miércoles, 6 de junio de 2012

LA GRANDE Y FELICÍSIMA ARMADA

Grande y Felicísima que así fue bautizada la armada que el rey Felipe ordenó reunir en Lisboa para llevar a cabo su ansiada expedición contra Inglaterra y su puñetera reina bermeja.
Lo de invencible se lo pusieron los ingleses y, al principio, no la nombraban así con sorna e ironía, si no con mucho miedo y con mucho respeto.
La llamaron invencible por que cuándo sus exploradores regresaban a sus bases navales, informaban alarmados de que la inmensa flota española avanzaba imparable hacia los puertos del Canal, y que ellos, a pesar de contar con barcos más ligeros, mejor artillados y con buenas dotaciones, no serían capaces de detenerla.

La razón principal del ataque contra la Pérfida era que Felipe estaba hasta los mismos aparejos de los ingleses y sobretodo de su reina Isabel, que, curiosidades que tiene la Historia, había estado a punto de convertirse en su esposa. 

Las malas lenguas y chascarrillos cortesanos aseguraban que la bermeja dormía con un retrato de su amado y añorado Felipe en el cabecero de la cama.
El caso era que los ingleses atacaban nuestras posesiones americanas, robaban nuestros galeones, apoyaban y financiaban a los herejes holandeses y, encima, se habían cepillado a María Estuardo.

Por eso el Rey le dio el encargo al veterano Álvaro de Bazán de que organizase una gran armada y proyectase un plan de invasión contra Inglaterra.
El glorioso y viejo Almirante presentó un 
plan gigantesco que necesitaría para llevarse a cabo ciento cincuenta galeones y más de trescientas naves de apoyo. 
Un golpe definitivo contra los puertos ingleses en el que destrozaría toda la armada enemiga mientras estaba anclada en sus bases.

Pero resultaba que no había tantos barcos en todo el Imperio y Felipe estaba muy ansioso  y muy impaciente. 

Su más  ferviente deseo era aplastar a los ingleses y quitar del trono a aquella maldita hereje que le estaba amargando la existencia. 
Y quería hacerlo ya, que para mañana era tarde.
Por eso le ordena al viejo Bazán que se busque la vida y que prepare la armada como sea y con lo que encuentre.

Una flota cuya misión sería la de recoger a los Tercios en los puertos flamencos para con ellos invadir Inglaterra. 
¡Que se iban a cagar esos estirados!
El rey le dice a Bazán que se busque las habichuelas en dónde haga falta y que rebañe lo que pueda en dónde pueda. 

También le aconseja que rece mucho a todos y cada uno de los Santos del cielo.

El de Bazán se puso de inmediato a la tarea, aunque por dentro algo le decía que aquella expedición estaba abocada al fracaso. ¡Las cosas no se hacían de aquella manera, pardiez!

Sin embargo el almirante aplicaría a rajatabla el refrán marinero que decía: “en dónde manda patrón…”
Escarbaría por los cuatro puntos cardinales del Imperio buscando y rebuscando barcos, cañones, hombres y abastecimientos hasta de debajo de las piedras. 
Como anécdota y curiosidad les contaré que al pobre Miguel de Cervantes, haciendo el oficio de cobrador, lo engrilletaron y lo metieron entre rejas por, supuestamente, haberse quedado con los dineros que recaudaba para la Armada.

Armada que poquito a poco se iba reuniendo en el puerto de Lisboa y que acumulaba problemas uno tras otro. 
Muchos de los barcos no eran los más adecuados, ni de lejos, para la dura empresa que se proponían, además el tiempo que se pasaban hacinados los marineros y los soldados de la infantería embarcada hacía que muchos enfermasen, que las provisiones se pudriesen en los almacenes y las bodegas y que el aburrimiento, el hastío y la pereza agarrasen, y bien,  por las pelotas a los treinta mil hombres que componían la expedición.

Para colmo de males el Marqués de Santa Cruz va y se muere…
Cuentan que le dio un patatús cuando comprobaba 
cada día como el Rey no hacía ni puto caso a ninguno de sus sabios consejos. 

El asunto es que la espichó -que el Señor le tenga en su gloria- y nombraron como sustituto al Duque de Medina Sidonia, que aunque era descendiente del bravo Guzmán el Bueno, no tenía el hombre ni pajolera idea de lo que era la guerra en el mar.
Es de justicia decir en su descargo que el Duque lo reconocía y lo asumía y desde el primer momento intentaría sin éxito -el pobre- escurrir semejante y peligroso bulto.
Pero el Rey le recordaría su estirpe guerrera y la procedencia de su bravo linaje, haciendo oídos sordos a los ruegos del de Sidonia:

- ¡Así que venga, Alonsito, a invadirme Inglaterra, ganarse honores y cubrirse de gloria!¡Y rapidito, Guzmán, que “pa” mañana es tarde…!


