Corría el año mil quinientos sesenta y cinco...
Pedro Menéndez de Avilés se había convertido el más apreciado consejero del rey Felipe que lo había desagraviado privadamente tras el juicio -más pantomima que otra cosa- que se había celebrado en Cádiz por orden de la Casa de Contratación.
El rey le había nombrado su Consejero personal además de otorgarle el mando de la Flota de Indias.
Gracias a aquel nombramiento Pedro tendría las primeras noticias sobre la nueva tierra recién descubierta al norte de Cuba y que habían bautizado como: La Florida.
El de Avilés estaba seguro de que su primogénito había sobrevivido al naufragio sufrido por el galeón en el que iba embarcado, muy cerca del Canal de las Bahamas y que ahora se encontraba perdido en las ignotas costas de Florida.
Por aquella razón le pediría al monarca ser el encargado de la exploración y conquista de aquella tierra descubierta por Ponce de León y explorada por hombres como Narváez, Cabeza de Vaca o Hernando de Soto.
Felipe II le nombraría Adelantado pero, siguiendo la rancia costumbre austriaca, no le daría ni un duro para la expedición que tendría que costear el de Avilés de su propio bolsillo.
Pedro Menéndez comenzó de inmediato a preparar la expedición endeudándose hasta las orejas, más, el deseo de encontrar a su hijo perdido, que él estaba seguro que estaba vivo, además del legítimo afán de servir a su patria y a su rey ensanchando el imperio en el que no se ponía el sol le empujaban en la dificultosa tarea.
Muy pronto la expedición tendría otro objetivo ya que en la Florida se había asentado una colonia de herejes hugonotes que se dedicaban a la piratería y el corso contra el comercio español, abordando carracas de transporte, asaltando villorrios y matando sin compasión a todo lo que oliese a español.
Así que el católico Felipe ordenaría al de Avilés que limpiase aquellas tierras de herejes y de piratas:
- Un dos por uno, Pedro, ya sabes como los anuncios del Corte Flamenco...
Para tal misión le entregaría un galeón -el Pelayo- y cuatrocientos soldados embarcados.
Todo lo demás, hasta un total de treinta barcos y casi dos mil quinientas personas, entre colonos, familias, marineros y curas, sería facturado por nuestro protagonista.
La expedición, no empezaría con muy buen pie, pues la flota sufriría temporales y galernas terribles hasta su llegada a Puerto Rico en agosto de mil quinientos sesenta y cinco.
Bueno, llegaron el galeón Pelayo, que era la nave capitana, junto con algunas otras naves menores y luego, desparramadas y dañadas por las tormentas, irían llegando las demás en lento goteo.
Aquella desventaja en naves y hombres no arredraría al Adelantado, todo lo contrario, ya que Avilés ordenó alistar los barcos que tenía a mano para iniciar con ellos de inmediato la travesía hasta la Florida, para una vez allí plantar cara a los gabachos que habían decidido aposentarse en tierras del Rey Católico, los listos...
El veintiocho de agosto llegaron a un lugar que bautizaron como San Agustín de la Florida. Era un hermoso puerto natural situado en la desembocadura de un río que creaba una dársena perfecta en la que fondear los barcos.
Informado por los indígenas locales, con los que el Adelantado comienza a entablar amistosas relaciones y alianzas, Menéndez se entera de que su objetivo, Fort Caroline, nido de hugonotes y corsarios gabachos, estaba situado un poco más al norte de su actual posición y que el fuerte lo guardaban muchos hombres que contaban además con cuatro buenos barcos bien artillados.
Al Adelantado no pareció impresionarle demasiado la superioridad francesa y dio la orden de atacar de inmediato la posición hugonote.
En mitad de la noche cerrada y lluviosa entró en la pequeña rada en la que estaban los barcos enemigos al pairo tan tranquilos, entre la bruma gris, con astucia y dos huevos consiguió meter la proa del Pelayo entre la nave capitana enemiga y otro de sus barcos, luego lanzó el terrorífico grito de guerra de los españoles: ¡Santiago!, mientras su figura se recortaba a la luz de los primeros mosquetazos que disparaban sus hombres contra los aterrorizados corsarios.
