lunes, 5 de diciembre de 2011

LEPANTO

En mil quinientos setenta los turcos iniciaron una ofensiva en el Mediterráneo que pondría los pelos de punta al Papa Pío V y haría temblar al Dux de la Serenísima República.

Los otomanos cercaron la isla de Chipre y arrasaron las posesiones venecianas incluso se enseñorearon del sur de Italia.
Los venecianos, alarmados, pidieron ayuda urgente al resto de la Cristiandad pero Francia, queriendo debilitar el imperio español, se negaría en redondo, es más, incluso prestaría apoyo logístico a los barcos otomanos.
Una vergüenza y un deshonor para la “Grandeur de la France”.
Aunque ellos se lo callen, claro.

España era caso aparte.
Nunca se habían tragado los españoles y los venecianos pero el poder del turco crecía en el Mare Nostrum y el mismísimo Papa de Roma reclamaría al rey Felipe su ayuda en lo que había nombrado como Cruzada.
El Rey Prudente estaba dispuesto a detener el avance sarraceno en Europa y solamente impondría una condición al Pontífice:
El mando de la flota conjunta lo ostentaría su valiente hermano, Juan de Austria. 

Al unirse España a la llamada del Papa sus aliados naturales, Génova y los caballeros de la Orden de San Juan se sumarían también a lo que se denominaría de allí en adelante, la Liga Santa.
Pero como siempre pasa cuando se reúnen los cristianos para combatir por la cruz había disparidad de opiniones y de proyectos, surgían las discusiones, los celos, las envidias y las rencillas entre los generales y estaban a la orden del día las cuchilladas y duelos entre españoles, venecianos y genoveses que había en el puerto de embarque.

Es mucho lo que el Señor nos ayuda en tales situaciones porque si no uno no se explica las victorias.

Poco antes de la partida de la combinada llegaron noticias escalofriantes desde la ciudad de Famagusta, en Chipre. 
Allí, tras aguantar once meses de durísimo asedio, la ciudad había caído en poder de los turcos que no habían dejado cristiano con vida.Aquella matanza impresionaría tanto a la flota combinada que se juramentaron los hombres para vengar la masacre de Famagusta o morir en el intento.

La escuadra de la Liga resultaba impresionante.
La componían doscientas seis galeras, once galeazas, que eran unas naves de invención veneciana cargadas de artillería hasta los topes, a las que se sumaban más cien naves menores.
La flota llevaba embarcados a los soldados de los temidos Tercios Españoles al mando de capitanes como: Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez, y Miguel de Moncada.
Veinte mil infantes españoles que eran el verdadero poder y la mejor fuerza de combate de toda la escuadra.
Era tanta la desconfianza que tenía Juan de Austria en los aliados venecianos -que más de una vez y de dos habían llegado a pactos y acuerdos con los turcos- que ordenaría que las galeras de aquella nacionalidad se intercalasen con las líneas españolas mientras durase el combate. 
Luego repartiría por las galeras de la Serenísima cuatro mil arcabuceros veteranos, entre españoles, italianos y alemanes.

Amanecía el siete de octubre de mil quinientos setenta y uno. Juan de Austria se arrodillaba sobre las arrumbadas de la nave capitana, “La Real”, y los cincuenta mil hombres de la flota cristiana le imitaron. 
Entre ellos, en la galera "Marquesa", el grandísimo Miguel de Cervantes.

En aquel momento el viento que empujaba las naves turcas a toda vela se detuvo y el mar se quedó como una balsa de aceite.
La circunstancia obligaría a los turcos a tener que cambiar a la tracción de los forzados, a pesar de lo cual, las galeras de Alí Bajá continuaron volando sobre el agua.
Los turcos iban derechos y formados en una extensa media luna a por el centro cristiano. 

Por el camino las galeazas venecianas atestadas de cañones y de pedreros se despacharían a gusto sobre los barcos sarracenos consiguiendo que la línea turca se rompiese y que el primer contacto de ambas flotas se produjese en el ala izquierda cristiana.

Aquella banda la mandaba el bravo almirante veneciano Barbarigo, que, a costa de su propia vida, consiguió detener el impulso turco.

