las fértiles riberas del río Ozama.
La expedición de Alonso de Ojeda, que había tenido los santos huevos de explorar sin el permiso del Almirante, fue muy mal recibida en la isla.

Hubo, como era natural, cuchilladas y escopetazos por las calles entre unos y otros.

Alonso, más tieso que la mojama regresaría a España, incansable, para buscar financiación y poder así embarcarse en una nueva aventura.
Como el pequeñajo Ojeda le caía bien a casi todo el mundo y en especial a los Reyes Católicos, además de que su acérrimo enemigo el Almirante Colón estaba en su momento de caída vertical, los monarcas le otorgaron el título de Gobernador de Coquibacoa, que eran las tierras recién descubiertas por el mismo Ojeda, le dieron muchas palmaditas en la espalda y muchísimos ánimos reales, pero, ¿dineros?, ni un maravedí.
Unos ricos mercaderes sevillanos serían los que apadrinasen la expedición, que, en el segundo año del siglo nuevo, saldría desde Sevilla con rumbo a Las Indias.

La segunda expedición de Ojeda fundaría la Colonia de Santa Cruz, que estaba en la Península de la Guajira -en la actual Colombia- pero tras tres largos y terroríficos meses de constantes peleas contra los indios, enfermedades, hambre, mosquitos como fortalezas volantes y penalidades sin fin, los mercaderes sevillanos ordenaron a los oficiales que quedaban vivos que apresaran al loco de Ojeda, que pregonaba de seguir explorando, abandonaron el asentamiento y se largaron con viento fresco y con el parco botín obtenido que no llegaba ni para pagar los clavos de las carabelas.

El flamante Gobernador de Coquibacoa pasaría los siguientes dos años encarcelado en Santo Domingo. 
Hasta que su viejo amigo y protector, el Obispo Fonseca, consigue sacarlo de la cárcel tras haber pagado una buena bolsa de oro.
Después Alonso de Ojeda se pasaría cuatro años malviviendo por la isla, convertido en un empobrecido soldado con solo su espada y sus arrestos para buscarse la vida. 

Toda la ciudad estaba llena de ellos, nombres como: Pizarro, Balboa, Cortés o Narváez, hombres rudos, valientes y fieros que nos legaron el mayor imperio que el mundo haya conocido.

Pasado aquel tiempo de miseria y de penalidades pareció que la suerte, por fin, le iba a sonreír.

Su buen amigo, De la Cosa, le había conseguido el mando de una nueva expedición que recorrería el territorio de la Nueva Andalucía.
Álvaro de Nicuesa exploraría la región de Veragua y aquello le escoció a Ojeda, que reclamaba la región como dentro de su gobernación, y lo enemistaría con Nicuesa.

En el mes de noviembre del año mil quinientos nueve la pequeña expedición, compuesta de dos bergantines, dos falúas y trescientos hombres, zarpaba con rumbo sur hasta que llegaron a las costas de la que sería, en un futuro no muy lejano, la hermosa ciudad de Cartagena de Indias.

Cuando los españoles desembarcaron fueron inmediatamente atacados desde todas direcciones, la lucha se tornó feroz y sin cuartel, los indígenas, en hábil estratagema, retrocedieron hasta su poblado, que se llamaba Turbaco y una vez allí, rodearon y masacraron a saetazos a los españoles que no tuvieron más remedio que retroceder hasta la playa. 
La retirada resultaría sangrienta.
Entre los que morirían en aquella playa estaba el más grande cartógrafo de su tiempo. 

De la Cosa moriría asaeteado por mil fechas mientras protegía con su cuerpo el de su amigo y camarada, Alonso de Ojeda.

Sin embargo, también sucede un pequeño milagro que salvaría nuestros compatriotas. 

En la playa estaban desembarcando las fuerzas de la expedición Nicuesa, que era mucho más grande y mucho mejor armada que la de Alonso y que había llegado justo a tiempo. 
Álvaro de Nicuesa olvidaría de inmediato sus rencillas con Ojeda, le cedería armas, pólvora, hombres y además se ofrece para reforzar sus fuerzas y vengar juntos la muerte del insigne Juan de la Cosa y de los demás camaradas.
No quedaría nadie con vida en el poblado de Turbaco. 

Que donde las dan, las toman.

Tras la escabechina los dos gobernadores se estrecharían la mano en señal de alianza y amistad y luego cada cual seguiría su rumbo: Nicuesa hacia la rica región de Veragua y Alonso de Ojeda hacia el Golfo de Urabá.

Allí fundaría, el veinte de enero del año mil quinientos diez, el poblado de San Sebastián de Urabá.
Era un territorio hostil e insalubre, constantemente atacados por los peligrosos indios armados de flechas ponzoñosas que mataban con solo rozarte y con la comida y la pólvora agotándose sin remedio. Tras ocho meses de sufrir calamidades y de pasar fatigas y con el barco de refuerzo que tenía que traer el Bachiller Enciso que no llegaba nunca, las cosas no marchaban demasiado bien en San Sebastián.
Alonso de Ojeda decidió que lo mejor era dejar allí una pequeña guarnición y volver con el resto de los hombres a La Española.
Al que nombra como capitán para mandar sobre la pequeña guarnición que se quedaría en Urabá, es otro nombre muy conocido: Francisco Pizarro, que por aquellos años era un joven soldado, amigo personal de Ojeda con el que había compartido miseria y hambre durante los años duros en Santo Domingo.

Muy pocos días después de que los hombres de Pizarro abandonasen San Sebastián -y es que estaba visto que el pobre Ojeda no tenía la suerte de cara- arribó a la colonia la expedición de Fernandez de Enciso, al que acompañaba otro nombre conocido: Vasco Núñez de Balboa. En la colonia se encontraron con cuatro enfermos desharrapados a los que rescataron.
Después prenderían fuego a la colonia de San Sebastián de Urabá.

Alonso de Ojeda, sin saberlo, se había embarcado en la goleta de un bandido español que correteaba aquellas aguas y que lo cargó de grilletes y cadenas nada más tenerlo a bordo. Pero quiso el destino que un huracán agarrase el barco en mitad del mar y acabara destrozándolo contra las costas de la isla de Cuba.
Los supervivientes pasarían las de Caín hasta que lograron llegar a un poblado indígena en el que los recibieron hospitalarios, los alimentaron y sanaron sus heridas.
Alonso de Ojeda levantaría en aquella tierra una ermita en agradecimiento a la Virgen por su protección y amparo. 

Al poco tiempo aparecería por allí otro nombre conocido, Pánfilo de Narváez, que le socorrería y le llevaría de nuevo hasta Santo Domingo.
Alonso de Ojeda llegaría destrozado, viejo y muy cansado. 
Y, para no variar, sin un óbolo en la bolsa.

Abatido ingresaría en el Monasterio de San Francisco en el que pasaría sus últimos días. 

Morirá en el año mil quinientos quince y en su última voluntad pidió se enterrado bajo las puertas del templo, para que así todo el mundo pudiese pasar por encima de su tumba y de esta manera espulgar sus pecados.
El sepulcro se perdería para siempre en mitad de los combates durante la guerra civil dominicana de mil novecientos sesenta y cinco.

Así vivió y murió Alonso de Ojeda, conocido también por su gran devoción mariana como: El Caballero de la Virgen.


Era pequeño, duro, cabezón, valiente, honrado, noble y pionero de los que después vendrían.
Fue el primero de aquellos españoles rudos, pendencieros y valientes. 
El primero de aquellos compatriotas irrepetibles.
© A. Villegas Glez. 2012




























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