Los herejes, espantados, sorprendidos y temiendo sobre todas las demás cosas del Universo un abordaje de la infantería española, cortaron los ganchos de abordaje con inusitada eficacia y rapidez, desplegaron las velas y salieron de la desembocadura como alma que llevaba el demonio.
El Pelayo se lanzaría en su persecución con Pedro de Avilés echando chispas sobre el castillo de proa viendo cómo se le escapaba el enemigo de entre las garras.
La persecución duraría toda la noche pero no se lograría dar caza a los barcos franceses que se diría no pensaban detenerse hasta alcanzar La Rochela.
A primeros del mes de septiembre se tomaría posesión formal de la colonia en nombre del rey de España.
San Agustín no era más que cuatro casas de adobe, una empalizada y algunas trincheras y posiciones de artillería, pero todos allí, desde los colonos a los soldados ya sentían aquel pedazo de tierra como suyo.
Una tierra española que intentaban arrebatar, en aquel caso, unos herejes gabachos que habían tenido la mala idea de ir a establecerse en tierras de la Corona.
Los franceses, repuestos del susto que se habían llevado y con mejores naves y más hombres, intentarían tomar San Agustín a mediados de septiembre.
Lanzaron sus lanchones de desembarco atestados de soldados contra la costa y las defensas españolas que les aguardaban, pero no se llegaría a combatir ya que se desató una tormenta que obligaría a los herejes a suspender la operación de desembarco y a tener que internarse en alta mar para no ser destrozados por las rocas y los bajíos de la costa.
Aquella circunstancia sería aprovechada por el audaz Adelantado para asestar un golpe demoledor y definitivo al enemigo.
Ordenó formar una fuerza de quinientos hombres escogidos con provisión para ocho días de marcha y que estuviesen dispuestos a afrontar grandes calamidades y peligros.
Luego, resuelto y decidido, se internó por entre la espesura de la selva, bajo una lluvia torrencial y enormes relámpagos que iluminaban los morriones de los quinientos valientes que le seguían en dirección norte, directos hacia el Fuerte Carolina por la inexplorada ruta terrestre.
Durante cuatro agotadores días y sus noches atravesaron pantanos y lodazales desbrozando la selva a su paso. El Adelantado, incansable, recorría la columna de arriba a abajo infundiendo ánimos a sus agotados soldados que, a pesar del barro y los mosquitos como gorriones, estaban dispuestos a seguir a su Comandante hasta las mismas puertas del averno.
Y aquella ruta era un infierno de pantanos, fango, peligrosos animales de fábula y agua a espuertas, pues en los cuatro días apenas había dejado de llover.
Al quinto día, los quinientos españoles alcanzaron las inmediaciones de Fuerte Carolina... Los franceses dormían a pierna suelta sin imaginarse la terrible encamisada que estaba a punto de abatirse sobre ellos.
Avilés dio las últimas órdenes:
- No hacer daño alguno a menores de catorce años ni a sus madres... El resto que le fuese rezando a su Dios hereje.
Los centinelas fueron pasados a cuchillo en silencio y el mismo Avilés junto a uno de sus más leales capitanes sería el que abriese las puertas por las que se colaron de inmediato, como una ola que brillaba con espuma de acero, los dos grupos de soldados que habían permanecido agazapados en la selva y que, por estar la pólvora mojada, atacaban a daga y espada gritando como posesos:
- ¡Santiago!, ¡Cierra!, ¡España...!
Los defensores corrieron espantados por el patio de tierra del fuerte, los niños lloraban y las mujeres gritaban de dolor y rabia mientras algunos de los hombres intentaban defenderse y otros corrían hacia la selva y todos ellos o casi todos, eran eliminados bajo las cuchillas españolas.
Solamente setenta mujeres y niños sobrevivirían al asalto, respetadas sus vidas por la orden dada por el Adelantado, que era un soldado más no un asesino despiadado.
En el puerto había tres barcos hugonotes que se negaron a rendirse y el de Avilés, una vez abastecidos de pólvora seca adquirida en los arsenales enemigos, ordenó emplazar cuatro piezas gruesas a boca de jarro de los barcos corsarios que miraban la maniobra española con sorna y desdén:
- No llegarán con el cañón... Decían muy seguros.
