Aquellos años fueron terribles, oscuros, llenos de infamia,
de traición, de cobardías, años en los que el reino de los Godos y la vieja
tierra que ocupábamos los descendientes de los romanos se vieron arrollados por
la marea musulmana que desde las tierras de Oriente se extendía imparable por
el Mundo, obligando a todos los que encontraban a su paso a adoptar la religión
de Mahoma y a abandonar la de Cristo o a morir si no lo hacían.
Fueron años en los que juramos que aquella tierra no
desaparecería, años en los que junto al
gran líder que contaba con la hidalguía y el valor suficientes como para
llamarlo rey nuestro demostramos a los musulmanes que no nos rendiríamos jamás,
que no cejaríamos aunque nos hubiesen empujado hasta el Cantábrico y las
montañas, aunque muchos nobles godos ahora convertidos se hubiesen declarado
nuestros enemigos, aunque muriésemos todos enarbolando la cruz, aunque no
quedásemos ninguno para contarlo, allí estábamos dispuestos a que nuestra
sangre y nuestro orgullo prevaleciesen y luchar y luchar por recuperar lo que
todos considerábamos nuestra tierra.
El día que conocí a Don Pelayo casi acabamos a puñaladas,
éramos los dos unos imberbes. Había llegado a Asturias huyendo del rey Witiza
que había conspirado para asesinar a su padre y a él mismo si no llega a refugiarse en casa de mi prima Romira, a la
que el muy galán le tiró los tejos nada más verla y claro, yo perdía los
vientos por ella, así que le desafié en duelo y todo, lo que pasa es que el
padre de Romira, que también era familia de Pelayo, puso paz entre los dos a
base de darnos a ambos de guantazos y luego ponernos de sidra hasta la gola
tras lo cual Don Pelayo y yo nos hicimos formalmente amigos.
Romira acabó casándose por cierto, con un noble exiliado de
la Andalucía que la embelesó con ese acento cantarín de los de allí abajo.
Pelayo no se sentía seguro en España y por eso me propuso
acompañarle en viaje de peregrinación a Tierra Santa, dónde permanecimos
empapándonos de santidad (y de otras cosas que me callo), hasta que llegaron
noticias de que el rey Witiza había pasado a mejor vida y que los nobles, tras
mucho discutir y marear la perdiz, habían elegido nuevo rey a Rodrigo.
Así que regresamos a la patria cargados de entusiasmo y de
nuevas experiencias y para encontrarnos el desolador espectáculo de los nobles
enzarzados en intestinas disputas y al país patas arriba. Llegamos justo a
tiempo para unirnos al ejército de Rodrigo que marchaba hacia el sur para
repeler una invasión de sarracenos que apoyados por sus contrarios habían
cruzado el Estrecho y ocupado Gibraltar. El rey nombró a Don Pelayo capitán de
espatarios y avanzamos directos hacia un lugar llamado Guadalete.
Luchamos con ferocidad, luchamos con denuedo, pero los
sarracenos y sus traidores aliados nos vencieron. Luego ya todo fue una huída
hacia el norte. Primero a la capital, Toledo dónde todo el mundo pregonaba la
derrota en vez de la resistencia y desde dónde contemplamos cómo los moros se
iban apropiando de más y más tierras y los nobles, y con ellos sus súbditos se
iban convirtiendo en masa con tal de conservar sus privilegios.
De esta manera Toledo cayó en manos enemigas y Pelayo y yo,
junto algunos otros caballeros, soldados y familiares continuamos nuestra
retirada hacia el norte, hacia las montañas del reino astur, hacia el último
bastión, hacia el refugio de las peñas y las barrancas, hacia un futuro
incierto del que tan sólo conocíamos una cosa, nuestra voluntad férrea de
resistir y morir todos como cristianos.
