martes, 1 de enero de 2013

LA PRIMERA HERIDA. La Escuadra Arregui III

El asedio de Mastrique se estaba convirtiendo en una pesadilla. 
Los holandeses aguantaban el tipo y resistían como leones enrocados en los revellines y las murallas. El asunto de tomar la plaza no estaba resultando sencillo ni fácil y los soldados del Rey Católico pagaban con sangre, sudor y grandes trabajos el intento de conquistarla.
Se comentaba mucho en las fogatas soldadescas que el General Farnesio no había ordenado ya el repliegue, por no deshonrarse ni él ni a las banderas que ondeaban en cada campamento del ejército imperial.

¡Pardiez, la honra… !

Qué palabra tan cargada de significado. Una palabra sagrada en el diccionario de cualquier español de este siglo, y se lo dice a vuestras mercedes un simple mochilero que no tiene siquiera pelos en la barba, pero que ya conoce de primera mano la diferencia entre conservar la honra -y pelear por ella- 
o ser un cobarde al que todos desprecian, uno de los que siempre reculan ante las moharras enemigas o que desaparecen como fantasmas entre la bruma flamenca cuando se piden voluntarios para cualquier misión arriesgada.

Por aquella palabra seguíamos chocando contra las murallas holandesas, desangrándose los Tercios españoles, borgoñones y tudescos que rodeaban la ciudad contra la cabezonería rebelde y sus muy bien defendidos glacis y adarves. 
Por la honra y por la mala leche que acumulábamos dentro de las tripas, una ira oscura y densa que provocaba que solamente deseáramos, más que nada en el mundo, entrar a saco en la ciudad y no dejar a nadie con vida.

Los defensores de  Mastrique nos veían y sabían lo que se les había venido encima y por eso luchaban con tanta ferocidad. Una parte de mí admiraba a aquellos herejes, a fin de cuentas ellos también defendían su honra y la de su nación.
Otra parte de mi alma, por el contrario, los odiaba a muerte y supongo que los mismos sentimientos encontrados y contradictorios los compartíamos todos los hombres que asediábamos la ciudad, aunque lo de la admiración, si es que existía tal cosa, cada cual se la guardaba muy para sí mismo y el odio, sin embargo, se podía mascar en cada gesto y en cada palabra y crecía exponencialmente con cada asalto rechazado, con cada cañonazo que alcanzaba nuestras posiciones y con cada campanada que tocaban los de Mastrique cada vez que un nuevo intento imperial terminaba en desastre.

La escuadra Arregui se había visto muy mermada por los combates cayendo los camaradas uno tras otro. 
De los que había conocido tanto tiempo atrás, cuando un día decidí correr tras aquellas hermosas banderas ajedrezadas, solamente quedaban con vida Arregui, vascongado de voz de trueno, cejas espesas y barba con destellos bermejos, Guzmán de Sevilla que era simpático, pícaro, bebedor de todo lo líquido del mundo escepto de agua, delgado, alto, rubillo el escaso pelo que le quedaba y experto espadachín -el mejor del ejército- ya que era maestro en el dominio del arte de la Verdadera Destreza, pero por culpa de su carácter mujeriego, vividor y pendenciero estaba alejado de los palacios de los nobles y de la Corte de Madrid, de la que había tenido que salir corriendo tras unas "discusiones de sábanas" -que así las llamaba el sevillano- con damas de la Reina de por medio. 
Era un figura el viejo Guzmán y un servidor le admiraba profundamente. 
Era también un voraz lector sería el que me enseñase a poder hacerlo, y pardiez, no hay mayor placer en la vida que poder expresar lo que sientes escribiéndolo o poder leer lo que otros han sentido o imaginado.

Martín de Badajoz, que era un extremeño grande como un toro e igual de fuerte, era el tercer hombre que quedaba vivo de la escuadra original, los demás se habían ido quedando en cualquier rincón de Flandes con dos metros de barro holandés sobre ellos para toda la eternidad. 
El último en caer había sido Alonso Aljibe, el asturiano, al que se habían cargado los holandeses de un mosquetazo durante el no sé cuántos intento de asalto a las murallas, junto a él habían caído setecientos camaradas barridos por la artillería enemiga.

Ahora en la escuadra había seis soldados nuevos, además de mí, claro, el mochilero, el niño que ya no lo era tanto, que forrajeaba y abastecía, que iba con ellos a las caponeras para excavar bajo el fuego holandés y que rezaba -y mucho- en cada ocasión de peligro.

