El poderoso cacique araucano Michimalonco, junto con los otros seis líderes rebeldes permanecían engrilletados, tras su captura, en la casa del Gobernador. Aún prisioneros de los españoles los caciques indígenas sonreían y se mantenían firmes y seguros de que, los diez mil guerreros de los siete clanes que rodeaban la ciudad, acabarían sin duda alguna con todos aquellos barbudos, a despecho de las “lanzas del trueno” y de los terroríficos caballos que daban coces tan terribles que eran capaces de dejar listo de papeles a un fornido guerrero.
Las fuerzas indígenas eran muchísimo más numerosas y para mayor ventaja el Gobernador Valdivia y sus mejores soldados no estaban en la ciudad.
Michimalonco confiaba en que no sucediese lo que en el anterior asalto en el que los españoles, en un golpe de audacia, habían logrado capturarle a él junto a los otros cabecillas de la revuelta.
El cacique indígena temblaba todavía cuando recordaba la imagen de aquel poderoso jinete que, galopando desde las nubes sobre un caballo blanco, había repartido espadazos a diestro y siniestro.
En su honor los españoles habían bautizado con su nombre aquella ciudad.
Santiago, en honor del jinete que les había ayudado cuando parecía que iban a acabar todos ellos en el altar de los sacrificios… Al verlo aparecer entre las nubes los españoles se habían vuelto como fieras y de estar derrotados pasaron en un instante a resultar victoriosos, masacrando a sus guerreros con un ímpetu arrollador y de postre, aquellos barbudos le habían capturado, ¡a él!, al gran cacique jefe de todas la tribus de la Araucanía.
Sin duda los dioses de aquellos barbudos eran dioses poderosos.
A pesar de todo el jefe indígena permanecía tranquilo, casi arrogante, porque la lucha se estaba tornando a su favor y Santiago ardía por los cuatro costados y desde su encierro el cacique podía escuchar los gritos de júbilo de sus guerreros que se desparramaban a sangre y fuego por toda la ciudad.
En la primera línea de la defensa, auxiliando a los heridos, llevando municiones y agua para los soldados, animando y arengando a todo el mundo con su arrojo y valentía, estaba la amante del Gobernador.
Era una hermosa mujer muy querida y respetada por todos los habitantes de la ciudad, una hembra de armas tomar que no había dudado un instante en embarcarse rumbo a las peligrosas Indias para ir en busca de su marido al que no encontraría vivo.
Una vez en aquellas tierras salvajes y prometedoras a las que pocas europeas se atrevían a viajar -al menos en aquellos primeros tiempos- no dudaría en acompañar a su nuevo amor, Pedro de Valdivia, en la expedición que este preparaba hacia el desconocido y peligroso territorio que hoy día es Chile.
En primera línea de combate, doña Inés de Suárez discutía muy acaloradamente con algunos oficiales.
La mujer decía con muy buen tino que lo mejor era acabar con los cabecillas que así el ataque se detendría, ya que los indígenas no luchaban jamás si perdían a sus cabecillas. Dejando la culebra descabezada no puede picar- decía Inés con los ojos refulgiendo como el acero batido.
Algunos hombres, al contrario, sostenían que aquellos caciques eran su único pasaporte, su única salida para poder librarse de la degollina y el sacrificio.
La discusión se calentaba, algunos hombres comenzaban a despotricar sobre la conveniencia de dejar que una mujer les mandase, otros se ponían del lado de Inés y como resulta muy natural entre españoles no se alcanzaba ningún acuerdo y mientras tanto los cientos y cientos de guerreros enemigos estaban encima de las defensas que se derrumbaban sin remedio.
Inés de Suárez, resuelta, decidida y con la terrible decisión tomada, caminó despacio hasta la que era su residencia, la casa que compartía con el Gobernador.
Allí, maniatados en el sótano, estaban los siete caciques enemigos.
Los dos soldados que vigilaban a los prisioneros ven entrar como una leona herida a Inés de Suárez, que les miente diciéndoles que se había decidido que lo mejor era ejecutar de inmediato a los indígenas .
Los hombres se quedan tan estupefactos -ellos tenían orden de proteger a los caciques con sus vidas- que no saben muy bien cómo reaccionar ante el tifón de ojos brillantes que les exige la inmediata ejecución de los prisioneros.
Uno de los hombres le pregunta a Inés de Suárez:
- ¿Y cómo lo hacemos…? - Inés no duda un momento.
- ¡Tal que así...!- grita al tiempo que agarra la espada del soldado, la extrae del tahalí y con un certero movimiento del brazo corta la cabeza del poderoso Michimamolo al que la arrogancia se le quita de golpe:
-Tump, tump, tump…- rueda la cabeza sobre el suelo de tierra apisonada.
- ¡Pardiez…!- exclama el soldado con la sangre del otro empapándolo todo y los demás caciques mirando espantados a aquella loca que pretendía descabezarlos a todos:
- ¡Quedan seis…! ¡Abreviando…!- Inés mantenía la espada, que chorreaba sangre, en alto.
Luego Inés, con las cabezas cercenadas metidas en un cesto, regresa a las murallas asediadas y ordena que se arrojen contra la turba inmensa que asaltaba las posiciones españolas.
Cuando se lanzan chorreando sangre contra las primeras filas indígenas el ataque se detiene en seco, mientras la masa de guerreros se queda mirando la retahíla de cabezas cortadas de sus jefes que volaban sobre los muros y caían a sus pies.
Los, hasta hace un momento, casi invencibles araucanos se desintegran y reculan espantados mientras que los españoles enardecidos por el valor de Inés de Suárez, redoblan sus fuerzas y desatan una lluvia de fuego y acero contra los que asedian la ciudad de Santiago de la Nueva Extremadura.
Sobre los muros, valiente, orgullosa y desafiante, una mujer plantaba cara al miedo y al pánico. Una hembra que había decidido tomar aquella terrible decisión ante las dudas y los temores de los hombres. Gracias a su arrojo, valor y decidida actuación la ciudad se había salvado del desastre.
Inés de Suárez sería recompensada con un empleo militar concedido por el Gobernador Pedro de Valdivia, que había regresado a todo galope a la capital para encontrarse a Inés sobre los muros, bellísima, y al frente de la defensa.
Supongo que en el dormitorio el gran conquistador le daría las gracias a Inés de Suárez tal y como se merecía tan hermosa, decidida y valerosa dama.
A. Villegas Glez. 2012
Genial relato, como siempre. Como ya dijo usted en su momento: tierra de leonas.
ResponderEliminarLas mujeres extremeñas son de armas tomar jaja. Firmado: un hijo de extremeña
ResponderEliminar