martes, 10 de julio de 2012

EN EL FIN DEL MUNDO. Expediciones españolas en el Pacífico Noroeste (II)

Una vez acabado el no sé cuántos conflicto con los ingleses, Nueva España, que había estado pendiente solamente de proteger el Galeón de Manila y la ruta hacia las Filipinas, volvía de nuevo a mirar al norte.
Las noticias sobre asentamientos permanentes de los rusos resultaban alarmantes y, además, los navíos ingleses se paseaban por nuestras aguas como Pedro por su casa.

Así que en marzo de mil setecientos ochenta y ocho zarpaban desde Puerto San Blas, el “Princesa”, al mando de Esteban José Martínez y el “San Carlos” con Gonzalo López de Haro.

Se daba el curioso caso -¿algo raro entre compatriotas, verdad?- de que los capitanes no podían ni verse el uno al otro y siempre que lo hacían acababa el encuentro en acaloradas disputas que, en más de una ocasión, les había llevado incluso a desenvainar los sables. 
Las dotaciones de cada barco, entre los que se encontraba como Segundo al mando y Piloto del “San Carlos”, José María Narváez, se persignaban mucho y tomaban partido- ¿qué raro, verdad?- por uno u otro bando siguiendo la española costumbre de dividirnos en facciones irreconciliables.

Sin embargo, y a pesar de las desavenencias, los desacuerdos y las discusiones por cualquier motivo, la expedición alcanzaría la bahía del Príncipe William en el mes de mayo. 
Cambiaría luego el rumbo al oeste para ir en busca de las factorías rusas y alcanzarían la isla de Kodiak en junio. 
Allí los esquimales les cuentan que muy cerca habían montado un gran campamento los cazadores blancos.

De Haro envía a Narváez para que se reúna con el oficial ruso de más alta graduación que encuentre en la bahía de Los Tres Santos, que era el enclave en el que los eslavos habían montado una enorme factoría para el procesado de pieles.
El ruso recibiría a Narváez y se pondría tan contento, que decide regresar junto al Segundo para entrevistarse y conocer al capitán.
Delarov, que así se llamaba el simpático y parlanchín oficial, informa a los españoles de que había seis factorías iguales y que la intención del Zar no era solamente la de quedarse allí, si no la de desparramarse más hacia el sur.
También les cuenta, entre tragos a un buen vino español, que una poderosa flota va a ocupar la isla de Nutka para construir allí la base de operaciones desde la que se extenderá el imperio ruso por la despoblada norteamerica.

Días después la expedición española se reunía de nuevo cerca de Unalaska, los barcos se habían separado con la excusa de poder explorar más territorio, aunque la verdad era 
que todo había sido para evitar que los capitanes acabaran hundiéndose a cañonazos.

Martínez había recibido la misma información de los rusos que tenían montada en Unalaska su más importante factoría peletera y que hasta mapas de la región le habían regalado. 
Mapas españoles robados o malvendidos y que que, el pobre Martínez,  miraba con mucha preocupación: 

- Entre éstos y los ingleses al final nos echan hasta más allá de Veracruz, ya verás- pensaba.

En agosto abandonarían Unalaska rumbo a casa.
La tensión entre De Haro y Martínez llegaba a tal extremo que se decide que lo mejor, de nuevo, era que cada barco navegase a su aire, como si no se conociesen de nada.
Martínez llegaría el primero a Monterrey, que era el punto de encuentro, y allí esperaría a sus compañeros.
De Haro se pasaría lo acordado por el forro de los aparejos y navegaría hasta el puerto de San Blas sin pasar por Monterrey.

El barco de Martínez llegaría casi un mes después y e
ncima el capitán sería acusado injustamente de faltas graves, de indecisiones y de cobardía.
Todo eran mentiras que quedarían convertidas en humo al año siguiente.

El Virrey de Nueva España lo pondrá al mando de una nueva expedición que tiene por objeto ocupar la isla de Nutka para evitar así que caiga en manos rusas, o peor, inglesas.

Con Esteban José Martínez como Comandante y De Haro de Segundo -que como podrán imaginar iba el hombre que trinaba, comiéndose las uñas de rabia y de indignación- zarpaban en febrero de mil setecientos ochenta y nueve directos a la isla de Nutka, que los españoles esperaban encontrar casi desierta pero en la que había más gente que en un zoco moruno.
Atracados en mitad de la rada había dos barcos.
El primero era de unos avispados colonos norteamericanos de los que solían comerciar con los indios y que, según su capitán, estaban allí refugiados a causa del mal tiempo aunque luciese un esplendido sol septentrional.
El otro barco era un paquebote inglés que pertenecía a un tal, John Meares.