El primer tiro fue de prueba, el segundo de puntería y el tercero le acertaría a uno de los barcos en la línea de agua con tan buen tino que en pocos minutos escoraba y los tripulantes chillaban como ratas abandonando la embarcación.
Los otros dos, en vista de lo visto, desplegaron las velas y huyeron sin atreverse a plantar cara al de Avilés y los suyos.
Fort Caroline sería rebautizado como San Mateo.
Allí se quedaría una guarnición de trescientos hombres mientras Pedro de Avilés, muy preocupado por un posible ataque contra San Agustín, emprendería el camino de regreso por la terrible senda de los pantanales hasta la colonia.
La epopeya de Avilés y sus hombres durante el regreso valdría para llenar estanterías de libros y salas de cine.
Nada más llegar a San Agustín los indios aliados informan al Adelantado de que unos doscientos náufragos franceses estaban acampados en la orilla del río al norte y que se afanaban en construir un fuerte y en reparar un barco.
El Adelantado se desplazó con cincuenta de sus arcabuceros y tomó presos a los doscientos herejes, luego sin temblarle el pulso cumpliría las ordenes del rey a rajatabla y de aquellos hugonotes no quedaría ni el recuerdo.
Poco después apareció otro grupo de hugonotes algo más al norte.
Eran los restos de la flamante expedición del famoso corsario Jean de Ribault, que había salido de Francia, banderas al viento y con la sana intención de asaltar las posiciones españolas, exterminar sin compasión a todos los católicos que encontrase y extender entre los indios la fe calvinista.
El mismo Ribault ofrecería al de Avilés el oro y el moro por su libertad, que una cosa era fardar de tener pelotas en Marsella y otra muy distinta demostrarlo ante aquel famoso soldado y marino español que no dejaba de medirle el gaznate con la mirada.
Al Adelantado tampoco lo pensaría demasiado para cumplir las órdenes reales, tras quemar algunos libros herejes que llevaban los franceses dio la orden de arcabucearlos sin compasión.
Que donde las dan las toman, Ribault...
En el mes noviembre con vientos contrarios y al timón de su nave, Pedro de Avilés navegaría hasta la isla de Cuba para solicitar refuerzos y amparo para la colonia de San Agustín, que crecía cada día lenta, pero segura.
En La Habana se llevaría una alegría al encontrarse allí con los barcos de la escuadra que había mandado construir en el Cantábrico. Sería la única alegría del viaje pues el Gobernador de Cuba le negaría en redondo cualquier socorro o ayuda, y no solo eso, sino que le pondría mil trabas y obstáculos en el camino.
Cosas de la envidia, ya saben.
Pero el carácter indómito del asturiano le hacía vencer todas las dificultades y soportar todas las miserias. Además mantenía a toda prueba la lealtad de sus hombres y su fama de audaz, buen marino y mejor soldado se extendería por todo el Golfo de México como lo había hecho antes por el Cantábrico.
También el rey mantendría siempre la confianza en el viejo marino asturiano, la generosidad, sin embargo, pocas veces la dejaría ver el Prudente.
El Adelantado se dedica a explorar la Florida, Georgia y Carolina del Sur, estableciendo casi siempre buenas relaciones con los indígenas, había excepciones, claro, pero aquello no era sino un peligro más de los muchos que tuvieron que afrontar aquellos hombres y mujeres irrepetibles que nos legaron el mayor imperio conocido.
A San Agustín llegaría, en mil quinientos sesenta y seis, una flota de quince naves que había sido enviada enviada por el rey para fortalecer la posición y que la presencia española se extendiese por toda la región.
La colonia crecía pese a los peligros y amenazas, como el de una poderosa flota francesa de la que se rumoreaba había puesto rumbo hacia San Agustín, un enclave que no estaba más que en sus pasos iniciales y que pese a los esfuerzos de todos los habitantes y el evidente crecimiento del emplazamiento español, estaba siempre falta de todo, sin víveres, municiones, defensas amuralladas ni artillería suficiente, siempre al tanto de rebeliones indígenas o propias y con el ojo puesto en el horizonte por si se veían aparecer las velas gabachas.
Por todas aquellas razones el Adelantado decidió que lo mejor era hacer un viaje a España para decirle al rey, de su misma boca, lo que hacía falta y lo que no, para llevar adelante la conquista de aquellas tierras.
