Por eso había ido a la huelga y había peleado contra los guardias a pedradas y se había alistado en las milicias del Partido nada más estallar el conflicto.
Sin embargo más pronto que tarde se había dado cuenta de que no era oro todo lo que relucía, y que los ideales nobles y los sentimientos humanos habían sido sustituidos por el salvajismo más atroz y la irracionalidad más absoluta.
Igual que a los señoritos los habían sustituido los comisarios, los jefecillos, los mandamases y toda aquella camarilla oscura y sanguinaria cuyo único objetivo era aniquilar a todo el que les oliese al genérico nombre de: fascista.
Y aquella palabra englobaba a mucha, muchísima gente.
También sentía que había que pelear y el frente de combate les esperaba.
O al menos eso creía Pedro, que deseaba más que nada en el mundo echarse a la cara a los moros que venían con los rebeldes y que le habían matado a un abuelo cuando la guerra, la otra, una de tantas…
- ¡Siempre andamos pegando tiros!- pensó- y un escalofrío le recorrió la espina dorsal helado como el Océano Ártico, el mismo que visitaba en sus sueños pero que sabía que jamás podría contemplar con sus ojos.
Ahora podía sentir clavado en los riñones y en el alma el mismo frío y la misma desolación que debían sentirse visitando aquellos páramos sempiternamente helados:
- ¡Siempre andamos pegándonos tiros...!- se corrigió a sí mismo.
Su camarada Federico entró de repente en el barracón como un tigre de bengala, rugiendo de felicidad y sonriendo como si le hubiese tocado la lotería:
- ¡Viene otro tren!, ¡otro tren cargado de fascistas, camaradas!
Pedro se incorporó del camastro con desgana y sin dejar de mirar al que era su amigo que, exultante, recorría el alargado barracón de madera gritando que llegaba otro tren, al tiempo que no dejaba de abrazar a los demás milicianos que se electrizaban al instante con su contacto.
La noticia de la llegada de aquel tren los volvió locos de alegría y felicidad y los hombres, de camisas blancas y pantalones oscuros, gritaban y reían como niños en la Noche de Reyes.
Pedro tardó muy poco en darse cuenta de lo que pasaba.
¡Otro tren…!
El día anterior había oído los tiros y al preguntar a los compañeros estos le contaron que algunos camaradas habían matado a unos cuantos fascistas que intentaban escapar. Había sido pura casualidad y suerte que estuviesen por allí los camaradas.
Federico se sentó en el jergón a su lado, los ojos le brillaban como dos soles ensangrentados. Pedro sintió que el escalofrío que le recorría, en frías oleadas la espalda, se multiplicaba por mil y le helaba los testículos, el corazón y la cabeza.
Sentía los huesos frágiles como cristales.
Federico Gutiérrez, alias el "Bombardero de Móstoles" por su pasado pugilístico, le miraba de arriba a abajo, ensanchó su sonrisa amarillenta de tabaco y le dijo:
- ¡Vamos camarada, a matar fascistas...!
Por un segundo creyó que no podría levantarse, pero sí, lo hizo, y luego agarró el fusil que le habían dado, que era pesado y olía a madera aceite y metal, para echar a caminar detrás de sus compañeros que saltaban y reían como niños que iban al circo:
- ¿Qué te pasa, chico…?- le preguntó Federico, que se decía anarquista y quería matar a todos los fascistas del mundo, y luego a todos los comunistas, y quizás después también a ellos, los socialistas.
Federico Gutiérrez quería matar a todo el mundo:
- ¿Vamos al frente de combate…?- preguntó, aunque conocía de sobra la respuesta.
- ¿Qué frente ni qué niño muerto…?
- No sé, adónde estén los rebeldes…
- En Vallecas tienen a doscientos de ésos hijoputas…
- ¿En Vallecas...?
- Sí, en el tren….¿qué te pasa Pedrito?
A Pedro la certeza se le clavó en mitad del alma como un cuchillo caliente, no se atrevía a preguntar pero no hizo falta que lo hiciera, su amigo Federico se lo aclaró:
- ¡Vamos a matarlos a todos…! ¡Hasta ametralladoras han traído…!