Aquel día estábamos descansando, cosa extraña en pleno asedio, todos metidos en la cabañuela destartalada que nos servía de refugio, el fuego crepitaba contra una olla renegrida en la que se cocían unos nabos con algunos escasos trozos de tocino, olía a potaje y a sudor, a roña, a miseria, a sangre coagulada, a pólvora, olía a barro y a mierda. 

Los bultos que había tirados por el suelo apenas se movían, todo era un revoltillo indescifrable de barbas hirsutas, sucias y llenas de pegotes de barro reseco, de piojos, ropa raída y chapeos agujereados, mantas viejas repletas de chinches, caras delgadas y ojos de hambre.
Casi todos dormían, o hacían el intento, que en campaña el soldado no sabe jamás cuando puede comer o dormir, así que cada ocasión se aprovecha al máximo para lo uno o lo otro.

Por encima de todo aquel desolador escenario relucían, limpias y afiladas, las espadas y las dagas que iba dejando apoyadas contra la pared de madera después de haberlas limpiado y pasado la piedra por cada una de las mellas del metal. 
Casi había acabado de engrasar los tahalíes y los cinturones de buen cuero español y de limpiar las cazoletas y los serpentines de los ocho arcabuces con los que contaba la escuadra, cuando apareció a mi lado, como un espectro que olía a vino agrio, el vizcaíno.
Era enorme, colorado y con una sonrisa sibilina que se le dibujada en el rostro que surcaba una cicatriz desde la oreja izquierda hasta la comisura de la boca:

- ¡Límpiame las botas mochilero…!- me gritó al tiempo que me lanzaba las embarradas y recosidas botas contra la cabeza, el hideputa.
- ¡Ése no es mi trabajo señor soldado…!- le respondí mientras trataba de mantener la sangre fría.
- ¡Pardiez, o las limpias o te mato…!

Se me hizo un nudo enorme en el pecho y una angustia atroz me inundó el alma. Sentí miedo, ¿a qué negarlo?, sin embargo, todavía palpitaba dentro de mi corazón enardecido el combate contra el holandés y las muchas puñaladas que le había dado, por eso, temblando y rezando por dentro para que el temblor no se me notase, me puse de pie, agarré fuerte una de las espadas que había contra la pared, planté los pies en el suelo, como me había enseñado a hacer Guzmán de Sevilla y dije, aparentando una seguridad que no tenía:

- ¡Cuando gustéis señor soldado...!

El vizcaíno, que llevaba en la escuadra muy pocos días y a nadie le había caído en gracia, se adelantó dos pasos pero entonces pareció caer en la cuenta de que su espada y su daga estaban en mi poder, o casi, puesto que lanzó una evidente mirada hacia la pared en la que se apoyaban los aceros como quien de pronto recordaba a un viejo amigo.
Los soldados viejos resultan peligrosos precisamente por eso, por viejos y experimentados.
El vizcaíno empezó a moverse muy despacio trazando un círculo y yo, pardillo de mí, a trazarlo con él sin darme cuenta de que lo único que buscaba era poder alcanzar alguna espada para ensartarme como a un espetón.
Para cuando quise darme cuenta el vizcaíno ya había agarrado una espada y sonreía tan frío que los huevos se me encogieron hasta que dejé de sentirlos de tan helados como se me habían quedado, el vizcaíno, igual de frío que mis pelotas, me repitió:

- ¡Limpia ésas botas o te mato…!- ¡pardiez que lo decía en serio!, pero yo no dudé un instante.
- ¡NO...!
- ¡Maldito hideputaaaa….!

Gritando aquello se abalanzó contra mí como un rayo y en menos de un parpadeo tenía el músculo del brazo derecho atravesado y había dejado caer mi espada al suelo.
Dolía como si mil caballos te pisotearan, desde el brazo mi propia sangre, roja y fluida, goteaba sobre el suelo, sin embargo su visión no me afectaba ni tan siquiera el terrible dolor que sentía, solamente el fétido aliento del vizcaíno y su sonrisa me arañaban el alma.
En un rápido movimiento tiró de la espada hacia atrás, y entonces sí que el dolor sumado al enorme chorro de sangre que salió de mi brazo, abatieron todas mis resistencias y grité de dolor, de vergüenza y de miedo.