Así que el nueve de mayo del año mil quinientos ochenta y ocho, la Grande y Felicísima Armada zarpaba del puerto de Lisboa... 
O lo intentaba.
Porque un fuerte temporal impediría que los barcos saliesen del estuario del Tajo y la Armada quedaría toda desparramada y sin orden. 
Algunos, pese a tanto rezo y tanta devoción, empezaban a llamarla:
“La Gafadísima”.

Habría que esperarse casi un mes para que todo estuviese de nuevo dispuesto y preparado. 

Aquel retraso imprevisto solamente serviría para que la enfermedad, el gasto de provisiones y la baja moral se instalásen, más todavía, entre la madera de los barcos y la carne de los hombres.
En Lisboa los precios habían subido por las nubes y no se daba abasto para dar de comer a tantísima gente como había en la ciudad.

El veintiocho de mayo la Felicísima intenta de nuevo abandonar el puerto, lo consigue en pesado y lento goteo.
La flota navegaba muy despacio, mucho, demasiado, tan suave se desplazaba sobre las olas que algunos empezaron a llamarla: 
“La Lentísima”.

Y n
o es exageración, la flota tardaría en arribar al puerto de La Coruña, que era el punto de descanso, reabastecimiento y reunión, cuatro largas semanas.
Ni nadando se tardaba tanto. La enorme flota había sido sobrepasada una y otra vez por los pescadores gallegos que se descojonaban de la risa:

- ¡Mira Pedriño, la Armada…!
- ¡Non navega…!, a ese paso para cuando alcancen Inglaterra ya se vino el invierno...

Era el diecinueve de julio cuando se alcanza La Coruña y p
ara colmo de males y de reveses, muy cerca del puerto, con el Duque de Medina Sidonia mordiéndose la uñas en el castillo de su galeón, una galerna gallega, de ésas que da miedo verlas hasta por la tele, con olas espumosas y enormes, con vientos “hipo-huracanados” y con el mar diciendo: ¡aquí estoy yo, carallo!, la pesada, lenta y poco maniobrera armada se vio dispersada a los cuatro vientos. 
Algunos barcos se fueron al sur, otros al oeste, algunos se vieron arrastrados hacia el Golfo de Vizcaya y unos pocos compatriotas alcanzaron, dando bandazos sobre las olas, las mismísimas costas de Inglaterra:

-¿Qué hacemos ya aquí, Paco... Y tan solitos?
- ¡No sé compadre, pero qué mareo!¡… Buaaajjjj!

Se tardaría otro mes y pico en poder reunir todos los barcos. O casi.

Alonso de Guzmán enviaba, casi a diario, cartas al Rey, en ellas le solicitaba con mucha mano izquierda que suspendiese la misión, pero el monarca ni flores… 
Al contrario más prisas le metía al pobre Guzmán al que no le cogía ya el pescuezo en la gorguera.

Una vez reunida, de nuevo zarparía la flota con los gallardetes al viento, pero el tiempo pasado en La Coruña no les había regalado ni un solo nudo de velocidad y para cuando el último de los barcos abandonaba la seguridad del puerto, todos los hombres sin excepción llevaban un nudo enorme clavado en mitad del pecho.
¡Ahora sí -se decían- hasta la victoria o la muerte!

El día veintinueve de julio alcanzaron las Islas Scilly, que eran tierras pertenecientes a la Pérfida Albión. 
Los ingleses detectaron la posición de la flota, asunto que no les resultó demasiado complicado ya que el horizonte estaba cubierto de velas españolas.

El día treinta y uno con una flota de cincuenta galeones los ingleses trataron de acercarse a los españoles, de inmediato la Felicísima adoptaría, en una brillante y audaz maniobra que todavía se estudia en las academias navales del mundo entero -incluidas las inglesas, aunque ellos se lo tengan muy calladito- la formación 
defensiva llamada de media luna.
Los barcos ingleses ni pudieron ni quisieron acercarse a semejante muro de madera y de cañones y se limitaron a disparar de lejos, y eso sí, a abatirse como buitres hambrientos contra cualquier barco que se despistase de la inexpugnable formación española, que continuó su rumbo, impasible, hacia Calais.

El día cinco de agosto la flota recalaría en la ensenada de Gravelinas, el mismo lugar en el que hacía treinta años los españoles, con apoyo naval inglés -lo que eran las cosas- habían destrozado al ejército francés.
La madrugada del seis al siete de agosto -ahora sí- los ingleses atacaron con todo lo que tenían.
Galeones Reales, armados con los novedosos cañones de cureña corta, atacaron sin miramientos a la fondeada escuadra española y lanzaron una serie de brulotes incendiarios que causaron pavor y espanto. 
Entonces llegaría el desconcierto.