A Pedro, que se había tragado la rabia a hectolitros viendo al capataz humillar a su padre y mirar baboseando a su madre, que había pasado hambre y miseria desde la cuna, que había tenido que aprender a leer sobre libros robados, que había cazado en el coto del Señorito sin permiso y que había tenido que deslomarse recogiendo leña para la lumbre de otro desde que tenía conocimiento, la tierra se le abrió bajo los pies:
¿Matar así, a sangre fría…?- se preguntaba.
Entonces vio el gentío.
Era una ola gigantesca de brazos, de bocas y de manos crispadas, de ojos bañados en ira y en odio, ojos que exigían sangre y muerte.
La terrorífica escena le recordó uno de los cuadros de Goya que había visto colgado en el Museo del Prado.
Solamente que ahora no era a los franceses ni a los mamelucos a los que la turba enloquecida quería tener entre las garras.
Querían a los que iban en el tren.
Querían a los fascistas, y aquella palabreja de origen italiano resaltaba por encima del mar de insultos y de maldiciones que gritaba la multitud enfervorecida y los milicianos apenas podían contener la irracional ola de zarpas que deseaba mancharse de sangre.
El ambiente era como el de las verbenas, alegre y festivo.
Los farolillos los ponían los mil pares de ojos encendidos de crueldad que atestaban el andén y el campo de yerbajos secos y pisoteados que había alrededor de las vías sobre las que estaba el tren, que era oscuro y viejo, de vagones de madera podrida y enganches oxidados.
Los brazos de la multitud formaban vaivenes que mareaban y Pedro sintió las náuseas inundarle la boca y a pique estuvo de vomitar el desayuno.
Entre las arcadas y el dolor de las tripas, que se expandía por todo su cuerpo, vio a un grupo de guardias civiles que se alejaban cabizbajos y avergonzados.
A los miembros de la Benemérita no les habían dado más que dos opciones: una, dejar atrás el tren y a los presos que habían escoltado, o la segunda posibilidad, mucho menos agradable, que pasaran a ocupar un espacio entre las filas de los que iban a morir.
Los Guardias de Asalto de la República, sin embargo, se habían quedado a la fiesta.
Todo el mundo se había unido a la fiesta.
Cuando llegó junto a los vagones pudo oír, saliendo de entre los entresijos de los tablones, un rumor quedo y apagado.
Los condenados rezaban y el murmullo de su rezos se metió entre las rendijas de los huesos del miliciano y, aunque él nunca había creído en aquellas cosas, no pudo evitar unir su voz a aquel rumor resignado que brotaba de entre las astilladas tablas del tren.
Luego sacaron al cura y la multitud bramó embrutecida.
El odio podía palparse en el ambiente como quien palpa el acero helado.
La masa de brazos quería la cabeza de aquel pobre desgraciado que, aterrorizado, humillado y apaleado, se arrastraba sobre la tierra que empapaba su propia sangre.
Para desgracia de Pedro el jefe de los milicianos, al que no le caía demasiado simpático, se fijó en él y le hizo señas para que se acercase hasta donde estaba, a sus pies el cura intentaba arrodillarse pero algunos hombres, entre risas crueles, no le dejaban a base de culatazos en las corvas y en la espalda y festejaban cada borbotón de sangre y cada lamento del párroco.
El bramido del gentío resultaba ensordecedor, el sol se había teñido de rojo fuego y el viento, espantado por la crueldad, se negaba a regalar ni una brizna de aire fresco, el ambiente era denso, pesado, tétrico, y el olor de la sangre lo inundaba todo como en los mataderos.
Entre insultos y risotadas iban sacando a pequeños grupos de personas del tren y luego, a empujones, patadas y puñetazos los llevaban hacia su terrible destino.
Pedro, por mucho que lo intentaba, no podía sentir odio por aquella gente aterrorizada que sacaban del tren.
Solamente podía sentir clavada en el alma una pena inmensa por todos ellos.
Por los que sacaban a empellones de los vagones, por los que los empujaban y reían.
Sentía una inmensa lástima por todos ellos, una tristeza tan profunda que los ojos verdosos, sin poder evitarlo, se le anegaron de lágrimas.
El oficial de milicias no pareció sorprendido:
-¿Te dan pena, camarada?- le preguntó mirándole muy fijamente.
Intentó decir que no, intentó ser uno más y dejarse arrastrar por la ira y el odio, inundarse de aquella rabia compartida con la masa y así poder acallar la voz que, desde lo más profundo de su alma, le gritaba que aquello no estaba bien, que aquello no era pelear sino asesinar.
