sábado, 7 de marzo de 2020

¡A DEGÜELLO...!

Extremadura. Marzo de 1809...

Contaban que los Húsares gabachos eran los mejores del mundo y... Llevaban razón.

Lo habían demostrado en más de una ocasión, y de dos, desde que España se había levantado en armas contra el invasor francés.
Qué sorpresa se habían llevado el Emperador, sus generales y palmeros, los infantes, los húsares, los coraceros, los granaderos y toda Europa con aquel país atrasado al que despreciaban y que, pensaban todos, sería fácil de doblegar como lo habían sido Italia, Egipto, Austria, Polonia, las Provincias Unidas, Prusia y todo aquel que le había plantado cara al Corso y a su flamante Gran Armée.

España era distinta. Different que decían los ingleses.
Aquí las cosas no eran como en el resto del Continente. Con todo nuestro atraso, nuestro fanatismo, nuestros campos yermos, nuestras pestes y hambrunas, con nuestros gobernantes ineptos y reyes incapaces, con un imperio que se sostenía con alfileres y un cainismo innato que nos carcomía el alma, España, para sorpresa de todos, el primero el mismísimo Bonaparte, no se dejó invadir, ni doblegar, ni humillar y, al cabo, no se dejó vencer.

Solamente aquí, en nuestra tierra, se le plantó cara al invasor y, desde los ancianos a los niños, los hombres, las mujeres y hasta el paisaje, se rebeló contra la invasión.
¿Que las ideas francesas eran modernas y necesarias?
Desde luego, más, no impuestas, como decimos aquí, por cojones.
Así que a Napo, se le habían atragantado España y los españoles.
No hubo en toda Europa una nación que pelease con la obstinación, el valor y el desprecio por la muerte como lo hizo la nación española. Desde Finisterre a Gata, desde las Vascongadas a Andalucía, desde Extremadura a Valencia toda España se había alzado en armas y, pese a las derrotas, reveses y masacres que sucedieron, ni el Ejército ni los paisanos dieron nunca su brazo a torcer y, si nos mataban a mil en una batalla, acudían mil más a alistarse para seguir peleando, y los montes se llenaron de partidas de guerrilleros que causaban espanto entre los gabachos, y los pueblos y ciudades se convertían en bastiones frente a los que el poderoso ejército napoleónico se desangraba una vez y otra, sin que los generales franceses pudiesen explicarle al emperador aquella resistencia de aquel pueblo viejo y orgulloso que se extendía debajo de los Pirineos.

-Ya lo decía el Rey Sol -cuentan que confesó Napoleón en Santa Elena- en mi sangre, la parte que hierve, es la parte española.

Por eso, a pesar de ser los mejores del mundo, aquel día, cerca de Miajadas, a los Húsares del Emperador nos los pasamos, usando una expresión del pueblo, por la piedra.

El general Cuesta había tomado el mando del ejército y, a pesar de lo que de él cuenten, estaba poniendo a los franceses contra las cuerdas.
Habíamos cerrado el puente de Almaraz con lo que al presuntuoso general Victor no le había quedado más remedio que cruzar el Tajo por el puente del Arzobispo.
Cosa que, para qué negarlo, nos fastidió sobremanera ya que cada combate, escaramuza o rifi-rafe con los gabachos de tornaba en pesadilla sangrienta.
Como les dije antes, en España las cosas eran distintas, pero, nos enfrentábamos a la mejor Infantería, Caballería y Artillería del mundo, así que Cuesta ordenó el día dieciocho la retirada general.

No vayan a pensar ustedes que la retirada se hizo corriendo como conejos, de ésas alguna tuvimos y tendríamos algunas más, pero no aquel día.

Peleando palmo a palmo del terreno, los bisoños españoles, pues la mayoría de soldados eran apenas reclutas con mucho entusiasmo pero ninguna experiencia en combate, nos retiramos cara al enemigo.

Los gabachos aplicaron la regla de oro. A enemigo que huye, sablazos y cañonazos a espuertas. Sobretodo a un enemigo que, se retira, sí, pero que no enseña la suela de las botas y, encima, desangra las unidades con su valor.
Los franceses es que alucinaban como si hubiesen tomado una pócima de ésas que tomaba aquel famoso trovador Jaime Morrison. Sí, el que cantaba en los teatros antes de que lo fusilasen el tres de mayo...