Mi grito angustiado despertó a los que estaban dormidos.
Arregui no abrió la boca, solamente contempló la escena durante un instante. Un servidor 
cayendo al suelo gritando como un cochino capado, chorreando sangre del brazo y al vizcaíno sacando la espada y haciendo el movimiento para terminar de rematarme. 
Yo lo contemplaba todo con ojos turbios pues sentía que se me escapaba la vida y apenas tenía fuerzas para mantenerme consciente, pero no quería cerrar los ojos, aunque los párpados me pesaran como el plomo, y mi lucha por mantenerlos abiertos hizo que se me llenasen de lágrimas.

Entre ellas vi al Cabo Arregui sacar su pistolón del cinto. 
Siempre dormía con aquella pistola al lado, era un viejo recuerdo de cuando había estado embarcado en la Flota de la Guarda de Indias. Arregui se lo había quitado a un famoso pirata que, muy listo el inglés, había confundido a un galeón español artillado hasta la perilla y erizado de picas de la infantería embarcada, con una achacosa, lenta y desarmada carraca de transporte.
El pirata y toda su tripulación habían pagado el error con la vida y por eso yo podía ver ahora, entre las nieblas de mis propias lágrimas, a Arregui tirando hacia atrás del perrillo de la pistola -¡Claaac!- para luego acercar, el enorme boquete del cañón, a la cabeza del vizcaíno.

El estampido retumbó en la cabañuela.
El vizcaíno había girado la cabeza y había hecho el gesto de intentar articular un: ¡NO...! 
Pero el gesto y la boca fueron a parar contra la pared igual que la metralla de un cañonazo, los sesos del vizcaíno habían salpicado en todas direcciones.
Manchas de sangre fresca contra otras manchas más viejas sobre las raídas ropas de los camaradas que miraban la escena como quien veía llover o comentaba los últimos chascarrillos, impasibles como estatuas de sal.

Guzmán de Sevilla se había puesto a mi lado y enrollaba un lienzo fino alrededor de mi brazo apretandolo muy fuerte, antes había metido dos dedos dentro de la herida causándome tanto dolor que, por un instante, perdí el sentido.
El cuerpo casi decapitado del vizcaíno tenía la espada manchada con mi sangre todavía en la mano y la pistola de Arregui todavía humeaba cuando miró hacia abajo:

- ¿Es grave...?- le preguntó al sevillano.
- Un corte muy feo… Creo que le ha segado un tendón.
- ¡Hideputa…!

Arregui ordenó que cogiesen aquella basura y la tirasen bien lejos, si podía ser en tierra de nadie para que así se la comerían las alimañas. 
Contemplaba el cadáver de su paisano con un profundo desprecio grabado en la mirada, la mano que sostenía el pistolón temblaba por la rabia que le corroía las tripas:

- ¡Serás hideputa!- repitió mientras agarraban el cuerpo y lo arrastraban dejando sobre el suelo de tierra apisonada un sendero de sangre y restos de cerebro.

Luego se agachó junto a nosotros, revisó el vendaje y me sujetó la cabeza que me pesaba como el plomo, yo sentía que me marchaba directo hacia el sopor preludio de la muerte.
El vasco me dio un poco de agua y mientras el viejo veterano mojaba mis labios el dolor desapareció como por ensalmo. Aquellas manos recias y encallecidas sobre mi nuca y los ojos oscuros mirándome muy fijo, me llenaron el alma de paz y de dicha. 

Luego, tras aquel sentimiento claro y feliz, todo se tornó en horror y en torbellino cuando Arregui, quizá pensando que yo no podía oírle, le preguntó a Guzmán:

- ¿Perderá el brazo?
- Si no hay gangrena no… Pero no creo que pueda volver a manejar espada…

Entonces el mundo se derrumbó y perdí las ganas de vivir.
Mientras caía al pozo de la inconsciencia pensaba que me había convertido en un tullido, en un pobre manco sentenciado a vivir para siempre de las limosnas ajenas, sentenciado a verme despreciado como un trasto inútil para el resto de mis días.

Quería, como podrán imaginar vuestras mercedes, que el vizcaíno en vez del brazo me hubiese atravesado el corazón. 
Quería dormirme y no volver a despertar.

Con el alma destrozada y retumbando en mi cabeza las palabras de Guzmán -no creo que pueda volver a manejar espada-escuchaba el tronar de la artillería española que seguía batiendo los muros de Mastrique, por la honra, ¿recuerdan?, la honra de la nación más poderosa de la tierra.

Una honra que yo creía que no podría defender nunca...

© A. Villegas Glez.





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