Fue muy complicado, mucho. De siempre es sabido que los
montañeses somos gentes poco dadas a someternos a un rey o a que nos obliguen a
acatar algo por la fuerza, sin embargo Don Pelayo era guerrero reconocido y
hombre muy respetado, admirado y hasta querido. No cejó un instante en su
determinación de que los cristianos nos uniésemos para expulsar de nuestra
Hispania a aquellos caldeos que habían llegado para quedarse, destruyendo
nuestras iglesias y llevándose a nuestras mujeres.
En Cangas de Onís dónde los nobles astures y cántabros
que quedaban vivos y fieles a la cruz eligieron a Pelayo como rey. Fue el año del Señor de setecientos y dieciocho
y hacía tan sólo once que habíamos sucumbido junto al río Guadalete.
Bajo su férreo mando comenzamos a hostigar y a matar a
nuestros enemigos, los soldados del gobernador Munuza, que desde Gijón
intentaba acallar aquella revuelta que hacía arder sus dominios.
Atacábamos, hacíamos tremenda degollina contra alguna
guarnición o columna enemiga y desaparecíamos entre los montes como jabalíes.
El terror comenzó a apoderarse de los
musulmanes, que aunque no nos daban la más mínima importancia, permanecían de
noche en vela y cuando salían de las ciudades lo hacían en cuadrilla numerosa y
siempre temerosa de ver aparecer a aquellos “asnos salvajes”, pues así nos
llamaban, que se arrojaban valerosos contra ellos para degollarlos sin piedad.
El gobernador Munuza pidió ayuda entonces a Córdoba y un
ejército de miles de sarracenos llegó hasta Asturias para acabar de una vez con
nuestra rebelión. Se ve que aquellos asnos de las montañas dábamos unas coces
terribles, por eso el ejército que llegó venía dispuesto a no dejar cristiano
vivo, pero no contaban con nuestra astucia y nuestro valor.
Allí arriba en la Cova Doménica les estábamos esperando y
Nuestra Señora nos miraba y alentaba, abriéndonos los brazos como a hijos predilectos mientras por los
desfiladeros y las barrancas sonaba el eco de los tambores y las trompetas
enemigos acercándose.
Don Pelayo sabía que nuestra única oportunidad de vencer,
aparte de echarle al asunto corazón, cabeza y cojones, era aprovechándose del
terreno y de la arrogancia con la que los sarracenos avanzaban por aquellas
nuestras peñas. Nos desplegamos cerca de trescientos guerreros a lo largo del
desfiladero que llevaba hasta la cueva y en ésta otro grupo que alentaba al
enemigo a acercarse más y entablar combate:
-
¡Si tenéis cojones, sarracenos!- les gritaban.
Y los soldaos de Alkama, que así se llamaba el general moro
empezaron a desplegar catapultas y a
ocupar sus posiciones, con sus gallardetes verdes ondeando al viento y sus
cimitarras brillando al sol. Venía con ellos un traidor, uno que decíase obispo
estando al servicio de los caldeos.
El Obispo Opass, así arda en el infierno por blasfemo,
traidor y converso, acompañaba a la hueste sarracena y se adelantó para
intentar convencer a Don Pelayo de que
se rindiese, que sería perdonado y agasajado por los nuevos amos árabes.
Lo que Pelayo le contestó es mejor ni transcribirlo, pues
hasta los cabreros que componían nuestra hueste se pusieron colorados como
monjas por las palabras que nuestro rey le dedicó al obispo, que regresó hacia
las líneas enemigas cabizbajo e irritado y desde la que de inmediato
empezaron a arrojarnos piedras con sus
máquinas de guerra.
Yo mismo no creía lo que veía. Y eso que soy buen cristiano
y devoto. Pero es que aquello desafiaba las leyes de la naturaleza.
Las piedras que los sarracenos lanzaban con buen tino contra
la Cova Doménica no alcanzaban su objetivo, es más, algunas daban en los filos
del desfiladero provocando que poco
apoco, a cada golpetazo más y más piedras cayesen desde lo alto y se
empezaron a agrietar las paredes de roca y empezó el mundo a temblar y de
repente, en un instante, el mundo se vino abajo.