Y él, Pedro García Gutiérrez, hijo de labriegos, de veintidós años de edad y pobre de nacimiento, no era ningún asesino:
- ¡Esto qué vais a hacer es una canallada…! -dijo, sorprendido por el tono seguro y decidido de su propia voz.
- Esto que vamos a hacer… - le corrigió el comisario que tenía los ojos del color del lodo.
- ¡No, yo no lo haré…!- su voz seguía firme y con la mirada tan brillante y decidida, tan honrada y clara que el oficial sintió como se le revolvía la conciencia y, por un instante, un atisbo de vergüenza cuajaba en su turbia mirada , luego regresó la dureza y la duda de si incorporar a aquel defensor de los fascistas al siguiente grupo de presos o pegarle un tiro allí mismo:
- ¡Tú harás lo que te ordene…!- replicó irritado, casi colérico y echando mano a la funda de su pistola.
- ¡No…!- Pedro sentía por dentro una paz extraña y un sabor dulce, como si un azucarillo hubiese estallado de golpe en su boca.
Su amigo Federico fue el que le salvó.
El jefe de milicias manoseaba con nerviosismo la culata de su pistola dispuesto a matar a aquel desgraciado que se atrevía a cuestionar sus decisiones. Entonces había llegado Federico, que era conocido en todo el Batallón por su increíble capacidad para poder encontrar todo lo que se le solicitase -coñac, vino, pan blanco, carne, huevos frescos o tabaco del bueno- se acercó al oficial y le dijo algo susurrándole al oído, al otro le cambió la cara, se cagó en todos los Santos de cielo, y exclamó ofuscado:
- ¡Llévatelo de aquí o lo mato...!- el oficial estaba visiblemente contrariado como si Federico le acabase de recordar cierta deuda, favor o secreto compartido.
El "Bombardero", que conocía de sobra el percal revolucionario, no se lo había pensado ni un segundo y había agarrando a su camarada de la pechera y, fingiendo un enfado que no tenía, lo había arrastrado en volandas mientras lo alejaba todo lo posible de aquel hideputa del Comisario, de las vías, del tren y del gentío inmenso que no había dejado de jalear pidiendo sangre:
-¡Estás loco muchacho!- le decía mientras tiraba de él.
Pedro parecía un muñeco desmadejado y se dejaba llevar sin oponer resistencia, su cuerpo estaba allí en la ensangrentada estación ferroviaria de la capital de España, pero su alma estaba a miles de kilómetros, en aquel Mar Ártico de sus sueños y que ahora se reflejaba en el hielo que cubría su mirada.
Entonces una miliciana de melena morena corrió hasta ponerse a la altura de los dos hombres.
Era hermosa como el sol del amanecer.
Se plantó ante ellos pero sin prestar atención alguna a Federico, que seguía aferrado al codo de su amigo y la miraba desconfiado:
- Ha sido muy valiente eso que has hecho…- le dijo la mujer clavándole sus bonitos ojos del color de la miel.
Luego le dio un beso en los labios, tan dulce que el hombre pudo sentir que el frío de su corazón se disipaba:
- No... -dijo- no he sido valiente… Lo valiente habría sido quedarme con ellos…
Federico siguió tirando de él colina arriba mientras a su espalda atronaba el tableteo de las ametralladoras y el griterío, luego de un silencio casi religioso, se redoblaba.
Cada disparo suelto de los tiros de gracia era coreado con olés y vivas.
La miliciana que le había besado y que ahora le observaba marcharse cabizbajo, con los hombros hundidos y el alma rota, se sentó sobre la tierra reseca, se encogió sobre el vientre como cuando era una niña y de sus espectaculares ojos dorados comenzaron a manar, lentas, amargas y densas, lágrimas de pena y de vergüenza.
© A. Villegas Glez. 2014.
Bonita historia a la par que cruel y real. Esperemos nunca tener que repetirla Arriba España ...que Viva todavía sigue
ResponderEliminarCómo militar e historiador cada semana espero impacientemente las pequeñas novelas con las que no deleitas.
ResponderEliminarSon pequeños regazos de nuestra increíble y apasionante historia que nos muestran lo que la gran mayoría de este país se niega a conocer, ocultándola detrás de falsas mentiras.
Gracias por tu magnífica labor y espero que continúes con tu grandioso trabajo.