martes, 2 de febrero de 2016

DIARIO DE UN MAÑICO- 1808

Día 15, mes de junio del año 1808...

Esta mañana han llegado los franceses a las puertas de Zaragoza.
Desde hacía muchos días todos los habitantes de la ciudad y toda la comarca, todo Aragón y toda España sabía que los gabachos iban a venir, porque la ciudad se había declarado fiel al rey Fernando y por tanto, en rebeldía contra el todopoderoso Napoleón Bonaparte.

¿Es que acaso nos habíamos vueltos todos locos?


¿Cómo pensábamos resistir a los ejércitos napoleónicos que se habían enseñoreado de toda Europa, cuando apenas había soldados en la ciudad y eramos la mayoría paisanos sin preparación militar?

... Y sin embargo, allá que fuimos todos hacia las murallas convencidos de la victoria.

Por el camino, viéndome joven y buen mozo, alguien me dijo no sé qué de alistado con la milicia ciudadana y me entregó un mosquete que llevaba acoplada una enorme y agudísima bayoneta.

¿Sería capaz de clavarla en otro ser humano?, me preguntaba mientras corría junto a mis paisanos para ocupar mi puesto en los adarves de Zaragoza.

Sobre los batallones que salieron de la ciudad para pelear contra los franceses en campo abierto las noticias no eran ni buenas ni alentadoras, más bien todo lo contrario, ya que estaban todos muertos o, los pocos supervivientes, escondidos entre las peñas inaccesibles de las sierras.
Los soldados de Napoleón eran los mejores y más preparados del mundo y habían hecho pedazos a los camaradas sin casi despeinarse.

A pesar de aquella horrible certeza, de que los soldados imperiales pareciesen invencibles y que nos iban a arrollar sin remedio, acudíamos a las murallas cantando como en verbena y dando vivas a España y al Rey Fernando. 
Mientras nos íbamos acercando a las viejas piedras se escucharon los primeros cañonazos.

Cuando te asomas por entre las murallas almenadas la primera impresión es de miedo, tan grande y terrorífico que te rilas por las patas abajo sin casi poder remediarlo, mientras el estómago se encoge tanto que parece que quisiera escaparse con las tripas siguiéndolo en larga procesión, los testículos se encogen y se arrugan como pasas y, sin apenas darte cuenta, empiezas a temblar como un suflé francés, nunca mejor dicho.
Pero por vergüenza te contienes, ya que hay camaradas que te están mirando.

A fin de cuentas todo el mundo está igual aunque nadie lo demuestre y todos lo disimulemos.
Los más resueltos y valientes se asoman sacando medio cuerpo fuera de la muralla para gritarles a los gabachos cuatro verdades sobre la dudosa procedencia de la señora madre de su emperador.

Cuando consigues arrinconar un poco el miedo, o mejor dicho, lo ignoras, porque el miedo siempre permanece ahí, al acecho, es la curiosidad la que te empuja a mirar, un morboso y rápido vistazo hacia las líneas enemigas que hace que, automáticamente, el miedo se expanda de nuevo desde los huevos hacia arriba con un denso y helado escalofrío.

Los gabachos en formaciones cerradas avanzaban impasibles, con los fusiles al hombro, las banderas tricolores al viento.
Desde detrás de los cuadros azules y blancos que avanzaban la artillería francesa, la más letal, efectiva y numerosa del mundo, disparaba sin cesar andanada tras andanada y los impactos certeros empezaron, más pronto que tarde, a derruir las murallas de Zaragoza.


Los pepinazos franceses llovían como granizo contra la Puerta del Portillo que era la posición que me había tocado defender.
Por todas partes volaban las esquirlas de piedra, la metralla ardiente y los pedazos de ser humano que nos salpicaban con trocitos de carne y de hueso. 
Entonces regresaba como un torrente el miedo atroz, pero también, junto al terror, había algo nuevo y embriagador. 
Unas irracionales y tremendas ganas de que los gabachos que avanzaban llegasen hasta el pie de las murallas.
Y llegaron...