El capitán Martínez no se cortó ni un un pelo. 
Ordena apresar el barco inglés, requisar la carga y expulsar sin contemplaciones del territorio español a los que, hasta hacía dos días, habían sido nuestros enemigos. 
Y gracias John Meares, que no te mando colgar de una verga- pensaba el capitán Martínez.

En la isla de Nutka se alzaría entonces un asentamiento que contaría con un pequeño fuerte, casitas y huertos.
Sobre aquella fría y lejana tierra se izó la enseña de España.

Al año siguiente se enviaron refuerzos.
Llegaron Francisco de Eliza con el navío “Concepción” y Manuel Quimper con el “Princesa Real”.
Venía con ellos la Compañía Catalana de Voluntarios, que fueron los que construirían el Fuerte San Miguel y se convertirían en los soldados españoles destinados más al septentrión del Mundo.
La isla de Nutka paso a ser la base para el aprovisionamiento y el descanso de nuestros exploradores que seguían abriendo camino como lo llevaban haciendo tres siglos.

A la isla llegaría la famosa expedición de Malaspina durante su búsqueda del Paso del Norte, más tarde también la visitarán hombres como, Cayetano Valdés y Alcalá Galiano durante su viaje buscando el mismo objetivo.

Sin embargo la ocupación de la isla de Nutka había provocado que a los ingleses les saltasen todos los plomos.
La Cámara de los Pelucones escuchó, muy indignada, dolida, solidaria y compungida, el relato que el capitán Meares les hizo de cómo los abusones españoles habían llegado para robarle su barco.

Inglaterra de inmediato olisquea el enorme y beneficioso negocio, además de nuevas tierras que anexionar a su imperio, y pone en alerta a su flota.
El guante estaba echado.

En España, Floridablanca, en un órdago desesperado, apelaría, o lo intentaría el hombre, a nuestros supuestos aliados franceses y a los Pactos de Familia que ambas naciones tenían suscritos. 
Aunque aquellos acuerdos solamente habían servido para hacer más poderosa a una de las partes a costa de hacer más miserable a la otra, pero en fin, era lo que había -pensaba el buen y sabio ministro español.

Pero en París el monarca francés se asomaba a una ventana que daba a la plaza de las Tullerías, que era por casualidad donde estaba instalada la guillotina, y se hizo el sordo, el mudo y el ciego.

La Asamblea había rechazado ayudar a los españoles en caso de conflicto:

- Y tú, Luisito, ojo con lo que solicitas...- le decían los revolucionarios mientras le medían el gaznate.

Así que nos vimos solos...

A España no le quedó más remedio que llegar a un acuerdo con los ingleses, que, si eran duros en la pelea, en la negociación lo eran más. Y si tenían detrás más barcos, más cañones y más dineros, pues qué les voy a contar.

Sin embargo las negociaciones transcurrirán en un clima de afecto y de respeto mutuo, cosa extraña entre dos naciones que se odiaban a muerte desde hacía siglos.
Pero es que, entre unas cosas y otras, en Francia al rey Luis lo habían quitado del tabaco y toda Europa, al menos todos los monarcas de Europa, habían sufrido un repentino sentimiento de solidaridad ante la perspectiva de que sus respectivos pueblos tomasen ejemplo de los franceses.
Así que ahora, y de un plumazo, éramos aliados contra los gabachos regicidas.

España abandonaría su asentamiento en Nutka y renunciaría a sus derechos al norte del continente.
¿Ya tenéis bastante no?- decían los ingleses entre risillas tontas sin querer acordarse de que, muy pocos años antes, un tal Blas de Lezo les había dado una soberana paliza bajo las murallas de Cartagena de Indias impidiendo que los ingleses pusieran los pies en Sudamérica.

En el año mil setecientos setenta y cinco la Compañía Catalana arriaba por última vez nuestra bandera del Fuerte San Miguel.
Jamás volveríamos...

Para finalizar un dato desconocido y muy curioso.
La actual isla de Vancouver, a la que pertenece la pequeña isla de Nutka, se llama así en honor del diplomático inglés al que le había tocado cerrar aquel acuerdo con España.
En dicho tratado -y escrito está- la isla debería llamarse: Bodega y Vancouver , puesto que tal honor había sido compartido con el oficial español que también había rubricado el tratado. 

Lo que pasa es que la memoria de George Vancouver se encuentra resguardada, protegida, amparada, mimada, recordada y enseñada en los colegios.

Juan Francisco de la Bodega y Quadra era español y encima criollo.
No me extraña que nadie se acuerde.

© A. Villegas Glez. 2012


Imagen: Desde un satélite la costa de Alaska y algunos enclaves de nombre español.

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