Don Pelayo permanecía en la boca de la cueva, con la espada
alzada en la mano, cubierto de polvo pero sin un rasguño igual que ninguno de
nosotros que mirábamos maravillados la masa informe de enemigos que la
avalancha había dejado. Luego Pelayo grito: ¡Cierra! y los trescientos y pico
nos lanzamos desde las peñas con las espadas y las lanzas y las hachas y los
cuchillos y los corazones y las almas y empezamos a matar enemigos sin piedad,
sin detenernos pese al cansancio y a la sangre que te hacía resbalar a cada
paso.
Los moros que quedaban con vida, en la parte de atrás de la
columna, la que no había sido alcanzada por el derrumbe, veía llegar a sus camaradas ensangrentados y espantados y
del otro lado de las rocas se escuchaban los gritos terroríficos que proferían
los cristianos y los alaridos aterrados de sus compañeros mientras morían. Y lo
que quedaba del flamante ejército sarraceno empezó a correr rumbo al sur, a correr sin mirar
atrás.
Estábamos derrengados, exhaustos, cubiertos de polvo, sangre
y sudor y maravillados por la victoria conseguida, observando todavía como los
últimos enemigos desaparecían por el horizonte. Y Pelayo que estaba iluminado
por extraña y portentosa luz nos gritó que nada de descanso, que nada de
sentarse que estábamos construyendo un reino que estábamos plantando los
cimientos de una nueva tierra, heredera de los godos y los romanos y que no era
lugar ni momento de sentarse.
-
¡Al sur!- dijo, y hacia allí nos dirigimos con
la intención de acabar con todos nuestros enemigos y de ganarnos el derecho de
plantar aquella semilla que Don Pelayo soñaba.
Fue terrible persecución, en cada recodo encontrábamos sarracenos
que pasábamos por las armas y en cada recodo se nos unían cristianos que,
enterados de la derrota musulmana, apartaban sus miedos y se sumaban a la noble
causa que estábamos comenzando, la de reconquistar la Hispania perdida.
Munuza, el gobernador que había huido cobardemente de Gijón
fue interceptado y muerto junto a sus más fieles y aguerridos guerreros.
Poco después, entre aclamaciones y vítores entrabamos en
Gijón victoriosos, con el derecho adquirido de llamar a aquel pedacito de
tierra nuestro reino y a aquel hombre que nos había llevado a la victoria nuestro rey.
De esta manera singular, entre peñas, a caballo, siempre en
el filo de la cimitarra, siempre amenazados pero siempre erguidos y dispuestos
a luchar nació este pequeño reino, rescoldo de lo que fue y germen de lo que
será.
Entre rocas, rezos, sangre y valor, entre brumas y leyendas,
entre sonidos de metal entrechocando y entre los pliegues de la bandera de la
resistencia indómita, así nació España y así era su primer rey, Don Pelayo de
Asturias.
Ramiro de Lezcano. Capitán de Espadarios de Favila I. Un
rato antes de salir con el rey a cazar
osos… A.D. 739
Me ponen los pelos de puta estas historias amigo, enserio, magníficas...
ResponderEliminarPor cierto, no encuentro ningún dato del tal "Ramiro de Lezcano", ¿podrías proporcionármela?
PD: Ya de camino dime cómo puedo copiar las historias estas para tenerlas guardadas, o si puedes, pásamelas tú.
Muchas gracias... Ramiro de Lecano es un personaje ficticio, la herramienta que he usado para contar la historia, No sé si existirá alguien con este nombre que sea real, no me extrañaría, pero el del relato es inventado.
ResponderEliminarRespecto a lo segundo, no se pueden copiar, lo siento. Quizás un día salgan en una recopilación en papel y podrá usted disfrutar de ellos con las correcciones pertinentes y necesarias. Muchas gracias de nuevo y un afectuosos saludo¡