1686.
Buda. Hungría...
Las
murallas del Castillo de Buda chorreaban sangre.
Los
soldados húngaros, polacos, ingleses y alemanes corrían espantados
hacia el campo cristiano vapuleados por las defensas turcas. Muchos
se quedaban atrás, muertos, o heridos que se arrastraban gimiendo pidiendo ayuda lastimosamente sin que a casi ninguno de sus compañeros le importase
un pimiento.
Los
ojos espantados, los rostros desencajados,
sucios, sudorosos, rotos, destrozados...
El
Duque de Saboya y su camarilla de leales contemplaban la escena
consternados.
Era
ya el tercer o cuarto intento de asaltar los adarves que había sido rechazado por los dos mil defensores turcos, más de la mitad de los
cuales eran jenízaros, y la conquista de la capital magiar se
retrasaba y la victoria contra el infiel se empañaba contra la
valiente y obstinada defensa otomana.
Y
no se lo van a creer vuestras mercedes.
Pero
fue en aquel preciso momento, con los Duques y los Generales mirando
desolados cómo regresaban sus tropas a paso ligero desde el castillo
hacia acá, cuando nuestro Jefe, don Félix de Astorga, un viejo
Sargento Mayor de los Tercios, tan duro, listo, valiente y
experimentado en la lucha contra los turcos, los herejes, los
ingleses, los gabachos y la madre que los parió a todos, que hasta
el Buen Duque, sus hermanos y los demás nobles y caballeros de
alcurnia que venían en la expedición, le juraron lealtad,
obediencia y lo nombraron nuestro Capitán.
Pues
fue en aquel momento cuando el de Astorga, chulo, arrogante,
gallardo, mirando a los ojos al de Saboya soltó la lapidaria frase:
- ¡Pardiez don Eugenio, que esas murallas las tomamos mis hombres y yo solos, o morimos todos en el intento!
Eugenio
de Saboya conocía muy bien a los españoles y sabía que aquellos
cuatro gatos que habían venido representando a la Monarquía
Hispánica, ya que solamente éramos una tropa de trescientos hombres
incluyendo a los cincuenta o sesenta artilleros catalanes que –no
se lo digan a Puigdemon- peleaban por la honra de España que para
ellos, como para todos los demás, era su patria indiscutible.
La
luna de septiembre iluminaba el Castillo y la luz plateada se
reflejaba contra las sangre seca que se dibujaba en extrañas formas
contra las piedras de los muros.
Eugenio
de Saboya tragó saliva a sabiendas de que, una negativa por
respuesta, sería una afrenta para aquellos soldados tan valientes
que habían venido, ellos solos, sin más amparo que su espada, a
recuperar aquel reino perdido en manos turcas desde hacía más de
doscientos años.
Uno
de sus Generales, sueco parecía, por lo alto, lo rubio y por los cuernos que
lucía en el casco. ¡De un morlaco seiscientos kilos- dijo con
retranca Nuño de Cádiz, para añadir luego- asín se lo estará
pasando la parienta del menda...!
Con
lo que pueden imaginar vuestras mercedes el recochineo y las
carcajadas que recorrieron las fogatas y hornillos entre los que nos
reuníamos los trescientos españoles, todos muy atentos a lo que se
cocía entre el Saboya y nuestro loco y temerario caudillo.
Al
sueco no debieron gustarle ni un pelo las risotadas, ni mucho menos
las miradas y menos todavía aquellos gestos obscenos que hacían,
mirándole con guasa, algunos de aquellos pequeñajos y arrogantes
españoles.
Muy
taciturno y serio le dijo algo al de Saboya, muy bajito y en un
idioma incomprensible para casi todos nosotros, y digo casi, porque
nuestro Capitán hablaba todas las Lenguas del mundo... Y algunas,
cuando estaba borracho, en idiomas incomprensibles:
- Dice aquí el General que nos faltan arrestos para asaltar esos muros...
Un
soldado, sin duda bisoño y con pocas letras, o ninguna, preguntó
inocente:
- ¿Qué son arrestos mi Capitán...?
El
de Astorga recorrió las fogatillas, en un instante ya había
localizado al recluta. Cara de no haber salido jamás del terruño,
pocos años, menos sesos...
-Arrestos
es echarle al asalto un par de cojones, chaval...- dijo Félix de
Astorga con voz de trueno.
El
joven soldado pareció reflexionar un momento. Luego alzó la vista y
miró al Capitán.
- Entonces si se trata de eso, mi Capitán, a nosotros no nos gana nadie...