La causa principal se debió a que muy pocos capitanes respetaron las consignas que había dado el Duque de Medina Sidonia, que muy acertadamente había dispuesto defensas apropiadas contra los brulotes y dado órdenes muy estrictas de mantener la calma y sobretodo, la formación de la escuadra.
Pero muy pocos le hicieron caso aunque sus instrucciones fuesen las más correctas y acertadas. La indisciplina se había propagado igual que los incendios, y en mitad de la noche, entre llamaradas y gritos de espanto, una parte de la armada huiría despavorida.
Por el contrario algunos galeones resistieron los abordajes ingleses peleando como jabatos.

Al amanecer se comprobaría que el daño recibido no había sido tan grave como parecía en un primer momento, ya que solamente se habían perdido dos barcos y se habían contabilizado unos trecientos muertos
.
Sin embargo la oportunidad se había perdido y parte de la flota estaba dispersa y los barcos más dañados estaban siendo cazados por los buitres ingleses y las hienas holandesas que también se habían sumado a la fiesta.

Al Duque no le quedaría más opción que la de regresar a España por la única ruta que le era posible, ya que abrirse paso Canal de la Mancha abajo a cañonazos, hubiese significado un seguro suicidio, por aquella razón el de Medina Sidonia decidió que lo más seguro era bordear las islas británicas por Escocia e Irlanda. 

Lo que sería, a la postre, más suicida todavía.

Fue en aquel momento cuando llegó el verdadero desastre para los navíos españoles.
La travesía resultaba muy dura y muy peligrosa, bordeando una costa cortada a filo contra la piedra que era muy parecida a La Costa da Morte de Galicia.

Pero al Duque no le quedaba más opción, ya que al sur estaban los ingleses con las bodegas repletas de municiones y en las españolas apenas quedaban más que las ratas y el lastre.

Los enormes temporales del Mar del Norte harían pedazos los barcos mediterráneos. Las urcas y las naves menores que habían sido adaptadas, mal y pronto, para la campaña se hicieron migas contra las costas irlandesas, o se hundían como el plomo bajo las enormes y frías olas de aquel oscuro y lejano mar.
Los náufragos correrían muy diversa suerte. La mayoría serían ahorcados nada más ser capturados en las mismas playas, asesinados casi todos sin compasión excepto algunos que serían acogidos y protegidos de los impíos ingleses por algunas comunidades irlandesas. 

La cosa varió según la estrella de cada cual.
De las ciento treinta naves que habían salido de Lisboa consiguieron regresar a España unos ochenta barcos, que llegaban en grupos o solos y todos destrozados por la travesía y con los hombres con más hambre que el perro del afilador, enfermos y, encima, humillados por la derrota.
Aunque, la verdad, más que derrota aquello había sido una cagada nuestra.
Una cagada de las gordas…
Pero siendo España pues como que ya estábamos acostumbrados.

Además, y esto es mucho menos conocido y mucho menos estudiado, Inglaterra sería la que perdería aquella guerra, viéndose obligada a firmar -por huevos- el muy favorable tratado de paz de Londres del año mil seiscientos y cuatro.

Basta acordarse de que, tan solo un año después del desastre de la Felicísima, Isabel de Inglaterra envió contra España a su no menos infeliz Contra-Armada, y que aquella flota británica sí que tuvo que pelear contra los españoles más que contra los elementos, para regresar, lo que quedó entero que no fue demasiado, más vapuleados y humillados de lo que había hecho nuestra Armada. 
Y eso que la expedición inglesa era mucho más numerosa y estaba mucho mejor armada que la nuestra, pero, claro, los ingleses no le pintan cuadros ni le hacen novelas ni poemas a aquella Contra- Armada. 
Nosotros a la nuestra, menos todavía...

Al poco tiempo de todo aquello los marinos españoles capturaron el famoso navío inglés “Revenge” muy cerca de las islas Azores. 

Además en el Caribe se apaleaban a base de bien a los piratas con el nuevo sistema de convoyes escoltados, Pedro Zubiaur destrozaba a los ingleses en Blaye y
la flamante expedición de Drake y Hawkins contra el Caribe Español se saldaba con una humillante derrota inglesa y con las playas caribeñas cuajaditas de despojos de los casacas rojas y de restos humeantes de barcos ingleses hechos papilla por la artillería española.
La sal en la herida británica la pondrían los soldados españoles que desembarcaron en la región de Cornualles para sembrar el terror y el espanto en aquellas tierras herejes.

Esta fue, a grandes rasgos, la historia de la Grande y Felicísima Armada, llamada, con retranca, la Invencible por los ingleses y demás herejes.
Invencible que ni fue destrozada por aguerridos y nobles marinos rubios y pecosos, el famoso Drake, por ejemplo, y con todo lo que les cuenten, no nos hundió ningún barco y más bien se pasó la campaña esquivando a los galeones españoles que lo perseguían con ahínco para echarlo a pique.


Igual que Rusia tiene al General Invierno ellos tienen El Canal… 

Y nuestro buen rey fue incapaz de verlo... 
Como desde El Escorial no se puede ver el mar…

A. Villegas Glez. 2012





1 comentario:

  1. !que lastima de españoles si tuviésemos buenos dirigentes!

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