Columna Goded. Barranco de Los Frailes. Sector Ixdaín.
Alhucemas, 11 de septiembre de 1925...
Amanece.
Un fogonazo rojizo asoma tras el horizonte y va iluminando, como si lo quemase despacio, el terreno ante mis ojos.
Hace fresco y la cercanía del mar lo inunda todo con el sabor del yodo.
Me recuerda el olor al pescado que solía freír, en la sartén vieja y renegrida, que nadie osaría arrancar jamás de sus manos frías y muertas, mi querida madre que Dios tuviera en su Gloria.
Quizás muy pronto vaya a reunirme con ella.
La idea, claro, me aterra. Morirse no es bonito para nadie... Morirse en la guerra resulta, además de estúpido, desagradable.
Pero, ¿aquí está uno, no...?
Pues eso...
Amaneciendo en tierra extraña y peligrosa con el mar a la espalda y por delante los enemigos más duros y tenaces de todo el Rif.
Porque son valientes los cabileños de Alhucemas. Decididos, astutos, implacables y saben siempre jugar con la ventaja del terreno.
De improviso retumba un estruendo en mi barriga, como cuando tienes hambre y el estómago reclama algo que digerir, pero no es hambre, es otra cosa.
Es un aviso, una alerta, una alarma sobre lo que está a punto de suceder.
Aquellas tonterías de adivinos y nigromantes parecen ahora terriblemente reales cuando las dimensiones se funden en un abrazo y, enredado entre las tripas, algo ancestral ruge desaforado.
Un instinto viejo que, como el metrónomo de un pianista desquiciado, marca el compás precipitado del tiempo que nos queda.
Un tiempo que, me temo, se nos está acabando.
El desembarco ha sido un éxito a pesar de las muchas bajas y las muchas dificultades. Los de la columna Ceuta las habían pasado negras para llegar a la Cebadilla y luego tomar posiciones desalojando a la bayoneta al enemigo de sus trincheras.
Nosotros, la columna Melilla, en Ixdaín, tampoco lo habíamos pasado mejor.
El enemigo había fortificado las playas, las había protegido con minas fabricadas con bombas navales y de aviación y sembrado cada barranco y cada trocha con posiciones defensivas y cañones ocultos que batían las zonas de desembarco y las rutas de salida.
Así que desde el principio un fuego nutrido y preciso se había desatado contra nosotros.
El sonido del chapoteo de las balas contra el agua, el estruendo metálico cuando acertaban contra las lanchas, el grito dolorido de los que alcanzaban, las olas batiendo contra tu cuerpo, como si el mar quisiera succionarte y alejarte de allí envuelto en una mortaja de agua salada. Los metros hasta la orilla que se hacen eternos, cada paso requiere un esfuerzo titánico, y no es el agua o el fango del fondo lo que te retiene, es el miedo, el miedo atroz a que te acierte una bala, o peor, a que te destroce un cañonazo.
Pero, sin embargo, ya que ni uno ni otro te alcanza, avanzas...
La espalda del compañero como guía, sus pasos, tu marca, tu sendero, alrededor otros camaradas siguen caminos similares y cuando, el primero cae, ocupan su lugar como antaño los hoplitas los huecos de la falange.
Así, metro a metro, trinchera a trinchera, avanzamos aquel día ocho, que parece ahora tan lejano, sobre las playas de Ixdaín y la Cebadilla, en pleno corazón del territorio enemigo.
El día que llegamos para devolverle a Krim, su visita a Annual, Arruit, Nador o Zeluán.
No ha sido nada fácil llegar hasta aquí.
La defensa rifeña ha resultado feroz en cada sector, en cada barranca, en cada chumbera. Enloquecidos se arrojan contra nuestras posiciones como lobos sanguinarios. No temen morir y lo demuestran en cada asalto.
Este amanecer del día once de septiembre no va a ser distinto...
Por dentro, entre los resquicios de mis entrañas, algo me grita, me advierte.
Alrededor mis camaradas deben sentir algo parecido ya que se distingue algo distinto en sus actitudes.
No hay chascarrillos ni bromas y las miradas entre unos y otros están cargadas de una terrorífica certeza.
Cada cual embutido en sus pensamientos, en su propio y particular mundo y todos, lo reconozcamos o no, rezamos.
Siempre anduvimos faltos de fe y ahora, tan cerca la Parca, rezamos como si Dios ahora fuese un amigo de toda la vida.
La brisa llega cargada con el aroma del romero y del tomillo, el mar golpea sereno contra las rocas desgastadas de la orilla y mece los barcos que se pueden ver más allá, anclados en la bahía. Manchas grises que se balancean contra el horizonte bailando un sensual tango con la espuma del mar.
¡Cómo me gustaría estar allí y no aquí!
No debo ser el único que piensa de esta manera, me digo.
Después otro refrán acude, como un pistoletazo, a mi cabeza.
¡Mal de muchos... !