Al
de Astorga le pareció que, de golpe, el muchacho había envejecido
veinte años y que, al que miraba ahora, era a un veterano, viejo y
cansado, pero dispuesto a vender muy caro el pellejo, igualito,
igualito, a él mismo.
El
veterano Sargento Mayor sonrió de oreja a oreja, se rascó la barba
y dejó escapar un ligero: ¡Pardiez!
Luego
se encaró al de Saboya y en perfecto francés le soltó:
-Mañana,
la noche del dos de septiembre, los trescientos españoles bajo mando
de Su Excelencia, asaltarán las murallas y abrirán una brecha para
que nos sigan vuestras mercedes...
Aquello
de “nos sigan”, lo dijo el Capitán con muy mala leche, el hombre
estaba hasta el gorro de desprecios, de tristes derrotas y de
sostener una bandera que cada vez importaba a menos gente.
Pero
de lo que más harto estaba era de la displicente mirada de los
antiguos -y actuales- enemigos.
El
de Saboya lo miraba a él y luego miraba hacia nuestras fogatillas,
alrededor de cada cual se distinguían bultos grises entre los que
resaltaba, de cuando en cuando, y a la luz del fuego, el brillo fugaz
de alguna daga.
- Está bien Capitán Astorga, mañana todo el ejército seguirá a sus trescientos compatriotas...
Y
algunos contarán a vuestras mercedes que aquello no sucedió así,
que si acullá no había turcos o que si más acá, la resistencia no
fue tan valerosa y los turcos se rindieron al segundo arcabuzazo.
Un
servidor, Germán de Ágreda, estuvo allí.
Primero
la noche en la que nuestro Capitán retó a todo un ejército para
que nos siguiera.
Y
después la noche del asalto...
Imaginen
vuestras mercedes... Frío fuera del cuerpo y calor en las tripas,
rezos ahogados, recuerdos en cascada, temblor, miedo... Valor, codo
con codo con el compañero, el fuego en el brazo que sostiene la
espada dispuesto a quemar todo lo que toque.
La
humedad, el sudor, la espera, tensa, eterna...
Después,
de repente, el grito desgarrador que todo lo rompe.
Subir,
subir, trepar. Alcanzar el adarve... Morir y matar. Un indescriptible
revoltillo de trozos humanos, de sangre, de terroríficas heridas, un
sobrecogedor teatro en el que pasas de protagonista a muerto en un
decir Jesús.
Pinchas
y cortas y avanzas, respiras jadeante, te lanzan una saeta, te roza,
a otro alcanza, respiras, avanzas... Pinchas, cortas, tajas.
Y
así hasta que los turcos se rinden y abaten sus espadas.
El
Castillo de Buda es nuestro.
Al
mirar atrás, los españoles que quedamos -ya no somos trescientos- vemos a todo el ejército cristiano que nos había seguido. Primero
escépticos- a dónde irán éstos...- luego sorprendidos – mira,
mira Klaus, ¡qué salvajes!-, más tarde admirados y enardecidos.
Estamos
todos agotados, tintos en sangre, solo la honra nos
sostiene.
Delante
de todos nuestro Capitán que parece un eccehomo de tan maltratado
que está: un flechazo, un roce de arcabuz y dos cortes, uno en el
muslo derecho y otro, menos grave, en la barriga, son la recompensa
de nuestro bravo comandante.
De
repente, de entre las filas aliadas aparece la figura de Eugenio de
Saboya, aquí entre vuestras mercedes y yo, una figura mucho menos
maltratada que la de nuestro valiente capitán.
El
Duque avanzó entre los cadáveres propios y extraños, apenas miraba
a los muertos. Llegó a la altura de Don Felix de Astorga y le
abrazó como quien abraza a un hermano.
Cuentan
los chascarrillos soldadescos que, aquel día, el de Saboya le
susurró algo al oído al astorgano...
El
joven soldado que escucha la historia, sin poder evitarlo, pregunta:
-¿Qué
le dijo el Duque...?
El
soldado viejo y tullido bebe un lento sorbo del vino añejo que toma
despacio, sorbito a sorbito, como la vida que le queda...
-¡Vamos
chaval... Tu eres un Bachiller. ¡Adivínalo!
En
la mente del joven se hace la luz.
- ¡Claro...! ¡El par de...!
El
viejo sonríe satisfecho.
- Exacto, chaval, por eso mismo...
Fin
A.
Villegas Glez. 2017
Me alegró enormemente de que vuelva a hacer publicaciones en esta pagina pues me encantan!
ResponderEliminarMuchas gracias
Magnífico relato y gracias por volver con tus relatos, que a más de uno nos sostiene la moral
ResponderEliminar