Los primeros fueron los de la caballería polaca que resultaron jinetes valientes y decididos, pero que cayeron como moscas ante las descargas cerradas y mortalmente eficaces que les hicimos desde el Portillo.
Los pocos supervivientes de los escuadrones polacos se perdieron entre el dédalo de desconocidas calles, avenidas y callejones, cabalgaban aterrados por lo que contemplaban a su alrededor, espantados ante la brutal y feroz defensa de los bravos habitantes de aquella ciudad española. 
Desde los balcones y azoteas les arrojaban agua y aceite hirviendo, y eran acosados sin piedad por una turba de hembras armadas y enloquecidas, una manada de lobas que defendían su hogar y a sus cachorros.
Ninguno de los jinetes polacos saldría vivo de las calles de Zaragoza.

Ya me había contestado a la pregunta de si sería capaz de clavar la bayoneta en el cuerpo de otra persona.
La sangre francesa chorreaba de ella y salpicaba la madera del mosquete porque ya la había clavado infinidad de veces.

El miedo ahora permanecía relegado a un rincón silencioso y oscuro, sustituido dentro de mí por una rabia asesina y un furor homicida que jamás antes había sentido, tampoco antes había estado en una situación igual como en la que ahora me encontraba, o sea en mitad de una inmensa lotería de disparos a quemarropa, bayonetazos, sablazos, hachazos, cuchilladas, puñetazos, coces y mordiscos.
Los ensangrentados bultos azules se acumulaban contra la brecha que se había abierto en la muralla porque cada embestida francesa era detenida en seco por la masa enloquecida que defendíamos los adarves.

Desde cada esquina de Zaragoza los hombres, las mujeres y los niños salían armados con cuchillos, con adoquines, con tijeras, con agujas o con lo que pudiesen encontrar para defender hasta la muerte las murallas de su ciudad.
Los franceses, masacrados en las brechas, no podían dar crédito a lo que estaba sucediendo, la más victoriosa infantería del mundo estaba siendo aniquilada por unos palurdos, cerriles y atrasados españoles.


Habían llegado hasta nuestra ciudad muy sobrados y seguros de su victoria...


¿Qué coño se habían creído los gabachos?

Aquellas eran las murallas de la vieja Zaragoza.

Y Zaragoza, no se rinde...

25 de junio...

Los franceses, rechazados en cada intento de tomar la ciudad al asalto han acercado todavía más sus cañones y no han dejado de bombardear y bombardear las posiciones españolas sin descanso ni pausa.

Nuestra defensa la lidera el eficaz y valeroso ingeniero militar, don Antonio Sangenís, que no paraba el hombre muralla arriba y muralla abajo manteniéndonos muy ocupados trabajando en la reparación de los parapetos, las aspilleras o las barricadas.

Entre los defensores corre el rumor de que los gabachos habían recibido refuerzos de tropas y cañones y que, al inútil, según el adjetivo usado por su propio Emperador, del General Lefevbre, lo había sustituido en el mando un oficial de mayor rango y valía, un tal Verdier.

A los del Portillo, la verdad, nos da lo mismo. 

Francés que llegue hasta aquí será recibido de la misma manera, se llame Gastón o François.

29 de junio...

¡Qué días tan aterradores...!


El General Verdier, mal rayo le parta, había traído consigo cañones de los gordos, de asedio que llaman, y durante tres días con sus noches han machacando nuestras posiciones sin piedad ni miramiento alguno.
El día veintisiete estalló en mil pedazos el polvorín de San Carlos llevándose por delante la explosión a medio barrio de La Magdalena.
Aquel día faltó muy poco para que perdiésemos la ciudad, porque en mitad del caos producido por la deflagración del polvorín y el consecuente desorden, los franceses aprovecharon para atacar con toda su potencia.

Así lograron tomar el Barrio de Torrero, amenazando con ello muy seriamente, La Aljafería.
Pero no consiguieron atravesar los muros y de nuevo sus flamantes filas se vieron frenadas por el ardor y la valentía de los paisanos.

No logro explicarme cómo podemos estar resistiendo a las mejores tropas del momento, solo sé que Zaragoza no se rinde...

15 de julio...


Hoy se cumple un mes de asedio y a mí me parece mentira que todavía sigamos aquí...
Muchas cosas han sucedido desde mis últimas letras.


