Muy pocas veces en la vida se tiene la oportunidad de conocer a un verdadero valiente, a un hidalgo, a un soldado, a un héroe... Un servidor tuvo ese privilegio.
Se llamaba Cristóbal de Mondragón, aunque nació en la villa castellana de Medina del Campo una fría madrugada del año mil quinientos catorce... Más o menos al mismo tiempo, nací yo.
Desde muy pequeños nos hicimos amigos y, aunque su cuna era mucho más alta que la mía, jamás hizo valer aquella condición, siendo siempre un amigo leal, un hombre generoso, de buen trato, un soldado colmado de bravura y un Coronel -título que le impusimos sus propios hombres- astuto y cuajado de las virtudes que requería la Milicia.
Nada más cumplir los dieciocho años, yo tenía uno menos, Cristóbal decidió sentar plaza de soldado en los ejércitos del Emperador. Unas nuevas Unidades a las que llamaban: Tercios.
Un servidor de vuestras mercedes, le siguió, claro.
Ninguno podíamos imaginar que aquel nombre haría estremecerse a Europa y a más de medio Mundo.
Nuestro primer destino fue Italia. Pasamos unos años aprendiendo, bregando con los camaradas y disfrutando de la vida en la hermosa Italia.
Alguna escaramuza tuvimos en la que nos fuimos curtiendo.
La cosa se puso peor en Túnez peleando contra los otomanos, los piratas, algún veneciano y cualquiera que se pusiera ante las galeras de España.
Después el destino nos llevó hasta la batalla de Muhlberg, una ciudad a orillas del río Elba, contra los herejes que andaban tocándole las narices, o unas cuartas más abajo, al mismísimo Emperador.
Allí fue donde la fama de mi amigo empezó a forjarse.
Los luteranos habían cortado todos los puentes sobre el gran río, que era frío y negro como la boca de un pozo, ancho, profundo y bajaba formando corrientes y remolinos capaces de tragarse entera a una compañía de arcabuceros.
Los herejes se creyeron a salvo en la otra orilla y, desde sus fuegos de campamento, les podíamos oír mofándose de todos nosotros.
Entonces se descubrieron el vado, las barcas y la posición defensiva luterana erizada de picas y de arcabuces que había al otro lado del río.
No sabría decir cuánto tiempo pasó -sucedió todo tan rápido que mi memoria solamente recuerda destellos- pero sucedió...
A mi amigo Cristóbal le poseyeron de repente todos los demonios del Averno. Miró hacia el enemigo, miró largamente la corriente negra y, de cuando en cuando, nos miraba a nosotros, sus camaradas.
Luego muy despacio se despojó del peto metálico y del correaje de cuero. Impasible, con todo el Tercio mirándole galvanizado por su audacia, se encaminó hacia la orilla, dejó que las aguas le anegasen, se metió la espada entre los dientes, y empezó a nadar directo contra las defensas enemigas.
Al poco algunas balas de arcabuz chapotearon a su alrededor.
¡Bang... Plouuffsss!
No pude hacer otra cosa más que ir detrás de mi amigo, claro...
Ocho hombres entraron en el agua conmigo y todos fuimos tras la estela de aquel inconsciente que estaba a punto de alcanzar la sorprendida orilla enemiga.
Me faltaban cinco o seis metros para llegar a tierra cuando hasta mi llegaron las primeras voces aterrorizadas, los primeros gritos y los primeros lamentos.
Cristóbal de Mondragón peleaba como Sansón, rodeado de filisteos a los que masacraba sin compasión, en lugar de quijada, su espada se había convertido en una demoledora guadaña.
Después, ¿a qué entrar en detalles?
Matanza sin freno, frenesí, arcabuzazos, sangre por todas partes, mierda, barro, frío, muerte... Y muy profunda, allá lejos en el fondo de las tripas, una extraña emoción extasiada por estar allí en mitad de aquella locura.
Tomamos el puente de barcazas, lo montaron los zapadores en un pis pas y, en menos tiempo todavía, lo estaba cruzando el grueso del ejército con el Duque de Alba al frente.
El Emperador en persona ascendió a Cristóbal a Alférez. Su estrella empezaba a brillar.
Nombrado Gobernador de una villa flamenca, tal era la confianza y la admiración que despertaba, que recibía tales responsabilidades y nombramientos, tuvimos que hacer frente a las rebeliones herejes.
Defendimos Lieja, Amberes,Deventer...
En el año mil quinientos setenta y dos, estábamos desplegados en el frente de Goes. Un asedio largo y sangriento en el que estuvimos muchos meses intentando doblegar al enemigo sin poder lograrlo.
Hasta que al Coronel Mondragón se le ocurrió cruzar un brazo de mar de la desembocadura del Escalda, que, con la bajamar, parecía hacerse transitable.
Alguien nos bautizó, a los tres mil hombres que cruzamos aquella lengua de agua, fango y corrientes traicioneras, los más bajitos en verdad, las pasaron putas, alguien nos nombró como el Tercio de las Ranas...
Ocho o diez millas de pelea contra la negrura que pretendía devorarte y contra el tiempo, ya que, si la marea subía, estaríamos todos perdidos.
Gracias al cielo logramos alcanzar el otro lado. El enemigo que asediaba a nuestros camaradas enrocados en Goes no podía creer lo que veía.
Tres mil empapados españoles se habían materializado de la nada y avanzaban contra ellos gritando algo así como: ¡...erra, erra...!
No creo que haga falta seguir explicando a vuestras mercedes.
Espadazos, carreras de un enemigo espantado ante las poquitas ganas de hacer prisioneros que teníamos los españoles, más gritos y más imágenes horrendas.
También más de aquella lejana sensación muy al fondo de la barriga.
Me aterra estar aquí y, al tiempo, no quiero estar en otro sitio.
La campaña contra los rebeldes se alargaría ya durante toda nuestra vida.
Schouwen, Zierikzee, Limburgo, Dalem, Maastrich... Viendo pasar por el mando a grandes hombres como el Duque, Juan de Austria, Requesens o Alejandro Farnesio.
Alcanzó Cristóbal el grado de Maestre de Campo de los Tercios Viejos el año ochenta y dos del siglo. Todos seguíamos llamándole el Coronel, algunos, le llamaban: el Viejo.
A fe que ya lo éramos...
Su última victoria fue a orillas del río Lipe contra el listo de Mauricio de Nasau que pretendía emboscar a nuestro astuto y valiente comandante.
El Coronel dejó que los confiados herejes tomasen posiciones para luego, cuando más tranquilos estaban, descargar sobre ellos una lluvia de pelotas de plomo.
- Toma Mauricio, por "espabilao"
Ya estaba muy enfermo aquellos días. Llevaba toda una vida de servicios leales al emperador y tenía el cuerpo marcado de cicatrices. Toda una vida de Tercios, de marchas, de batallas, de pesadillas, de encamisadas...
Cristóbal de Mondragón, mi amigo, mi Coronel, mi camarada, murió en la villa de Amberes un helado día de diciembre del año noventa y cinco.
Fiel servidor de su Emperador, leal camarada, valiente soldado, hombre recto y generoso...
Su única ambición, ser nombrado Caballero de alguna de las Órdenes Militares, no fue jamás satisfecha.
Sin su presencia ya no merece la pena seguir con este relato...
Un anónimo camarada y amigo de don Cristóbal de Mondragón.
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