miércoles, 4 de julio de 2012

ASÍ MUEREN LOS HÉROES...

El calor pegaba la camisa verde sobre el pecho sudado de los legionarios que, mayestáticos, permanecían en formación y en espera de las palabras del hombre que les llevaba mandando poco más de seis meses.
El Teniente Coronel era un hombre muy culto, educado y preparado, además de un valiente soldado y un eficaz oficial. 
Un español nacido en Zaragoza que solamente por su imponente presencia física ya causaba respeto, luego una profunda y sincera admiración inundaba a todo el que le trataba.
El oficial miraba a sus hombres casi de uno a uno, y a pesar de que había tres Banderas en la formación, cada uno de los legionarios se estremecía imaginando que el Jefe les estaba mirando a él y no a otro.
Se estremecieron más todavía, hasta el tuétano de los huesos, cuando el oficial empezó a hablar contándoles que, en lo alto de la loma de Tizzi Assa, en la posición llamada: Blocao Benítez, los valientes soldados del Regimiento de Infantería de Isabel la Católica, llevaban resistiendo el duro asedio al que los tenían sometidos los moros todo el mes de mayo.

Aquellos "pistolos", sin agua, sin munición y solos en mitad del territorio enemigo les estaban enseñando al enemigo lo que valía la Infantería española.
En los mensajes del heliógrafo solamente pedían municiones, agua y víveres para poder seguir resistiendo ya que, en el blocao, nadie quería rendirse...

Así que los legionarios, fieles a su Credo, debían llegar hasta la posición para socorrer a aquellos valientes que seguían defendiendo, con uñas y dientes, la bandera roja y amarilla que ondeaba sobre sus cabezas.
¡No se les podía abandonar a su suerte!

Algunos de los duros legionarios lloraron de emoción cuando terminó la arenga de su Jefe y a
 todos y cada uno les nacía desde lo más profundo del corazón unas ganas locas de subir hasta la ensangrentada loma de Tizi-Azza y sumarse a la defensa junto con aquellos valientes:

- “Llevaremos el convoy o pereceremos todos en el intento porque nuestra raza no ha muerto todavía…”
Alrededor del oficial volaron los chapiris hacia el cielo africano.


Los moros oyeron aquellos gritos enardecidos y dentro de cada trinchera, parapeto, cueva y barranca, un frío glacial les recorrió la espalda.

La mañana del cinco de junio de mil novecientos veintitrés amaneció luminosa, con los pinos, el romero y el tomillo inundando el aire de olores mediterráneos. 

Al muecín de la cábila de Tarfesit se le oía rezar en la distancia. 
Aquella fue la señal de salida para las columnas de Regulares y de Legionarios que comenzaron el avance contra las posiciones enemigas.

Era un asalto de los duros, con el camino lleno de recovecos desde los que les disparaban, de huecos desde los que aparecían los kabileños con la gumia entre los dientes, un camino cuajado de trincheras y de pozos de tirador que convertía el avance en un goteo incesante de muertos y de heridos.
Los contendientes se destrozaban sin compasión.

A la bayoneta, a cuchillo, a base de granadas de mano y de tiros a quemarropa, entre el sudor, la sangre, el polvo y las chumberas.

En la Loma Roja el avance español se ve detenido por un muro de fuego. 
Los rifeños apostados en las alturas disparaban descargas cerradas y precisas que acababan con todo el que intentaba subir la cresta.
Se apiñaban los hombres en la barranca a los pies de la loma mientras los moros disparaban a placer y las líneas se tambaleaban. Algunos hombres retrocedieron espantados.
Parecía que, de nuevo, los valientes del Blocao Benítez tendrían que apañárselas ellos solos. 

Parecía que los kabileños volvían a ganar.
Pero no. 

Entre la nube de disparos y cañonazos, entre el polvo y el humo, apareció de repente la imponente figura del Teniente Coronel con la pistola en la mano que salía enardecido de su refugio, una piedra gorda acribillada a balazos, y enarbolando el gorrillo legionario en la otra mano gritando con el pecho inflamado que rebosaba valor y heroísmo:

- ¡¡¡ A mí los valientes!!! ¡¡¡Viva La Legión!!!  


Gritaba el oficial hasta desgañitarse mientras corría, a pecho descubierto, loma arriba contra las trincheras enemigas.
Los primeros que le siguieron, dando bayonetazos y pagando tiros como demonios fueron los enlaces, oficinistas y oficiales de su Plana Mayor.

Detrás, los siguieron cientos de legionarios echando espumarajos por la boca, gritando barbaridades y dispuestos a llegar a la cima o hasta el infierno.

Los duros combatientes kabileños recularon espantados ante la masa verde que se les echaba encima, turba que no dejaba tras de sí más que agujeros llenos de enemigos destripados.

Aunque los españoles también pagaban el precio. 
Y, ¡qué precio!

Valenzuela es alcanzado de lleno por una descarga. Siete balazos se clavaron en el pecho valeroso. 

El héroe cae contra el polvo africano y el enemigo quiere llevarse el cadáver para profanarlo, para hacerlo pedazos con sus cuchillos.

Ya estaban los moros casi encima del cuerpo cuando los cornetas de la Compañía que quedaban con vida se abalanzan contra ellos y los detienen a dentelladas hasta que caen todos abatidos defendiendo el cuerpo sin vida de su oficial.

Un joven Alférez de nombre: Pablo Sendra, reúne a los veinte hombres que le quedan de su Sección, rodea el cuerpo de Valenzuela y de los que tan bravamente lo habían protegido y allí morirán todos defendiendo el Espíritu Legionario de no abandonar jamás a un hombre hasta perecer todos…

Los moros no consiguen echarle mano al cadáver. T
ampoco resisten el arrollador ataque que había encabezado el héroe.
Se logra traspasar la Loma Roja, el barranco y el poblado de Tizzi Assa, se llega hasta el blocao y se meten municiones, víveres, refuerzos y agua en la acosada posición.

Desde el cielo de los valientes, el Teniente Coronel Valenzuela miraba orgulloso a los hombres que enarbolaban la bandera de España.
Miraba abajo y sonreía mientras pensaba que todavía había esperanza y futuro, que no todo estaba perdido ni acabado, que mientras hubiese hombres así, como los de allí abajo, era cierto lo que les había dicho a sus legionarios:

Que nuestra raza no había muerto… Todavía.

Al menos no lo había hecho el cinco de junio de 1923, cuando teníamos oficiales como él y soldados como los que le siguieron a la muerte sin dudar un momento aquella luminosa mañana africana de hace ahora ochenta y pocos años…


A. Villegas Glez. 2012

Imagen: Fotografía del Tcol. Valenzuela


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