El caso es que el Regimiento se retiraba al paso cuando vimos cómo los húsares gabachos perseguían y sableaban sin compasión a nuestros hermanos infantes.
Perteneciendo al mismo Arma, sabíamos que, a los "pisa-hormigas" los iban a hacer pedazos.

Entonces, calcorreando el caballo, el Coronel nos mira a todos con aquellos bigotazos y los ojos encendidos como dos carbones de Asturias y nos grita:

- ¡Caballeros... Ésos gabachos cabrones van a hacer pedazos a nuestros camaradas! Así que, ¡Sus y a ellos...!

Y ordena al corneta tocar a carga y se lanza al galope con todo el Regimiento detrás.
La verdad es que no gritábamos frases patrióticas ni almíbares de la Lengua. Más bien al contrario, cada jinete berreaba insultos de los que la parla castellana está bien surtido,
Palabras y blasfemias que harían enrojecer a un arriero y que, seguramente, San Pedro nos echará en cara cuando llamemos a las puertas del cielo.

Los gabachos, para qué les voy a mentir, no se lo esperaban.
Todavía se creían que, en España, las cosas iban a irles tan bien como les había ido en el resto de Europa.

- ¡Bah, Francois, a estos desharrapados atrasados nos los comemos con foie-gras!

Estaban ellos tan contentos, sablazo va y sablazo viene, haciendo posturitas para que después los pintase Delacroix y que les mirasen el paquete las damas europeas en Estrasburgo o París mientras contaban cómo se habían cepillado a aquellos españoles zarrapastrosos cuando, de repente, y por el flanco, que es por donde más jode una contra-carga de caballería, aparecimos los del Regimiento de Almansa echando espumarajos por la boca -caballo y jinete- gritando como desquiciados, los sables en alto brillando contra el sol extremeño y dispuestos a matar hasta al tamborilero.

- ¿Quest que cest eso que se acerca a toda leche, Gastón?

- Los españoles, Pierre... Y con una cara de mala leche que acojona...

El choque, como pueden imaginar, es brutal. Caballos enloquecidos, hombres más enloquecidos todavía, sablazos que cortan miembros y siegan cabezas, gritos, tripas colgando, miradas desorbitadas, polvo, sangre y mierda de caballo sobre la que caen los heridos y los muertos.

El suelo retumba, la luz se disgrega en gotas rojizas, en salpicones de sangre oscura, la cordura se pierde y solamente queda el sable, el caballo y tu brazo que se mueve automático, como si tuviese vida propia.

Corta, taja, pincha, corta, taja, pincha... Y así hasta el infinito y más allá como decía aquel famoso trovador.
Aquel día, cerca de Miajadas, Extremadura, España, los húsares del Emperador lo aprendieron bien.

Días más tarde lo aprenderíamos nosotros, para que les digo que no, si, sí...
Pero aquel día cerca del puerto de Santa Cruz, los gabachos se llevaron otra ración del valor a toda prueba, de la obstinación de un pueblo que se negaba a sucumbir sin luchar, del par de, ya saben, que los españoles le poníamos al asunto de la guerra.

Más de ciento cincuenta de sus flamantes y famosos húsares, tan emperifollados ellos, se quedaron para siempre abonando las viejas y nudosas encinas extremeñas.
Será casualidad pero todos murieron con la cara de sorpresa y sin llegar a creérselo del todo...

- Que nos están masacrando estos retrasados, mon capiten...

- Pues ya ves que oui, mom ami... Hasta en el cielo de la boca... Qué ganas tengo de que me destinen a Italia. Si salgo de esta, claro...

Y es que, como les llevo contando desde el principio, a despecho del francés y de Europa entera, España, al menos en asuntos de honor, es muy diferente a todos lo demás.

Más arcaica, sí, retrasada, también, menos ilustrada quizá, más, para desdicha de sus enemigos y orgullo propio, con más valor y determinación que cualquier otra nación del mundo.

Ahí están los libros de Historia para quien sepa leer y, sobretodo, ahí está nuestra Guerra de la Independencia, para quien sepa comprender.

Nadie en toda Europa se había atrevido a plantar cara al todopoderoso Napoleón Bonaparte, hasta que, para su desdicha, decidió el Corso, meter el hocico en aquella vieja tierra a la que algunos, aún nos atrevemos a llamar por su nombre:

España...

Un jinete anónimo al que, por feo, no sacó el Maestro Dalmau en su cuadro.


imagen: "La Degollá". Augusto Ferrer Dalmau.




Un caballero anónimo



























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