Sonrío con mi propia broma.
Hace meses que no sonrío así.
Igual que un juez de pista dispara en las pruebas olímpicas, mi sonrisa casi infantil, se convierte en el pistoletazo de salida para que se desate sobre nosotros el infierno en la tierra.
La sonrisilla, claro, se borra de mi cara al instante.
El primer impacto de la artillería enemiga volatiliza al Sargento Peláez, al "Matraca" y al "Ojopollo"...
En un segundo sus cuerpos dejan de ser materia sólida y pasan al estado viscoso.
A aquellos a los que salpican sus restos les entra un ataque de histeria y comienzan a gritar desquiciados intentando quitarse del uniforme el ojo derecho del Matraca que los mira con reproche.
Al primer impacto le siguen más, muchos más...
Toda nuestra línea es batida con fuego de artillería. Un cañoneo preciso y continuo.
Algún cabrón europeo que debió aprender la técnica en el Somme o Verdún y la aplica ahora al servicio de los rifeños. El hijoputa.
Más ojos de camaradas que miran reprochando que nosotros sigamos vivos y ellos no, se han sumado a los otros cuando el bombardeo cesa para dejar paso al grito de guerra de los cabileños.
La tierra ensangrentada me cubre cuando calo la bayoneta en el fusil.
¡Clic-Clac!
Brilla el metal contra los pocos rayos de sol que logran atravesar la capa de humo y polvo en suspensión que cubre la línea española.
Difusas figuras grisáceas no avanzan, cargan contra nosotros entre la neblina.
Mi mente quiere alejarse de allí, escapar de aquella locura, pero mi cuerpo permanece clavado al terreno, como si un gigantesco imán me mantuviese pegado al suelo sin opción de moverme.
Los bultos grises son ahora más grandes y se oyen con claridad sus berridos inhumanos mezclados con el chirriar insoportable de las chirimías y el tronar de algunos tambores.
A mi lado llega una figura desgarbada. Es el Teniente...
El brazo izquierdo no está y en su lugar hay un horrible muñón ensangrentado que aprieta un trapo que gotea sangre sobre la tierra del suelo.
El oficial permanece impasible, ajeno a su terrible mutilación, y apunta sereno su revólver hacia los bultos grises y grita:
- ¡¡¡FUEGOOOOO!!!
El verdoso del uniforme de mis camaradas me rodea. Al cabo luchamos los unos por los otros...
Aquí, en el fango, se pelea por el compañero, el amigo, el camarada que, como tu, está allí y no en cualquier otro sitio.
También por aquellos cadáveres resecos que devoraron las alimañas, los miles de compatriotas insepultos que tapizaron los caminos desde Anual hasta Melilla aquel verano del año veintiuno.
A cincuenta metros el disparo del máuser resulta devastador y los bultos, ahora se ven parduzcos y puedo distinguir los ojos inundados de odio y las gumias que brillan en sus manos, caen hacia atrás empujados por la fuerza del impacto.
Toda la línea propia se estremece y se agita en movimientos de vaivén cuando la avalancha rifeña alcanza los pozos de tirador y nuestras débiles trincheras.
El choque es cuerpo a cuerpo. La línea se retuerce hacia atrás y hacia adelante como una víbora herida.
El griterío, indescriptible.
No hay sonido en el mundo que se le parezca, no hay nada igual al aullido que genera el estruendo enloquecido que producen los hombres matándose unos a otros.
Cuando introduzco el peine, el máuser despide un humillo azulado y quema tanto que mis dedos bailotean contra el metal recalentado.
El cerrojo cierra sin problemas pero, cuando intento apuntar, compruebo que ya no me hace falta.
El enemigo está sobre nosotros.
Llega la hora de la Señora Bayoneta... Cincuenta centímetros de acero ideado para removerse entre las entrañas del enemigo causando el mayor daño posible.
Es de lo que más aterroriza en el combate. Tener que clavarla... O que te la claven a ti.
Solamente distingo un turbante pardo y una chilaba oscura que se abalanza contra mi. Mi gesto es automático, basculo a la derecha, asiento los pies y clavo a la Señora Bayoneta entre las sorprendidas tripas de mi adversario.
- ¡Ugggg...!- dice...
No presto atención a los espasmos de las piernas mientras saco el acero de las tripas y lo apoyo contra la nuez de Adán.
Ya no me sorprenden las reacciones del cuerpo humano cuando se muere, ya no...
Otro grito a mi derecha...
El mundo se torna un tiovivo en el que los caballitos han sido sustituidos por puntas de bayoneta y cuchillos.
El aire que respiras está saturado de gotitas de sangre en suspensión y los oídos hace siglos que se taponaron y ahora solamente oyes un murmullo lejano o el berrido de algún enemigo que está demasiado cerca.
Al Teniente lo han dejado hecho filetes hace rato y solamente queda con vida algún Sargento o Cabo de la Compañía.