Mientras, en el centro de la formación don Juan se alegraba -y mucho- de la decisión que había tomado de embarcar a sus fieles arcabuceros en las galeras de Venecia. Las descargas cerradas y continuas desde las naves cristianas resultaba mortalmente eficaz.
Aunque Juan de Austria no tuvo mucho tiempo para preocuparse por el ala izquierda.
“La Sultana”, galera del mismísimo almirante Alí Bajá, había logrado poner su espolón contra la proa de la capitana española. 
Entonces fue cuando empezó la verdadera carnicería. 

Otras galeras -de uno y otro bando- se fueron abarloando a sus capitanas y así se formó una piña irreconocible de naves entrelazadas, aferradas las unas a las otras, con cientos y cientos de hombres que se acuchillaban sin piedad sobre las tablas ensangrentadas.
El combate duraría dos terroríficas horas.

Los turcos habían confiado en sus arqueros que disparaban cientos de saetas envenenadas por minuto pensando que los arcabuces en el mar no serian útiles.
Pero se equivocaron.

La impasible disciplina de fuego de los arcabuceros españoles causaría una terrorífica mortandad entre los turcos y el mismo Alí Bajá recibió siete pelotazos de plomo que lo tumbaron sobre las ensangrentadas tablas de su galera.
La infantería embarcada española demostró su disciplina bajo el fuego, la impasible arrogancia de los que habían conquistado un Nuevo Mundo, el desprecio por la muerte y un valor extremo durante todos los abordajes de aquel largo día.
Es la que vence en Lepanto digan lo que digan los italianos y los tudescos.

Habría un pequeño triunfo turco en el ala derecha cuando Uluch Alí, que era el último de los grandes capitanes sarracenos que quedaban con vida, atacó las galeras de Malta y por poco vuelve la tortilla del combate cuando estaba ya casi ganado.
Pero por allí estaba el Álvaro de Bazán, que mandaba la reserva, para desbaratar la intentona otomana.
Bazán socorrió a las de Malta y envió a Uluch Alí al fondo del Mediterráneo.

La victoria de Liga fue aplastante. Hasta el anochecer duró la persecución y degollina de turcos.
Muchos huyeron por tierra ya que la entrada al Golfo de Lepanto estaba en manos cristianas.
La Sublime Puerta había perdido más de treinta mil de sus fieles, doscientas naves de su escuadra y se desherraron a más de doce mil galeotes cristianos, muchos de los cuales se habían sublevado y ganado las naves que los aprisionaban durante la batalla.

La victoria en Lepanto frenó en seco -o en húmedo mejor dicho- el avance turco por el Mediterráneo y el sultán Selim II aprendió a temer, más que a nadie, a aquellos soldados barbudos y valientes que correteaban sobre las tablas de las galeras de España.

Después se disolvería la Liga y cada mochuelo a su olivo pero el Papa y Venecia podían respirar tranquilos porque ya no llegarían los infieles hasta las puertas de San Pedro.
Y no llegarían mientras estuviesen por allí los feroces e invencibles soldados del Rey Católico.

Porque para eso contaba la cristiandad con los soldados más duros y temibles de la Historia.
Aunque ni el Papa, ni Venecia, ni el propio Rey los merecían allí estaban siempre las espadas, las dagas, los arcabuces y los redaños de la fiel y leal infantería española.

A. Villegas Glez. 2011


Imagen: Lepanto...


6 comentarios:

  1. Siempre avanzando, heroicamente nuestra maltratada fiel Infanteria !

    Genial !

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  2. Muy bueno, como todo lo suyo, soy un ferviente lector.

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  3. La mejor infantería de todo el mundo, laiinfantería española, con dos cojones!!!!!

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  4. Muy buen relato, al final la victoria fue mas efecticta que efectiva ya que la flota otomana se rehizo en poco tiempo, pero no volvieron a tener el mediterraneo en sus manos

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  5. Si esto hubiese acontecido gracias a la Pérfida Albión, lo hubieran nombrado como Día de Fiesta Nacional, pero nuestra España..... ¡¡Ay nuestra España!!

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