El día dos del mes los gabachos desataron el infierno sobre la tierra.
Atacaron con muchos regimientos que, bajo el amparo de la artillería, intentaron tomar por asalto y al mismo tiempo todas y cada una de las Puertas de la ciudad y todos los monasterios que nos servían de bastiones y fortalezas.


Porque el combate no consistía ahora en ocupar la ciudad entera, que era un objetivo casi imposible para los franceses, sino que peleábamos por habitaciones deshechas, por esquinas destrozadas y por montones de cascotes. 
Peleábamos por cada centímetro de nuestra ciudad y lo hacíamos con valor inaudito, empujados por la desesperación del débil y la rabia del despreciado.

Fue aquel mismo día, dos de julio, el día que me hirieron.

Una bala de mosquete que me atravesó de parte a parte la pierna izquierda y que se llevó por delante un buen trozo del muslo, sangraba más que marrano en la matanza y me dolía más que el corazón roto de un enamorado.
Me parece que ya no volveré a correr los cien metros lisos...

Sucedió defendiendo el cañón del treinta y seis. 

Uno a uno los camaradas habían ido cayendo y solamente quedábamos en pie el Sargento artillero con el botafuego en la mano y yo. Entonces sentí el calambrazo en el muslo, la sensación de que me arrancaban de cuajo la pierna y el dolor lacerante que me hizo casi perder el sentido. 
Mientras caía al suelo con los franceses trepando por la brecha y muy encima nuestro, fue cuando, de repente, apareció la mujer...

Traía los ojos 
inundados de lágrimas encendidos de pena y de rabia, cogió el botafuego de entre los dedos del Sargento muerto, supe más tarde que era su marido, y lo arrimó al ojo del cañón:

¡¡¡BAAAUUUUUMMMMMM!!!

Recuerdo que la última carga que habíamos metido dentro era de metralla, un par de saquetes de hermosas pelotas de plomo, así que de los franceses que subían por la brecha, ebrios de victoria y gritando: ¡Vive L´Emperateur!, no quedó un trozo más grande que el de una uña.


Aquella mujer se llamaba Agustina y desde aquel día en el Portillo se convirtió en alma y aliento de todos los defensores...



Resultó entonces muy normal que, tras haber rechazado todos y cada uno de sus valientes asaltos, los franceses decidiesen cambiar de estrategia.
Construyeron un puente sobre el río Ebro para así asfixiar el camino entre Lérida y Monzón, luego cortaron el agua que llegaba a la ciudad desde la acequia del Rabal con lo que intentaban aislarnos del mundo y conseguir mediante el hambre y la sed lo que no podían lograr con su afamada infantería y su poderosa artillería.

Zaragoza, sin embargo, estaba muy lejos de querer rendirse.

5 de agosto...


Ayer día cuatro el bombardeo gabacho alcanzó el edificio del hospital que estaba atestado de heridos, de moribundos, de médicos, de enfermeras y de curas... Pocos han logrado sobrevivir.
Durante estos días están bombardeando con más mala leche que antes el centro de la ciudad. 
¡Hasta la Basílica de Nuestra Señora han alcanzado con sus bombas!

El combate entre los restos del Hospital resultó terrible. Los soldados franceses nada esperaban encontrar entre los cascotes, pero, ¡allí estábamos nosotros!, con nuestros cachirulos y nuestras fajas, cubiertos de polvo y de la sangre de los camaradas caídos. 
De nuevo el no sé cuántos definitivo asalto francés se diluía ante la masa de defensores que preferíamos morir a rendirnos.

Y encima, para alegría nuestra y desolación francesa, habían llegado magníficas y alentadoras noticias desde el sur de España. 
Palafox las trajo junto a un muy necesario refuerzo de hombres, pólvora y víveres.

Resultaba que en las calurosas tierras hermanas de la Andalucía, un ejército de españoles había derrotado en los campos de Bailén al todopoderoso e invicto -hasta ahora- ejército napoleónico.
La noticia nos llenó de orgullo y nos recargó más de valor.
A los franceses, por supuesto, les ocurrió todo lo contrario.

15 de agosto...

El sitio ha terminado... Y, por increíble que parezca, hemos vencido.
De noche y casi a hurtadillas los franceses se habían replegado.