Nada más llegar a La Coruña le informaron de que el rey estaba en El Escorial, tan campante, así que decidió recalar en su puerto natal, Avilés, en dónde les dio un soponcio a sus familiares y amigos que le creían muerto cuando le vieron aparecer, más viejo, más curtido y con mas canas en la barba, pero con la misma sonrisa de aquel niño que se pasaba las horas mirando el mar dibujada en el rostro.
Pedro sin apenas descansar recorrió el camino hasta la Corte en la que le recibiría el monarca junto al Consejo de Indias.
Pedro Menéndez contaría sus peripecias, sus peleas, sus alianzas, el exterminio de los hugonotes y el asentamiento que crecía en las tierras de la Florida, también que el Gobernador de Cuba era un incompetente, un chulo y un hideputa que: "hacía muy mal servicio a su majestad...", a los miembros del Consejo, por supuesto, casi les dio un soponcio escuchando al Adelantado mientras el rey sonreía de oreja a oreja más feliz que un marrano revolcándose en barro.
Pedro Avilés recibiría licencia para permanecer un mes en su pueblo, en su casa, reponiéndose al aire de su amado Cantábrico de la enorme peripecia que había vivido.
Era el verano de mil quinientos sesenta y ocho, Pedro de Avilés tenía cincuenta y cinco años de mar, selva, peleas y aventuras grabadas en el duro lomo asturiano.
Felipe II le nombraría Gobernador de Cuba y le daría al mando de una gran flota, cargada de abastecimientos, colonos, soldados y pólvora hasta los topes de las bodegas para apoyar el despliegue hispano en Cuba, Puerto Rico y La Florida.
Cuando regresó al Caribe se encontraría con el destrozo, la miseria y el hambre que habían dejado tras ellos los ataques de una flotilla de corsarios franceses.
El de Avilés reorganizaría la situación con pulso firme.
En poco tiempo apaciguaría las rebeliones indígenas, metería en cintura a los díscolos y limpiaría sus aguas de piratas y corsarios enemigos.
Por si todo esto fuese poco ordenó levantar una carta náutica de Cuba, Florida y Las Bahamas que sería la primera del mundo, continuó amparando y explorando, él mismo, las costas de las regiones que le correspondían como Gobernador y facilitaría y ampararía la misión franciscana.
Estaba muy a gusto Pedro de Avilés como Gobernador de Cuba, pero
en el año mil quinientos setenta y tres el rey Felipe reclamaría la inmediata presencia del marino asturiano en la Península.
Nada más llegar le dieron el nombramiento de Consejero de Indias, uno de los más importantes de España y más todavía en el caso de Avilés que sabía de mar y de Indias más que nadie, al menos más que los Consejeros.
Sin embargo a Pedro todo aquello le olía a chamusquina.
Felipe estaba tramando alguna de las suyas y a él le había tocado alguna china, y de las gordas.
Le quedaría el asunto cristalino en febrero de ese mismo año cuando el rey le nombra Capitán General de la flota que se estaba construyendo en los astilleros del Cantábrico, una flota que tendría que embarcar a los Tercios en Flandes para llevarlos luego hasta el otro lado del Canal de la Mancha.
La flota que se estaba armando contaba con más de doscientos cincuenta barcos entre galones y transportes y Pedro Menéndez estaba seguro de que el plan del rey era el de invadir la Pérfida Albión...
Para septiembre de mil quinientos setenta y cuatro la armada estaba dispuesta para cumplir la misión de apoyo en Flandes y se celebró una gran fiesta en el puerto de Santander.
En mitad de las celebraciones el Capitán General, Pedro Menéndez se sintió indispuesto, mareado y débil, con la visión borrosa que evocaba el azul del Caribe.
Atendido por los médicos se le diagnosticaría tabardillo maligno, o sea, tifus en estado terminal.
Moriría el diecisiete de septiembre de mil quinientos setenta y cuatro.
Con él se marchaba uno de los más grandes marinos, generales y exploradores de tantos como jalonan la gran historia que atesoramos los españoles.
Reposan sus restos en la iglesia de San Nicolás de su pueblo natal, Avilés, Asturias, España.
Fin
A. Villegas Glez. 2015
Imagen: Don Pedro Menéndez de Avilés. (1519- 1574)
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