miércoles, 12 de agosto de 2015

FRANCISCO DE ORELLANA

Era el mas grande curso de agua dulce que jamás habían contemplado los hombres, y en sus riberas crecía la más frondosa, húmeda, espeluznante y hermosa selva que puso Dios sobre el mundo, era también el camino hacia El Dorado y el País de la Canela y sería, a la postre, la tumba de mis huesos.
Supongo que me habrán reconocido aunque mi nombre, como el de tantos otros valientes, se haya perdido y olvidado, eclipsado por las hazañas de Cortés o de mi primo, Pizarro.
Me llamo Francisco de Orellana y precisamente bajo las órdenes de aquel familiar mío comenzarían mis aventuras por aquellas nuevas tierras que España había descubierto y que se proponía conquistar.

Nací en la hermosa ciudad de Trujillo, cuna de tantos y tantos hidalgos que se lanzaron sin dudar a la exploración de aquel Nuevo Mundo, en el año del Señor de mil quinientos y once.
Mi pobre madre siempre quiso alejarme de la compañía de aquellos hombres que regresaban contando las mil maravillas y los mil prodigios que habían contemplado, también contaban que aquella tierra estaba cuajada de oro, plata, piedras preciosas y de peligrosos y belicosos indígenas.
Había oro, sí, pero agarrarlo no era nada sencillo ya que  había que pelear, explorar y sumergirse en un mundo completamente desconocido para los europeos. 
Un mundo nuevo del que se podía regresar rico, pobre y enfermo o no regresar jamás según te acompañase la suerte.
A un servidor, por desgracia, le tocaría no regresar nunca, y por eso ahora les relato mi vida mientras el polvo de mis huesos se mezcla con la tierra que riega el gran río al que pusimos nombre.

Pero, empecemos por el principio...

Corría el año mil quinientos veinte y siete cuando me embarqué, a pesar de los ruegos de mi madre, en la expedición de mi primo Pizarro que tenía por objetivo llegar al mítico reino del Birú.
No fue nada fácil se lo puedo asegurar, pues entre enfermedades, miserias y batallas los españoles caíamos como moscas y cada día nos parecía que iba a ser el último de nuestras vidas. 
Sin embargo, un servidor de vuestras mercedes no puede quejarse, la guerra con los incas me dejó una buena bolsa de oro- algunos malnacidos me acusan de saqueador sin escrúpulos- el honor de fundar la ciudad de Guayaquil y, en la parte negativa, me costó muchas heridas y un ojo que se llevaron por delante los indios manabíes -que oiga, ni eran mancos ni tontos- en una de las muchas, muchísimas batallas y escaramuzas que sostuvimos contra los indígenas que, insisto, no eran cobardes, ni mancos, más bien al contrario, eran valientes en extremo y dignos de admiración, por eso precisamente me dediqué a aprender sus distintas lenguas, que eran extrañas y difíciles de entender para un español pero que, con esfuerzo, lograría dominar con el tiempo. 
Los indios eran unos excelentes guerreros, lástima que la enfermedad del gorrino acabase con ellos por millares, muchos más de los que pudimos haber matado nosotros que, al fin y al cabo, solamente éramos hombres igual que ellos y no dioses como pensaron al principio.
Y como hombres vencimos y conquistamos el mayor imperio de aquel Nuevo Mundo, el de los incas, con permiso de Cortés que tomaría el de los Aztecas que no eran tampoco moco de pavo.

El caso es que me vi muy rico, con una hermosa hacienda y muchas tierras bajo mi cargo, por lo que me dediqué por un tiempo a tocarme los aparejos, hasta que el chulo de Diego de Almagro se rebeló contra mi primo y le tuvimos que parar los pies en la batalla de Las Salinas.
¡Pardiez!, no hay cosa que me fastidie más que la endogámica costumbre española de matarnos los unos a los otros, pero qué se le va a hacer, los ingleses tienen flema y nosotros las ganas de acuchillarnos.
Tras ahogar la rebelión de Almagro me retiré de nuevo a mis hermosas tierra ecuatorianas con el título de Gobernador de Guayaquil y de Nueva Villa de Puerto Viejo bajo el brazo. Algunos cronistas, con menos envidia y menos mala leche, reconocen éste periodo de mi vida como de esplendor y progreso gracias a mi generosidad y mis muchos emprendimientos en obras públicas y caridades repartidas entre los mismos indígenas que dicen maté por millares... 

