martes, 22 de septiembre de 2015

EL DUEÑO DEL MAR: La vida de Don Pedro Menéndez de Avilés (I)

En el hermoso puerto asturiano de Avilés vería la luz nuestro protagonista en el año mil quinientos diecinueve. Hidalgo de buena familia cuyo padre había peleado en la Guerra de Granada y prendado de las aguas del mar desde que había aspirado su primer aliento de aire salado.
Desde la cuna demostraría un carácter intrépido que le llevaría, al poco de cumplir los catorce años, a escaparse de su casa y embarcarse como grumete en una de las naves de la flota española que combatía a los corsarios franceses del Cantábrico.
Durante dos largos y peligrosos años se empapa de conocimientos marinos, de tácticas navales de combate y del irreprimible deseo de tener un barco propio.

A su regreso a Avilés, su preocupadísima familia le obliga a contraer matrimonio con una chiquilla que no había cumplido los doce años. 
En menos de un mes el avispado Pedro Menéndez vende su parte de la hacienda familiar, compra un viejo patache -una embarcación pequeña, ligera y rápida- y convence hasta a su mismo cuñado para que le acompañe en la aventura, que no es otra que la de, con aquel patache, hacer el corso al francés hasta que reviente.

Muy pronto la fama de bravura y pericia de aquel joven capitán Menéndez de Avilés correría como la pólvora por la costa cantábrica. Su hazaña en Vigo, en dónde había represado varios barcos españoles que se llevaban tan campantes unos corsarios gabachos, a los que Pedro y los suyos habían dado leña hasta que arriaron el pabellón, era audacia contada en cada taberna y su fama amedrentaba a los intrépidos corsarios franceses.
Corsarios que se cagaron patas abajo cuando sucedió el episodio con el afamado marino Juan Alfonso de Saintogne.

Corría el año mil quinientos cuarenta y cuatro y el tal Saintogne y su flota navegaban hacia el puerto de La Rochela con unas quince naves españolas apresadas. Iban los gabachos, como pueden imaginar, más contentos que unas castañuelas.
A popa de los barcos los vigías podían ver unas velas que los perseguían:

- Ce qui est...?
- Je ne sais pas...

La flota de Saintogne entró en el puerto triunfante y creyéndose al amparo de las fuerzas que había ancladas. La Rochela era base vital de la flota de guerra francesa y nido de corsarios... Nadie se podía ni imaginar lo que estaba a punto de suceder.

El pequeño patache de Avilés entró impasible en la rada, se abarloó con la nave capitana corsaria y la dotación española se lanzó al abordaje sin compasión ni miramiento. 
Pedro Menéndez buscó, encontró y de dos sablazos, mató al afamado Saintogne, que todavía estaba el pobre sin poder creerse lo que estaba pasando.
Avilés represaría algunos de los barcos españoles y saldría de La Rochela sin que ninguno de los galeones de la flota francesa disparase un solo cañonazo. La audacia del marino asturiano había dejado a los marineros franceses petrificados y con los ojos como platos de Talavera.

El Emperador Carlos, admirado por aquel derroche de valor y audacia, le mandaría llamar para conocerlo en persona y le concedería una patente de corso para que limpiara de sus homólogos gabachos las infestadas aguas del Mar Cantábrico.

Para el año mil quinientos cincuenta y dos, Pedro tiene treinta y tres años, ya contaba con la amistad y toda la confianza del monarca del que era consejero. 
Pedro había realizado numerosas travesías atlánticas y limpiado su amado Cantábrico de corsarios enemigos.
Tanto confiaba Carlos I en su más preciado marino que le otorgaría el mando de la flota que le transporta a Flandes durante el viaje que hace Carlos de Gante en el año mil quinientos cincuenta y cuatro. El mismo año también que le daría el mando de la escuadra que lleva a su hijo Felipe hasta Inglaterra para el bodorrio con María Tudor.

Dos años después Felipe II asumiría el trono de España. Pedro Menéndez es el nuevo General de la Escuadra de Flandes. 
Ostentando aquel cargo, y tras haber desembarcado en Calais a despecho de los franceses, estaría presente en la famosa batalla de San Quintín al frente de sus hombres.
Nuestro protagonista había demostrado con creces ser un excelente soldado pero también era un hombre avispado y culto. Es quien inventó el concepto de Flotas de Indias organizadas en convoyes periódicos y escoltados. Un concepto copiado siglos después por los mercantes Aliados de la Segunda Guerra Mundial.

En mil quinientos sesenta y uno el rey le asignaría un nuevo cometido. 
Debía armar una flota con la que traerse metales preciosos con los que suplir el enorme gasto que hacía la corona, y de paso, buscar y apresar al chulo de Lope de Aguirre que se había declarado Rey del Amazonas y había mandado, literalmente, a tomar por saco al monarca español.

Pero, para cuando Pedro Menéndez alcanzase la desembocadura del gran río, la cabeza de Aguirre ya adornaba el centro de un poblado indígena clavada en una estaca.
El de Avilés decide regresar a España con los barcos con las bodegas repletas de plata pero sin cabeza de nadie, total, ¡con lo que aquello hedía!

Nada más bajar del barco en Cádiz, a Pedro Menéndez y a su hermano los cargan de grilletes y los encierran en la cárcel por orden del Consejo de Indias...
Era más o menos el año mil quinientos sesenta y dos y el viejo marino no podía creerse lo que estaba pasando... 
Asuntos de envidias, celos, resquemores y piques entre el monarca y el Consejo.
Asuntos españoles de toda la vida...

(Continuará)

A. Villegas Glez. 









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