Les puedo oír gritar órdenes desesperadas.
Apenas veo lo que tengo delante, el humo lo cubre todo y cada paso es un paso hacia lo desconocido.
Algo cruje a mi espalda.
Es el brillo lo que me salva. El fulgor de la gumia en las manos del enemigo.
No pregunten, pero se distingue, es diferente el brillo de la bayoneta al del cuchillo...
Advertido por la diferencia no dudo.
Los ojos del rifeño me miran con sorpresa... No tendrá más de treinta años. Reza, creo, mientras compasivo extraigo despacio la Señora Bayoneta de su ingle y la apuntalo contra su pescuezo.
A mi derecha sucede la misma obra pero con distinto protagonista. El que grita de dolor y miedo, es de los míos...
Mis manos aferran el fusil, ya que es la única manera que conozco para vencer los temblores mientras la Señora Bayoneta gotea sobre el suelo dejando lágrimas rojas que marcan mi camino.
Los gritos pidiendo clemencia están más cerca.
Pero llego tarde.
Tres cabileños han agarrado a un compatriota con vida.
Contemplo cómo le rebanan el cuello como a un carnero el día de su fiesta grande.
El cuerpo cae desmadejado para desangrarse sobre el ardiente suelo africano.
Apunto...
Uno de los cabileños cae fulminado. Los otro buscan refugio desesperados.
¡Bang...!
El segundo cuerpo cae como un saco de harina.
El tercer enemigo ha logrado ocultarse...
Respiro con dificultad mientras la adrenalina anega mis arterias. Mi cerebro solamente genera un mensaje:
- ¡Tres disparos en el cargador....!
Luego caigo en la cuenta de que estoy casi al descubierto y que solamente la polvareda me protege.
Para confirmarlo el zumbido de una bala pasa muy cerca, demasiado cerca, de mi oreja izquierda.
Instintivo me arrojo a tierra.
La boca se me llena con el sabor reseco a tornillos oxidados, las rodillas braman doloridas y los codos gimen desollados, pero mejor aquello que un balazo en la barriga.
Apunto... ¡Crakc!
El percutor se parte. ¡Maldita sea!
Mi enemigo sonríe de oreja a oreja mientras me apunta con un viejo Lebel francés.
A nuestro alrededor la matanza continua.
El verde de los camaradas se mezcla con el pardo de los rifeños entre gritos de angustia, dolor, miedo y desesperación.
Relucen al sol los cuchillos y las bayonetas, los fogonazos de los disparos cubren la tierra, una traca continua que inunda el aire de plomo ardiente.
Uno de aquellas balas pasa a dos milímetros de mi cabeza. Apenas la oigo, solamente un leve siseo, un silbido del viento, un susurro de la misma Parca que roza mi oído y provoca que se me ericen todos los vellos del cuerpo.
El moro ha fallado...
Blandiendo mi fusil como una estaca y gritando como un poseso me arrojo contra mi adversario.
Es curioso, pero entre el torbellino de la batalla que se desata a mi alrededor, solamente escucho el sonido del mecanismo del viejo Lebel intentando acerrojarse.
¡Craacckk...!
Golpea la culata de mi fusil contra la cabeza del rifeño. El sonido que produce me recuerda a cuando, allá en el pueblo, subíamos al monte para escuchar partirse las ramas de los robles cuando no soportaban más el peso de la nieve.
¡Tengo que recargar...!- piensa mi mente de soldado- ¡Tengo que salir de aquí...!- piensa mi parte humana.
Se impone, claro, la supervivencia.
Desolado compruebo que, aparte del percutor, mi fiel máuser tiene quebrada la caja de los mecanismos y está inservible. Ya solamente puede usarse como pica.
Tampoco tengo ni idea de dónde estoy.
El movimiento del combate me ha llevado a no saber si me encuentro en mis líneas o metido hasta los huevos en territorio cabileño.
Todo el barranco y las crestas están cubiertas por el humo, los gritos, los fogonazos mientras retumba el tronar de la artillería, propia y extraña, que bate casi cada centímetro de terreno.
Sobrevuelan el cielo los aeroplanos arrojando bombas al enemigo y aquí abajo, nosotros, la fiel infantería, resistimos hasta el último de nosotros.
Avanzo con cuidado, atento a todo, con la Señora Bayoneta al frente, esperando el disparo que me arroje a tierra o la cuchillada inesperada y mortal de algún enemigo emboscado.
A mi derecha el sonido de un clarín de órdenes restalla sobre el estruendo de la batalla.
Sin dudar me encamino hacia aquel sonido, familiar, reconocible y amigo.
Un soniquete que me lleva, sin duda, hacia mis compañeros, hacia mis camaradas.
Y creo que ya les dije al principio que, al cabo, uno muere aquí junto a ellos, por ellos...
Fin
Imagen: Fotografía aérea de la playa de Ixdaín. Septiembre, 1925
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