Pero ya ven lo que son las cosas y el carácter de cada cual, aún sin faltarme de nada y viviendo tranquilo y admirado, en cuánto me enteré de que el hermano menor de mi tocayo, Gonzalo Pizarro, estaba preparando una expedición al mítico País de la Canela -lo del Dorado vendría luego- me fui corriendo hasta la ciudad de Quito para acompañarlo en tan gran aventura.
Para cuando llegué a la ciudad, Gonzalo Pizarro ya había partido y dejado órdenes de que reuniese una hueste y lo siguiese en la aventura.
¡Pardiez!, ni yo mismo pude imaginar lo extraordinaria que sería la peripecia.

Atravesamos las enormes montañas andinas entre ventisqueros y frío gélido, entre cortaduras que quitaban el aliento y caminos trazados sobre terrazas imposibles por las que ni siquiera las alpacas se atrevían a cruzar, después nos ahogó el calor asfixiante de la selva inmensa y entre unas cosas y otras, de los treinta hombres que me acompañaban, tan solo la mitad logramos alcanzar el campamento de Gonzalo Pizarro.
Llegamos derrengados, rotos, flacos y casi todos pidiéndole hora a San Pedro, pero con la ilusión de haber llegado por fin al ansiado País de la Canela.
Y nuestro gozo se quedó en un pozo, nunca mejor dicho, pues Gonzalo y sus hombres, también diezmados y rotos, acampaban en un pantanal inhabitable, insalubre y húmedo. Unas ciénagas oscuras cuajadas de lagartos enormes, de árboles de agua cuyas raíces asemejaban espectros hundidos y en dónde la canela, la especia que nos iba a hacer a todos ricos, brillaba, pero por su ausencia.
Allí no nos esperaba más que la muerte. 

Como atravesar las selva era prácticamente imposible decidimos construir un pequeño barco con el que descender por el río que formaba aquel fétido pantano, lo que, visto en perspectiva, dice mucho del valor de aquellos españoles medio locos, ambiciosos y geniales que nos habíamos juntado en la empresa.
Flacos, hambrientos y débiles logramos construir una nave, que no sería la más rumbosa y marinera del Universo, pero que flotaba y se mantenía sobre las oscuras aguas del río. Hasta las herraduras de los caballos, que previamente nos habíamos zampado, las reutilizamos para fabricar los clavos de la embarcación.
Como antes les dije, un servidor, a pesar de -según algunos- mi mala leche y crueldad, había aprendido varias de las lenguas indígenas y aquello me sirvió para que, Gonzalo Pizarro, me nombrase comandante del navío y jefe de los que bajaríamos el río en busca de alimentos y algún lugar mejor en el que asentar el campamento.

Durante días y días y días y noches y noches y noches no encontramos más que selva y agua. Los pocos víveres que habíamos embarcado se agotaron y el hambre se extendió por el barco. Hasta el cuero de las raídas botas, recocido con yerbajos, ranas y algún pez, tuvimos que comernos.
Pero quiso la Providencia que, cuando ya parecía que íbamos a fenecer todos de hambre y miseria y al pasar un enorme meandro del río, encontrásemos el poblado del cacique Aparia, que nos recibió y trató como a Dioses. 
Créanme si les digo que, a pesar de las habladurías que sobre los españoles cuentan, en aquel poblado a ninguno se nos ocurrió preguntar por oro o piedras preciosas, solamente teníamos ojos para los enormes cestones de comida que nos ofrecían y solo corazón para agradecer tamaña generosidad.
Al cacique indígena le regalé con gusto mi daga vizcaína, de buen acero español y, ¡pardiez!, solamente ver la cara del hombre mientas se reflejaba en la hoja ya había merecido al pena el viaje.
Era más o menos el mes de enero del año del Señor de mil quinientos cuarenta y dos.