Por la mañana las últimas unidades en retirada volaron el puente que habían construido sobre el río Ebro y también, a modo de despedida, el hermoso monasterio renacentista de Santa Engracia. 

Antes, como es su acrisolada costumbre, se habían llevado hasta los floreros.

Dos largos y sangrientos meses habíamos resistido a un enemigo que nos superaba en número, armamento y técnica. Dos meses de penurias y miseria, de muerte y destrucción. 

La ciudad está arrasada, destruidos los monumentos, desvalijados los caudales y hambrientos los supervivientes.
Pero, a pesar de todo nos sentimos arrogantemente orgullosos. 

Miramos las columnas francesas que se alejan entre los campos destrozados y pensábamos:

- Se van bien apaleados, pero seguro que volverán para vengarse…

Y aquí nos encontrarán, porque han de saber, por si no lo hubieran aprendido todavía, que pueden bombardear Zaragoza hasta que ésta quede reducida a escombros, pero lo que es seguro es que jamás nos rendiremos...

17 de agosto...


Hace un calor como el que debe de hacer en las calderas del averno.
En la ciudad destrozada han comenzado de inmediato los trabajos de limpieza y reparación de las defensas.

Dirigidos por el incansable Coronel Sangenís, que se ha convertido en la verdadera alma de la resistencia y en el principal líder de los defensores.

También enterramos a los muertos, gabachos o nuestros, para intentar evitar en lo posible las temidas epidemias, pero veremos a ver si se consigue.

Ya había focos de tifus antes de que los gabachos se marchasen, así que no va a ser nada fácil evitar los contagios.

Cada mañana acudo a mi puesto, ahora que me cambiaron el mosquete por una pala, me dedico a excavar trincheras o a reparar revellines, mientras pasamos todos nosotros más hambre que el perro del afilador.

Aunque, ¡gracias a Dios!, poco a poco van llegando a la heroica Zaragoza, cuya gesta ha corrido de boca en boca por toda la nación llenando de orgullo a los compatriotas, los abastecimientos y los refuerzos venidos desde toda España.

El todopoderoso Ejército Imperial se retiraba del país abandonándolo apresuradamente, espantados los franceses por el volcán que habían despertado.


A mí, a pesar de la alegría y el orgullo que sentía, me daba en la nariz que Napoleón no se iba a quedar tan tranquilo tras haber visto humilladas sus banderas.
Había vencido en toda Europa y no podía permitir que los españoles, precisamente aquellos zarrapastrosos, fuesen los únicos que le mojasen la oreja.


¿Estos...?, ¡Mon Dieu! ¡quién lo habría dicho! -le estaría diciendo en París a Josefina.

Pero tanto le gustase como no, lo cierto era que, hacía muy pocos días sus flamantes soldados habían huido como del mismo diablo ante las inexpugnables murallas de la ciudad de Zaragoza, y de postre, los españoles habían puesto a un Cuerpo de Ejército entero mirando a Triana, o mejor dicho, a Bailén.

Entre los cascotes de lo que fue la Taberna del Cachirulo me he tomado hoy unos cuantos vinos con uno de los andaluces que han llegado a la ciudad como refuerzo.
Mi nuevo amigo había estado en la sierras andaluzas con los bandoleros despachando franceses y en la gran batalla contra Dupont.


¡Qué raro y qué gracioso que hablan el idioma castellano los andaluces!, me resultan alegres, juerguistas y la ciudad del Ebro rasga guitarras aflamencadas desde que han llegado, mezclándose los tíos con los aragoneses, los castellanos, valencianos, catalanes y demás gentes de casi todo el país que han venido para ayudarnos a defenderla de los gabachos.
Con sus alegres cantes y bailes, con sus risas, con sus bromas y sus puyas graciosas, con ese acento tan suyo, nos llenan de alegría a todos los demás, nos amalgaman o nos “arrejuntan”, como ellos dicen.

Y es muy cierto, porque cuando regresen los gabachos -que vendrán- ya no se encontraran aquí solamente a la obstinada y valiente ciudad aragonesa, ahora tendrán que enfrentarse a un pedacito de la misma España que pretenden pisotear.

Y si Zaragoza no se rinde, España, menos todavía...


Continuará...



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