Los días se sucedían uno tras otro y no teníamos noticias del resto de la expedición, con Gonzalo al frente, y que debían reunirse con los que habíamos bajado el río. 
Pasó un mes entero en los que, cada día, me retorcía de angustia y desesperación esperando a nuestros compañeros y mi alma de hidalgo me impelía a salir en su busca. Sin embargo todos sabíamos que lo más probable era que estuviesen todos muertos ya que si el viaje por el río había sido duro y casi acaba con nosotros, el trayecto por tierra debía ser infernalmente mortal y casi con toda seguridad nuestros compañeros habrían caído víctimas del cansancio, el hambre o las flechas de los indígenas.
Así toda esperanza de reunirnos se desvaneció entre el sofocante calor y la espesura de la selva. Hasta una misa celebramos por sus almas perdidas. 

Decidimos entonces que lo mejor era bajar el curso del río hasta el mar, por lo que nos dedicamos a construir un pequeño barquito al que bautizamos "Victoria" y con el que nos dispusimos a buscar la salida al mar... 
Ninguno podíamos imaginar que, aquel río, más grande y caudaloso que todos los que había en España, era solamente un afluente del otro, del gigantesco, del enorme, del grandísimo curso de agua al que fuimos a desembocar el día once de febrero.
Era tan ancho que ordené navegar en zigzag para poder contemplar las riberas de ambas orillas, era tan caudaloso que nos sentíamos motitas de arena del desierto, era tan hermoso y rodeado de una selva tan espesa que ni el mismo sol podía penetrarla.

Poco después conocimos a la temible y valerosa tribu de las amazonas. 
Eran hembras vigorosas, bellas, fuertes y valientes, muy altas para un indígena corriente y manejaban el arco con pasmosa y mortal eficacia. 
La pelea contra ellas nos costó la vida de algunos compatriotas y a los que quedamos con vida nos costaría el corazón, enamorado para siempre de aquellas féminas que, casi como Dios las había traído al mundo, recorrían la selva en busca de sustento y hombres que poner a su servicio. 
Porque en el Reino de las Amazonas los hombres eran solamente sirvientes, esclavos o reproductores.
Como podrán imaginar vuestras mercedes, de todos los prodigios que habíamos contemplado, aquella tribu fue el que más impacto nos produjo, y miedo, y curiosidad, y como antes les dije, hasta enamoramiento por aquellas hermosas salvajes que nos disparaban, mirando también ellas con curiosidad nuestras barbas, nuestros petos y morriones y nuestras espadas, cientos y cientos de flechas mientras atravesábamos su reino camino del mar.
En su honor bautizamos el gran río como: Amazonas.

Poco después alcanzamos el delta y la desembocadura del río... No pueden imaginar las terroríficas corrientes y el enorme oleaje que tuvimos que afrontar cuando el agua dulce, por millones de litros, chocaba contra el agua salada y ambas se mezclaban entre espumarajos lodosos. 
Después de haber arrostrado mil y un peligros, entre ataques de indígenas, animales de fábula y selva infinita, estuvimos dos días enteros con sus noches peleando para poder salir al mar. El río parecía querer tragarnos para siempre, pero ya saben lo cabezones que podemos resultar los españoles, así que luchando empapados sobre las débiles tablas de la "Victoria", a finales del mes de agosto conseguimos, por fin, dejar atrás el malhadado delta y aquel río gigantesco que ningún otro europeo había cruzado nunca.

Cuando llegamos a la isla de Cubagua nadie podía creer que estuviésemos vivos y mucho menos se creían el relato de nuestro viaje, es más, a un servidor casi lo engrilletan acusado de traición... 
Gonzalo Pizarro, que había sobrevivido a la aventura y, pensando que le había abandonado y usurpado, había lanzado aquella acusación contra mi persona.
Por eso, apenas logré recuperarme del periplo por el río Amazonas, me embarqué rumbo a la vieja España con la intención de defender mi nombre y dar cuenta al rey de las nuevas tierras que habíamos explorado.

En Portugal, su monarca, enterado de mi viaje, me propuso ponerme a su servicio y tomar posesión en su nombre de aquel vasto pedazo de mundo, la oferta era tentadora y el rey Juan un hombre generoso, pero uno había nacido hidalgo y español, por eso le dije que no, a pesar de que el oro que me ofrecía era más del que yo había visto en toda mi vida, pero la lealtad y el honor no pueden comprarse y el rey portugués se quedó con un palmo de narices y la costa brasileña, que ya era bastante, a mi modesto entender para aquellos que nunca se habían atrevido a cruzar el Océano Tenebroso.

Luego tuve que afrontar el proceso por abandono y traición que había levantado contra mi persona Gonzalo Pizarro en el Consejo de Indias... 
Menos mal que gracias al sincero testimonio de los pocos hombres que habían sobrevivido a tan enorme peripecia, que dieron cuenta de la recta actuación de mi persona y contaron los hechos tal y como fueron, el Consejo desestimó la acusación y un servidor pudo seguir viviendo con la cabeza alta.
Contraje matrimonio con la hermosísima Ana de Ayala que era moza de buena familia sevillana y a la que, en verdad, no sé si enamoró mi persona, curtida, recosida y tuerta, o los relatos extraordinarios que le contaba. 
Especialmente de su gusto era la historia de las mujeres guerreras.

Por medio de su familia conocí a varios prestamistas y mercaderes que resultaron, a la postre, más peligrosos que todas las tribus de la amazonia juntas. 
Tras haber conseguido el permiso del Rey para explorar aquella tierra infinita y el título de Adelantado de la Nueva Andalucía, aquellos buitres que se decían hidalgos me engañaron como a un chino con sus intereses sobre los préstamos y sus mentiras. 
Así, para cuando logre reunir cuatro embarcaciones y los hombres necesarios para iniciar el viaje, exigieron el pago y me vi arruinado, engañado y traicionado, sin un maravedí con el que comprar ni una miserable arroba de garbanzos y sin permiso para abandonar el puerto.

¿Creen que aquello me detuvo...?
Pues nones...

Metí en los barcos a los hombres que quisieron y los cuatro sacos de víveres y pólvora que teníamos y sin dudar me lancé a la aventura...
Si tenía que morir, lo haría como hidalgo y soldado, no buscado por deudor de los mercaderes, los prestamistas y los hideputas.

Para diciembre de mil quinientos cuarenta y cinco estaba otra vez en el delta del Amazonas. 
Solamente me quedaba un barco y un puñado de hombres que, sin haberlo visto antes, se acojonaron ante la enorme masa de agua que parecía querer devorar el mismo mar, pero decidí seguir adelante...
Allí, en algún punto del gran río, estaban la canela, el oro y la gloria, y un servidor no estaba dispuesto a dejarlos escapar, así que remontamos la corriente para internarnos entre los manglares y encarar nuestro destino...

El mío llegaría en noviembre de mil quinientos cuarenta y seis en algún remoto lugar de la selva amazónica. 
Debilitado por las fiebres, con más hambre que una pulga sobre una piedra, flaco, con la barba llena de canas y gritando el nombre de mi amada peleé hasta el final contra una turba enloquecida de indios armados con cerbatanas de dardos ponzoñosos...

Y allí se quedaron para siempre mis huesos, bajo una humilde cruz clavada sobre la húmeda tierra que bañaban las orillas del mayor río del mundo y al que un servidor había puesto nombre.

¡Pardiez¡, ¿no es mal sitio en el que reposar para toda la eternidad, verdad...?

A. Villegas Glez. 2015

Imagen: Francisco de Orellana.




































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